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Tom emitió un breve sonido, una fuerte espiración a medio camino entre una risita contenida y una abierta carcajada.

– Me encanta oír cómo sueltas tus chorradas, Nathan. No me había dado cuenta hasta ahora, pero lo he echado en falta. Lo he echado mucho de menos.

– Tú crees que estoy de broma -repuse-, pero te digo las cosas tal como son. Las perlas de mi sabiduría. Algunas advertencias después de toda una vida de lucha en las trincheras de la experiencia. Los embaucadores y timadores dominan el mundo. Los granujas detentan el poder. ¿Y sabes por qué?

– Dime, Maestro. Soy todo oídos.

– Porque son más insaciables que nosotros. Porque saben lo que quieren. Porque creen en la vida más que nosotros.

– Habla por ti, Sócrates. Si yo no fuera tan insaciable, no andaría por ahí con este barrigón a cuestas.

– Te gusta la vida, Tom, pero no crees en ella. Ni yo tampoco.

– Empiezo a perder el hilo.

– Acuérdate de Jacob y Esaú. ¿Lo ves?

– Ah. Vale. Ahora lo entiendo.

– Es una historia horrible, ¿verdad?

– Sí, verdaderamente horrorosa. Me creó muchos problemas de pequeño. Yo era entonces un personajillo de carácter recto y virtuoso. No decía mentiras, no robaba, no hacía trampas, no decía una mala palabra a nadie. Y ahí tenemos a Esaú, un bobalicón que se mueve con la gracia de un elefante, igual que yo. Lo justo era que Isaac le diera a él su bendición. Pero Jacob se la arrebata mediante un ardid; con ayuda de su madre, ni más ni menos.

»Y lo peor es que Dios parece aprobar la situación. El falso y traicionero Jacob pasa a ser jefe de los judíos, mientras Esaú se queda con las ganas y se convierte en un paria olvidado, en un don nadie.

»Mi madre me enseñó a ser bueno. "Dios quiere que seas bueno", repetía, y como yo era aún lo bastante joven para creer en Dios, daba por ciertas sus palabras. Luego leí por casualidad esa historia de la Biblia y no entendí ni jota. El malo gana, y Dios no lo castiga. No me parecía justo. Y sigue sin parecérmelo.

– Pues claro que es justo. Jacob tenía pasión por la vida, mientras que Esaú era un tarado. De buen corazón, de acuerdo, pero un cretino. Si tienes que elegir a uno de los dos para que conduzca a tu pueblo, te decidirás por el luchador, por el que demuestra ingenio y astucia, por el que posee la energía necesaria para superar los obstáculos y salir victorioso. Preferirás al individuo fuerte e inteligente antes que al bueno y débil.

– Eso es una verdadera brutalidad, Nathan. Sólo con llevar tu argumento un poco más lejos, podrás decirme que Stalin fue un gran hombre al que debe venerarse.

– Stalin era un rufián, un asesino psicótico. Yo estoy hablando del instinto de supervivencia, Tom, de la voluntad de vivir. Prefiero mil veces un granuja astuto a un beato inocentón. El granuja quizá no actúe siempre conforme a las normas, pero tiene temple. Y mientras haya un hombre de temple, habrá cierta esperanza para el mundo.

EN CARNE Y HUESO

Cuando estábamos a una manzana de la librería, de pronto se me ocurrió que la visita de Flora a Brooklyn significaba que Harry seguía en contacto con su ex mujer y su hija: en claro incumplimiento del contrato que había firmado con Dombrowski. En ese caso, ¿por qué el viejo no se le había echado encima para reclamar la propiedad del edificio de la Séptima Avenida? Si no había entendido mal su convenio, eso habría dado motivos al padre de Bette para coger a Harry de la oreja, ponerlo de patitas en la calle y quedarse con el Brightman's Attic. ¿Se me había escapado algo, pregunté a Tom, o había otro aspecto de la historia que se le había olvidado contarme?

No, Tom no se había dejado nada en el tintero. El contrato ya no era válido por la sencilla razón de que Dombrowski había muerto.

– ¿Murió de causas naturales -le pregunté-, o lo mató Harry?

– Muy gracioso -repuso Tom.

– Tú eres quien ha planteado esa cuestión, no yo. ¿Recuerdas? Dijiste que Harry había jurado que iba a matar a Dombrowski en cuanto saliera de la cárcel.

– Se dicen muchas cosas, pero eso no significa que haya intención de hacerlas. Dombrowski estiró la pata hace tres años. Tenía noventa y un años, y murió de un ataque.

– Según Harry.

Tom se rió ante aquella observación, pero al mismo tiempo noté que le empezaba a molestar un poco mi tono frívolo y sarcástico.

– Vale ya, Nathan. Sí, según Harry. Todo es según Harry. Lo sabes tan bien como yo.

– No te sientas culpable, Tom. No vaya traicionarte.

– ¿Traicionarme? Pero ¿de qué estás hablando?

– Te estás arrepintiendo de haberme revelado los secretos de Harry. Él te contó su historia, y ahora tú quebrantas su confianza contándomela a mí. No te apures, tío. A veces podré comportarme como un imbécil, pero no voy a soltar prenda. ¿Vale? No tengo ni puñetera idea de quién es Harry Dunkel. La única persona a quien voy a estrechar hoy la mano es Harry Brightman.

Lo encontramos en su despacho de la primera planta, sentado tras un amplio escritorio de caoba y hablando con alguien por teléfono. Llevaba una chaqueta de pana púrpura, según recuerdo, con un pañuelo de sed multicolor sobresaliendo del bolsillo superior izquierdo. El pañuelo parecía una rara flor tropical, un ornamento que inmediatamente llamaba la atención en el ambiente parduzco gris de la estancia cubierta de libros. Se me escapan ahora otros detalles de su vestimenta, pero la ropa de Harry no me interesaba tanto como examinar su rostro ancho y mofletudo, sus ojos azules, extremadamente redondos y algo saltones, y la curiosa configuración de sus dientes superiores: abiertos en abanico como los de una calabaza de Halloween, separados por pequeños espacios. Era un hombre menudo y extraño, pensé, un presumido con cabeza de cucurbitácea, sin el más mínimo rastro de vello en dedos y manos; sólo su voz de barítono suave y retumbante atenuaba su excesivo atildamiento.

Sin dejar de hablar por teléfono con aquella voz, Harry saludó a Tom con un gesto, y luego alzó el dedo índice en el aire, comunicándole en silencio que estaría con nosotros dentro de un momento. No acerté a saber cuál era el tema de la conversación, ya que Brightman hablaba menos que su invisible interlocutor, pero deduje que estaba discutiendo con un cliente o colega suyo la venta de una edición príncipe del siglo XIX. El título de la obra, sin embargo, no se mencionó, y pronto empecé a pensar en otra cosa. Por hacer algo, me puse a deambular por la habitación, inspeccionando las estanterías cargadas de libros. A ojo de buen cubero, debía de haber entre setecientos y ochocientos volúmenes en aquel espacio tan cuidadosamente organizado, con obras que iban de autores bastante antiguos (Dickens y Thackeray) a relativamente modernos (Faulkner y Gaddis). Los libros más antiguos estaban en su mayoría encuadernados en piel, mientras que los contemporáneos tenían forros transparentes para proteger la cubierta. En comparación con el revoltijo y el caos del piso de abajo, la primera planta era un paraíso de orden y tranquilidad, y el valor total de la colección debía ascender a unos buenos cientos de miles. Teniendo en cuenta que diez años atrás no tenía dónde caerse muerto, al antiguo señor Dunkel las cosas le habían ido bastante bien; estupendamente, en realidad.

Concluyó la conversación telefónica, y cuando Tom le explicó quién era yo, Harry Brightman se levantó de la butaca y me estrechó la mano. Todo cordialidad, exhibiendo los dientes de calabaza de Halloween en una sonrisa de cálida acogida, el modelo mismo del decoro y los buenos modales.

– Ah -dijo-, el famoso tío Nat. Tom habla mucho de usted.

– Ahora soy justo Nathan -repuse-. Hace unas horas que hemos prescindido de eso del tío.

– ¿Justo Nathan -inquirió Harry, frunciendo el ceño en fingida consternación- o Nathan a secas? Estoy algo confuso.

– Nathan -dije-. Nathan Glass.

Harry se llevó el dedo índice a la mejilla, adoptando la postura de un hombre abstraído en sus pensamientos.