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– Qué interesante. Tom Wood y Nathan Glass. Madera y Cristal. Si yo me cambiara de nombre y me llamara Steel, podríamos abrir un estudio de arquitectura y llamarnos Wood, Glass y Steel. Ja, ja. Eso me gusta. Madera, vidrio y acero. Se lo construimos como quiera.

– O yo podría cambiarme de nombre y ponerme Dick -apunté-, entonces seríamos Tom, Dick y Harry. [3]

– Entre personas bien educadas nunca se pronuncia esa palabra -dijo Harry, fingiendo escandalizarse al oírme decir dick dos veces-. Se dice órgano masculino. En caso necesario, puede aceptarse la palabra pene. Pero dick no, Nathan. Eso de picha es muy vulgar.

Me volví hacia Tom y dije:

– Debe ser divertido trabajar con un jefe así.

– Ni un instante de aburrimiento -contestó Tom-. Es lo que se dice la juerga personificada.

Harry sonrió, lanzando luego una afectuosa mirada a Tom.

– Sí, sí -confirmó-. Ser librero es tan divertido, que a veces nos duele el estómago de tanto reímos. Y tú, Nathan, ¿en qué trabajas? No, retiro lo dicho. Ya me ha informado Tom. Eres agente de seguros.

– Ex agente de seguros -puntualicé-. Me he acogido a la jubilación anticipada_

– Otro ex -se lamentó Harry, emitiendo un suspiro de nostalgia-. A nuestra edad, Nathan, no somos más que una serie de ex. N'est-ce pas? En mi caso, probablemente podría recitar de un tirón más de una docena. Ex marido. Ex marchante. Ex marino. Ex escaparatista. Ex vendedor de perfumería. Ex millonario. Ex residente en Buffalo. Ex residente en Chicago. Ex presidiario. A lo largo de mi existencia he tenido mis líos y pasado mis apuros, como todo el mundo. No me duele admitirlo. Tom conoce todo mi pasado, y lo que Tom sabe, quiero que tú también lo sepas. Para mí, Tom es como de la familia, y al ser pariente de Tom, tú también eres de la familia. Tú, Nat, el ex tío de Tom, el que ahora es Nathan a secas. He pagado mi deuda con la sociedad, y tengo la conciencia tranquila. Pero la equis de ex, amigo mío, es la cruz que nos marca. Ahora y siempre, la cruz marca el lugar.

No estaba preparado para que Harry saliera reconociendo su culpa con tanta naturalidad. Tom me había advertido de que su jefe era un hombre plagado de contradicciones y sorpresas, pero en el contexto de una conversación tan absurda y extravagante, el hecho de que de buenas a primeras le hubiese parecido bien confiar en un completo desconocido me dejó perplejo. A lo mejor era porque ya se lo había confesado todo a Tom, pensé. Había encontrado valor para descubrir el pastel, por decirlo así, y ya que lo había hecho una vez, quizá no le resultaba tan difícil repetido. No estaba seguro, pero de momento me parecía la única hipótesis que tenía sentido. Habría preferido considerar la cuestión con más detenimiento, pero las circunstancias lo impidieron. La conversación siguió aquel curso acelerado, llena de las mismas observaciones tontas de antes, las mismas ocurrencias ridículas, las mismas bromas estúpidas y gestos pseudohistriónicos, y en el fondo tuve que admitir que aquel granuja con cabeza de cucurbitácea me había causado una espléndida impresión. Su charla resultaba un tanto agotadora, quizá, pero no decepcionaba. Cuando salí de la librería, ya había invitado a cenar a Tom y a Harry el sábado por la noche.

Eran más de las cuatro cuando llegué a casa. Seguía preocupado por Rachel, pero aún era pronto para llamarla (hasta las seis no volvía del trabajo). Y mientras me imaginaba cogiendo el teléfono y marcando el número de mi hija, comprendí que probablemente daba igual. Nuestras relaciones se habían vuelto tan frías que la consideré capaz de colgarme otra vez, y temía la perspectiva de que me hiciera un nuevo desprecio. En vez de llamarla, decidí escribirle una carta. Era un medio más seguro de abordar la cuestión, y si no ponía mi nombre y dirección en el remite, había posibilidades de que abriera el sobre y leyera la carta en vez de romperla y tirarla a la basura.

Creí que sería sencillo, pero tuve que intentarlo seis o siete veces antes de encontrar el tono adecuado. Pedir perdón a alguien es un asunto complejo, un ejercicio de delicado equilibrio entre el terco orgullo y el apesadumbrado cargo de conciencia, y a menos que uno sea realmente capaz de abrirse a la otra persona, toda disculpa adquiere un timbre falso y vacío. Mientras elaboraba los diversos borradores de la carta (con la moral cada vez más por los suelos, culpándome por todo lo que me había salido mal en la vida, flagelándome el alma atribulada y corrompida como un penitente medieval), me acordé de un libro que Tom me había enviado por mi cumpleaños ocho o nueve años atrás, en la época dorada en que June aún vivía y él seguía siendo el brillante y prometedor doctor Pulgarcito. Era una biografía de Ludwig Wittgenstein, filósofo del que había oído hablar pero al que nunca había leído: circunstancia nada inhabitual, teniendo en cuenta que mis lecturas se limitaban a la narrativa, sin la más mínima incursión en otros ámbitos. Me pareció un libro absorbente, bien escrito, en el que había una historia que destacaba sobre todas las demás y que no se me ha olvidado nunca. Según el autor, Ray Monk, después de haber escrito su Tractatus cuando era soldado en la Primera Guerra Mundial, Wittgenstein consideró que había resuelto todos los problemas de la filosofía y ya no podía ir más lejos en la materia. Se colocó de maestro de escuela en un pueblo perdido en las montañas de Austria, pero resultó que no tenía cualidades para el puesto. Severo, malhumorado, violento incluso, regañaba continuamente a los niños y les pegaba cuando no se sabían la lección. No los cachetes de rigor, sino puñetazos en la cabeza y en la cara, palizas impulsadas por la cólera, que acabaron causando graves traumas a una serie de chicos. Corrió la voz sobre aquella indignante conducta, y Wittgenstein se vio obligado a renunciar a su puesto. Pasaron los años, al menos veinte, si no me equivoco, y para entonces Wittgenstein vivía en Cambridge, dedicado de nuevo a la filosofía y convertido ya en un personaje famoso y respetado. Por motivos que ya he olvidado, atravesó una crisis espiritual y sufrió un desequilibrio nervioso. Cuando empezó a recuperarse, decidió que el único modo de recobrar la salud consistía en volver al pasado y pedir humildes disculpas a cada persona a la que hubiera ofendido o perjudicado. Quería purgar la culpa que le corroía las entrañas, limpiar su conciencia y empezar de nuevo. Como es lógico, ese camino lo condujo de nuevo al pequeño pueblo de montaña en Austria. Todos sus antiguos alumnos ya eran adultos, hombres y mujeres de veinticinco a treinta años, pero el tiempo no había atenuado el recuerdo del violento maestro. Uno por uno, Wittgenstein llamó a su puerta y les pidió perdón por su intolerable crueldad de dos décadas atrás. En ocasiones, llegó literalmente a hincarse de rodillas y suplicar, implorando la absolución de los pecados que había cometido. Cabría imaginar que una persona que se viera ante tales muestras de sincero arrepentimiento sentiría compasión por el doliente peregrino y acabaría transigiendo, pero de todos los antiguos alumnos de Wittgenstein, ni uno solo estuvo dispuesto a perdonarlo. El dolor que había causado era demasiado profundo, y su odio hacia el maestro trascendía toda posibilidad de gracia.

Pese a todo, yo tenía la casi total seguridad de que Rachel no me odiaba. Estaba decepcionada, molesta, cabreada conmigo, pero no creo que su animosidad fuera suficiente para crear una fisura permanente entre los dos. Sin embargo, no podía correr riesgos, y cuando me puse a redactar el borrador final de la carta, me hallaba en un estado de absoluto y total arrepentimiento. «Perdona al idiota de tu padre por hablar más de la cuenta», empecé, «y decir cosas que ahora lamenta muchísimo. Tú eres la persona que más me importa en el mundo. Eres sangre de mi sangre, te llevo en lo más hondo de mi corazón, y me atormenta pensar que un comentario estúpido pueda haber creado ese resentimiento entre nosotros. Sin ti, no soy nada. Sin ti, no soy nadie. Mi querida, mi amada Rachel, te ruego que des al necio de tu padre una ocasión de redimirse.»

Seguí en esa vena unos cuantos párrafos más, concluyendo la carta con la buena noticia de que su primo Tom había aparecido como por arte de magia en Brooklyn y estaba impaciente por volver a verla y conocer a Terrence (su marido, oriundo de Inglaterra y profesor de biología en Rutgers). A lo mejor podíamos cenar todos juntos una noche en la ciudad. Pronto, esperaba yo. Dentro de unos días o la semana próxima: en cuanto ella estuviera libre.

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[3] Fulano, Zutano y Mengano. Además, dick es palabra malsonante: «picha». (N del T)