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Se había convertido en un presidiario común, sin un céntimo, sin recursos ni planes de ninguna clase, y una vez que cumpliera su condena en Joliet, se vería tirado en la calle como un puñado de confeti. Por extraño que pareciese, fue su muy odiado suegro quien intervino para salvarlo; pero le salió caro, tan excesiva e implacablemente caro, que Harry nunca se recuperó de la vergüenza y repulsión que sintió al aceptar la propuesta del viejo. Sin embargo, no pudo resistirse. Se sentía demasiado vulnerable, demasiado atemorizado por el futuro para rechazarla, pero en cuanto estampó su firma en el contrato, supo que acababa de vender su alma al diablo y que se había condenado para siempre.

Por entonces ya llevaba casi dos años en la cárcel, y las condiciones de Dombrowski no podían haber sido más simples. Harry se mudaría a otra región del país, y a cambio de una cantidad de dinero suficiente para establecerse y montar un negocio, se comprometería a no volver nunca más a Chicago ni a ponerse de nuevo en contacto con Bette ni Flora. Dombrowski consideraba a Harry un degenerado, un ejemplar de alguna subespecie degradada que no podía calificarse plenamente de humana, y le hacía responsable directo de la enfermedad de Flora. Estaba loca porque Harry había fecundado a Bette con su esperma enfermizo y mutante, y ahora que había demostrado ser además un farsante y un delincuente, al salir de la cárcel se vería condenado a una vida de miseria y privaciones a menos que renunciara para siempre a reivindicar su paternidad. Harry renunció. Cedió a las monstruosas exigencias de Dombrowski, y a raíz de esa capitulación le fue posible iniciar una nueva vida. Se decidió por Brooklyn porque era Nueva York sin ser enteramente Nueva York, y las posibilidades de encontrarse allí con algún antiguo colega del mundo del arte parecían escasas. Había una librería en venta en Park Slope, en la Séptima Avenida, y aun cuando Harry no sabía nada del negocio de los libros, el establecimiento satisfacía su inclinación por las curiosidades y el desorden de almoneda. Dombrowski le compró el edificio entero, de cuatro pisos, y en junio de 1991 nació el Brightman's Attic.

Harry estaba llorando al llegar a ese punto, explicó Tom, y se pasó el resto de la cena hablando de su hija, recordando el último y angustioso día en que estuvo con ella antes de ir a la cárcel. Flora se encontraba en pleno ataque de nervios, cayendo en el delirio que la llevaría al hospital por tercera vez, pero aún mantenía la lucidez suficiente para reconocer a su padre y hablar con él en un lenguaje comprensible. En alguna parte había leído una serie de estadísticas por las que se calculaba la cantidad de gente en el mundo que nacía y moría cada segundo en un día cualquiera. Las magnitudes numéricas eran pasmosas, pero a Flora siempre se le habían dado bien las matemáticas, y enseguida extrapoló los datos de conjunto para formar grupos de diez: diez nacimientos cada cuarenta y un segundos, diez muertes cada cincuenta y ocho segundos (o lo que fuera). Ésa era la verdad de la vida, dijo a su padre mientras desayunaban aquella mañana, y con objeto de asimilar aquella verdad había decidido pasar el día sentada en la mecedora de su habitación, gritando regocijaos cada cuarenta y un segundos y afligíos cada cincuenta y ocho segundos para señalar la marcha de las diez personas que ya descansaban en paz y celebrar la llegada de los diez recién nacidos.

A Harry se le había desgarrado muchas veces el corazón, pero en aquel instante no era sino un montón de cenizas que le taponaban un agujero en el pecho. En su último día de libertad, pasó doce horas sentado en la cama viendo cómo su hija se balanceaba hacia atrás y hacia delante en la mecedora, gritando unas veces regocijaos y otras afligíos mientras seguía la trayectoria del segundero en la esfera del despertador de su mesilla de noche.

– ¡Regocijaos! -gritaba-. Regocijaos por los diez que están naciendo, que nacerán, que han nacido cada cuarenta y un segundos. Regocijaos, pero no os detengáis. Regocijaos una y otra vez, porque al menos eso es seguro, al menos eso es cierto, y al menos eso está más allá de toda duda: ahora viven diez personas que antes no existían. ¡Regocijaos!

Y entonces, aferrándose firmemente a los brazos de la mecedora mientras aceleraba el ritmo del balanceo, miraba a su padre a los ojos y gritaba:

– ¡Afligíos! Afligíos por los diez que han desaparecido. Afligíos por los diez que ya no viven, que han iniciado su viaje a lo desconocido. Afligíos infinitamente por los muertos. Afligíos por las personas que fueron buenas. Afligíos por las personas que fueron malas. Afligíos por los viejos que murieron con el cuerpo vencido. Afligíos por los jóvenes que fallecieron antes de tiempo. Afligíos por un mundo que permite que la muerte nos arranque de su seno. ¡Afligíos!

SOBRE GRANUJAS

Antes de encontrarme con Tom en el Brightman's Attic, no creo que hubiese hablado con Harry más de dos o tres veces; y eso sólo de pasada, un intercambio de palabras breve y superficial. Tras escuchar el relato que me hizo Tom sobre el pasado de su jefe, me entró curiosidad por saber algo más de personaje tan curioso, por tener delante a aquel bribón y verlo actuar con mis propios ojos. Como Tom dijo que le encantaría presentármelo, cuando dimos por terminado nuestro almuerzo de dos horas en el Cosmic Diner, decidí acompañar a mi sobrino a la librería y satisfacer mi deseo aquella misma tarde. Pagué la nota en la caja, volví a la mesa y dejé veinte dólares de propina para Marina. Era una cantidad absurdamente excesiva -casi el doble de lo que había costado el almuerzo-, pero no me importaba. La niña de mi corazón me prodigó una resplandeciente sonrisa de agradecimiento, y el verla feliz me puso de tan excelente humor que al instante decidí llamar a Rachel por la noche para darle la noticia de que había encontrado a su primo, desaparecido tanto tiempo atrás. A raíz de su conflictiva y deprimente visita a mi apartamento a primeros de abril, mi hija me había incluido en su lista negra, pero después de restablecer el contacto con Tom, y ahora que la sonriente Marina González me había lanzado un beso al salir del restaurante, quería que todo volviera a estar bien en el mundo. Ya había llamado una vez a Rachel para disculparme por haberle hablado con tanta aspereza, pero me colgó al cabo de treinta segundos. Ahora pensaba insistir de nuevo, pero en esta ocasión me arrastraría a sus pies hasta que todo se hubiera aclarado definitivamente entre nosotros.

La librería estaba a cinco manzanas y media del restaurante, y mientras Tom y yo volvíamos dando un paseo por la Séptima Avenida en la agradable tarde de mayo, seguimos hablando de Harry, el otrora Dunkel de Dunkel Freres, que había escapado del tenebroso bosque de su oscura identidad para emerger como un sol brillante en el firmamento de la duplicidad.

– Siempre he tenido debilidad por los granujas -observé-. Como amigos quizá no pueda confiarse mucho en ellos, pero imagínate lo sosa que sería la vida sin ellos.

– No creo que Harry siga siendo un granuja -repuso Tom-. Tiene demasiados remordimientos.

– Cuando se es un granuja, se es un granuja. La gente no cambia.

– Eso es discutible. Yo creo que puede cambiar.

– Tú no has trabajado en el ramo de seguros. La pasión por el engaño es universal, muchacho, y cuando alguien le coge el gusto, ya no hay remedio que valga. El dinero fáciclass="underline" no hay mayor tentación que ésa. Fíjate en todos esos listos que montan simulacros de accidentes de coches en los que resultan falsamente heridos, los comerciantes que incendian sus tiendas y almacenes, la gente que finge su propia muerte. He estado treinta años observando esas cosas, y nunca me he cansado de verlas. El gran espectáculo de la falta de honradez. Lo tienes por todas partes donde mires y, te guste o no, es de lo más divertido que se pueda ver.