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Dormí muy poco aquella noche -un par de cabezadas de diez o quince minutos-, pero más o menos una hora antes de amanecer me quedé profundamente dormido. A las ocho vino una enfermera a tomarme la temperatura, y al mirar a la derecha vi que la cama de mi compañero de cubículo estaba vacía. Le pregunté qué le había pasado a Hassim-Alí, pero no supo darme una respuesta. Acababa de empezar su turno, me dijo, y no sabía nada de aquel señor.

Cada cuatro horas, los análisis de sangre daban negativo. Por la mañana vinieron a verme Joyce, Tom y Honey, y Aurora y Nancy; pero a ninguno se le permitió quedarse más de unos minutos. A primera hora de la tarde, también apareció Rachel. Todos empezaban haciéndome la misma pregunta -¿Qué tal me encontraba?-, y yo contestaba siempre lo mismo: Bien, muy bien, estupendamente, no os preocupéis por mí. Para entonces el dolor había desaparecido y empezaba a sentirme más optimista sobre las posibilidades de salir de allí por mi propio pie. Dije: No he superado un cáncer para morirme de un infarto como un gilipollas. Era una declaración absurda, pero a medida que pasaban las horas y los análisis de sangre seguían dando negativo, me aferré a ello como prueba lógica de que los dioses habían decidido perdonarme, de que el ataque de la víspera no había sido más que una demostración de su poder para decidir mi destino. Sí, podía morirme en cualquier momento; y desde luego había tenido la seguridad de que iba a morirme cuando estaba en los brazos de Joyce, tirado en el suelo de la sala de estar. Si había algo que aprender de aquel roce con la muerte era que mi vida, en el sentido más estricto de la expresión, ya no era mía. Sólo tenía que recordar el dolor que me había desgarrado las entrañas durante el terrible cerco de fuego para comprender que cada aliento que me llenaba los pulmones era un regalo de aquellos dioses caprichosos, que en lo sucesivo cada latido de mi corazón me sería concedido por un arbitrario acto de gracia.

Hacia las diez y media, la cama vacía fue ocupada por Rodney Grant, de treinta y nueve años, maestro albañil especialista en tejados que se había desmayado mientras subía una escalera aquella misma mañana. Sus compañeros habían llamado a una ambulancia y allí estaba, con su brevísimo camisón de hospital, un negro corpulento y musculoso, con cara de niño y aspecto de estar verdaderamente muerto de miedo. Tras su entrevista con el médico, se volvió hacia mí y me dijo que se moría de ganas de fumar un cigarrillo. ¿Creía yo que le pasaría algo si iba al servicio y se fumaba un pitillo? No lo sabrá hasta que lo intente, le dije, y para allá se fue, desconectándose del monitor y empujando por el pasillo su gota a gota. Cuando volvió unos minutos después, me sonrió y dijo:

– Misión cumplida.

A las dos de la tarde, una enfermera abrió la cortina y le informó de que lo iban a trasladar a la unidad cardiovascular. Como nunca se había desmayado ni le habían diagnosticado nada más preocupante que una varicela y una leve alergia al polen, el joven estaba confuso.

– Parece bastante grave, señor Grant -le anunció la enfermera-. Sé que ya se encuentra mejor, pero el doctor necesita hacerle algunas pruebas.

Le deseé suerte cuando se fue, y entonces volví a quedarme solo en el cubículo. Pensé en Omar Hassim-Alí, tratando de recordar los nombres de sus hijos, y me pregunté si a él también lo habrían trasladado a la planta de arriba. Era una suposición lógica, pero mientras miraba el colchón vacío a mi derecha, no podía dejar de pensar que se había muerto. No tenía la más mínima prueba que confirmara aquella hipótesis, pero ahora que habían conducido a Rodney Grant a su incierto futuro, la cama vacía parecía habitada por una misteriosa fuerza destructiva que borraba del mapa a los hombres que depositaban en ella, conduciéndolos a un reino de oscuridad y olvido. La cama vacía significaba muerte, ya fuera real o figurada, y mientras sopesaba las implicaciones de ese pensamiento, empezó a apoderarse de mí otra idea que poco a poco fue prevaleciendo sobre todo lo demás. En cuanto vi adónde me conducía, comprendí que se me acababa de ocurrir la idea más importante que había tenido jamás, una idea lo bastante grande como para tenerme ocupado todas las horas de todos los días que me quedaran de vida.

Yo no era nadie. Rodney Grant no era nadie. Omar Hassim-Alí, nadie. Javier Rodríguez -el carpintero jubilado de setenta años que ocupó la cama hacia las cuatro- no era nadie. Tarde o temprano moriríamos todos, y cuando se llevaran nuestros cadáveres y los enterraran, sólo nuestros amigos y familiares sabrían que habíamos muerto. Nuestro fallecimiento no se anunciaría por radio y televisión. No habría esquelas en el New York Times. No escribirían libros sobre nosotros. Ése es un honor reservado a los poderosos, a los que han ganado la fama, a quienes poseen alguna cualidad excepcional, pero ¿quién se molesta en publicar biografías de gente corriente, de esos olvidados que van a trabajar todos los días, con quienes nos encontramos por la calle y que apenas nos molestamos en observar?

En general, las vidas se esfuman. Una persona muere y poco a poco todo rastro de su vida desaparece. Un inventor sobrevive en sus invenciones, un arquitecto está presente en sus edificios, pero la mayoría de la gente no deja tras de sí monumento alguno ni logros duraderos: una estantería con álbumes de fotos, la cartilla de notas del colegio, el trofeo de una bolera, un cenicero birlado en un hotel de Florida en la última mañana de unas vacaciones vagamente recordadas. Unos cuantos objetos, algunos documentos, y unas cuantas impresiones causadas a otras personas. Estas últimas siempre tienen historias que contar sobre el muerto, pero las más de las veces se mezclan fechas, se suprimen hechos, se distorsiona cada vez más la verdad, y cuando a esas personas les llega su turno de morir, la mayoría de las historias desaparece con ellas.

Mi idea era la siguiente: crear una empresa que publicara libros sobre los olvidados, rescatar historias, hechos y documentos antes de que desaparecieran para luego darles forma y construir una narración continua, el relato de una vida.

Las biografías se publicarían por encargo de los amigos y parientes del sujeto, en ediciones particulares de pequeña tirada: entre cincuenta y trescientos o cuatrocientos ejemplares. Me imaginaba escribiéndolas yo mismo, pero si la demanda crecía demasiado, siempre podría contratar a otros para que me echaran una mano: poetas y novelistas en apuros, ex periodistas, universitarios sin trabajo, incluso Tom, quizá. Los costes de elaboración y publicación de los libros serían elevados, pero no quería que mis biografías fueran un lujo que sólo pudieran permitirse los ricos. Para familias de escasos recursos, contemplaba un nuevo tipo de póliza de seguros a tenor de la cual se entregaría mensual o trimestralmente una insignificante suma de dinero para sufragar los gastos del libro. En vez de seguro de vida o de hogar, seguro de biografía.