Tardé más de tres horas en concluir la tarea, y me quedé agotado, tanto física como mentalmente. Pero no me gustaba tener la carta rondando por el apartamento, así que salí inmediatamente a la calle y la eché en uno de los buzones de la entrada de la oficina de correos de la Séptima Avenida. Ya era hora de cenar, pero no tenía ni pizca de hambre. Así que recorrí varias manzanas más, entré en Shea's, la tienda de vinos y licores del barrio, y compré una botella de whisky escocés y dos de vino tinto. No suelo beber mucho, pero hay momentos en la vida en que el alcohol alimenta más que la comida. Aquél era uno de ellos. Recuperar el contacto con Tom me había levantado mucho la moral, pero ahora que me encontraba solo de nuevo, caí de pronto en la cuenta de que me había convertido en una persona desamparada y digna de lástima: un pedazo de carne desconectado y sin rumbo. No soy propenso a tener lástima de mí mismo, pero más o menos durante una hora me dejé llevar por la autocompasión con todo el abandono de un adolescente taciturno. Finalmente, al cabo de dos whiskies y media botella de vino, la melancolía empezó a esfumarse y me senté al escritorio para añadir otro capítulo al Libro del desvarío humano, una anécdota exquisita relacionada con la taza del retrete y una maqui nilla de afeitar eléctrica. Se remontaba a la época en que Rachel iba al instituto y aún vivía en casa, y ocurrió en la fría tarde de un jueves, día de Acción de Gracias, cuando faltaba media hora para la llegada de unos doce invitados, prevista para las cuatro. No con poco dispendio, Edith y yo habíamos reformado el baño de la planta de arriba, y todo estaba reluciente: baldosines, armarios, botiquín, lavabo, bañera y ducha, retrete, todo era nuevo. Yo me encontraba en el dormitorio, haciéndome el nudo de la corbata de pie frente al espejo; Edith estaba abajo, en la cocina, asando el pavo en el horno y cuidando de los detalles de última hora; y Rachel, con dieciséis o diecisiete años, que se había pasado la mañana y las primeras horas de la tarde redactando un trabajo para el laboratorio de física, estaba en el baño, arreglándose a toda prisa antes de que llegaran los invitados. Acababa de ducharse en la ducha nueva y ahora estaba frente al retrete, con el pie derecho apoyado en el borde de la taza, afeitándose la pierna con una maquinilla Schick que funcionaba con pilas. En un momento dado, la maquinilla se le escurrió y cayó al agua. Metió la mano e intentó sacada, pero el artilugio se había quedado atascado en el fondo, y no podía sacarlo. Entonces abrió la puerta y gritó:
– ¡Papá! -Aún me llamaba papá por entonces-. Necesito que me ayudes.
Y papá fue a ver. Lo más gracioso de la situación era que la maquinilla seguía zumbando y vibrando dentro del agua. Era un ruido extrañamente insistente y molesto, un obstinado acompañamiento sonoro a lo que ya constituía una situación desconcertante y curiosa, quizá sin precedentes. Y, con aquel zumbido, además de inhabitual resultaba bastante cómica. Me reí al ver lo que pasaba, y cuando Rachel comprendió que no me estaba riendo de ella, se echó a reír también. Si tuviera que elegir un instante, un solo recuerdo para guardar en la memoria entre todos los momentos que he pasado con ella desde hace veintinueve años, creo que sería ése.
Las manos de Rachel eran mucho más pequeñas que las mías. Si ella no era capaz de sacar la maquinilla, no cabía esperar que yo lo consiguiera, pero lo intenté por guardar las formas. Me quité la chaqueta, me remangué, me lancé la corbata por encima del hombro izquierdo y metí la mano. El vibrante instrumento estaba tan firmemente atascado, que sacarlo parecía completamente imposible.
Nos habría sido muy útil uno de esos largos alambres flexibles que utilizan los fontaneros, pero no teníamos ninguno, así que deshice una percha metálica y la introduje en el retrete. Aunque el alambre era fino, resultaba demasiado grueso para nuestro propósito y no nos sirvió de nada.
Entonces sonó el timbre de la puerta, creo recordar, y llegó el primero de los muchos parientes de Edith. Rachel seguía en albornoz, de rodillas y sentada sobre los talones, observando mis vanos esfuerzos por sacar la máquina con el alambre, y como iba pasando el tiempo, le sugerí que sería mejor que se vistiera.
– Voy a desmontar la taza y a volverla del revés -le dije-. A lo mejor puedo sacar el aparatito tirando de él por el otro lado.
Rachel sonrió, me dio unas palmaditas en la espalda como si pensara que me había vuelto loco y se puso en pie. Cuando salía del baño, le dije:
– Di a tu madre que bajaré dentro de un poco. Si te pregunta lo que estoy haciendo, dile que no es asunto suyo. Y si vuelve a preguntarte, contéstale que estoy aquí arriba luchando por la paz mundial.
Había una caja de herramientas en el armario de la ropa blanca, al lado del dormitorio, y una vez que hube cortado la llave de paso del retrete, fui por unos alicates para desatornillar la taza del suelo. No sé lo que pesaría aquello. Logré levantado un poco, pero era demasiada carga para que pudiera volverlo del revés con la seguridad de que no se me iba a caer, sobre todo en un espacio tan lleno de obstáculos. No tuve más remedio que sacarlo del baño, y como temía arañar el parqué si lo dejaba en el pasillo, decidí llevarlo abajo y dejarlo en el jardín, en la parte de atrás de la casa.
A cada paso que daba, el retrete parecía pesar un kilo más. Cuando llegué al arranque de las escaleras, me dio la impresión de llevar una cría de elefante blanco en brazos. Afortunadamente, uno de los hermanos de Edith acababa de entrar en casa, y cuando vio lo que estaba haciendo, se acercó a echarme una mano.
– ¿Qué estás haciendo, Nathan? -me preguntó.
– Llevo el retrete en brazos -contesté-. Vamos a sacarlo fuera y dejarlo en el jardín.
Ya habían llegado todos los invitados, y hasta el último de ellos se quedó boquiabierto ante el extraño espectáculo de dos hombres con camisa blanca y corbata que transitaban por las habitaciones de una casa de un barrio residencial llevando a cuestas un retrete musical en el día de Acción de Gracias. Olía a pavo por todas partes. Edith servía bebidas. Había una música de fondo, una canción de Frank Sinatra («My Way», si no recuerdo mal), y la querida Rachel, muy cohibida, nos miraba con aire avergonzado, sintiéndose culpable de estropear la fiesta de su madre, tan cuidadosamente planeada.
Sacamos fuera al elefante y lo pusimos del revés en el parduzco césped de otoño. No puedo recordar la cantidad de herramientas distintas que saqué del garaje, pero ninguna sirvió.
Ni el mango del rastrillo, ni el destornillador, ni el martillo ni el punzón: nada. Y en todo ese tiempo la maquinilla eléctrica seguía zumbando, entonando su interminable aria de una sola nota. Unos cuantos invitados se congregaron en torno a nosotros en el jardín, pero tenían hambre y frío, y empezaban a aburrirse, y uno por uno fueron entrando todos en casa. Pero yo no: Nathan Glass, el obstinado, el que no se rinde, siguió allí. Cuando acabé comprendiendo que no quedaba esperanza alguna, cogí un mazo y reduje a pedacitos la taza del retrete. La indomable maquinilla de afeitar cayó suavemente al suelo. La apagué, me la guardé en el bolsillo y al entrar en casa se la entregué a mi ruborizada hija. Que yo sepa, el condenado chisme sigue funcionando todavía.
Tras guardar la historia en la caja que llevaba la etiqueta «Percances», me despaché la otra mitad de la botella y me acosté. Para ser sincero (¿cómo puedo escribir este libro si no digo la verdad?), me dormí masturbándome. Haciendo lo posible por imaginarme a Marina González desnuda, traté de convencerme de que estaba a punto de entrar en la habitación y meterse conmigo en la cama, impaciente por entrelazar su cálido y suave cuerpo con el mío.
LA SORPRESA DEL BANCO DE ESPERMA
Dio la casualidad de que la masturbación fue uno de los temas de la conversación que Tom y yo mantuvimos mientras almorzábamos al día siguiente (en un restaurante japonés esta vez, ya que Marina libraba en el Diner). Todo empezó cuando le pregunté si había conseguido localizar a su hermana. Por lo que yo sabía, la última vez que alguien de la familia la había visto fue antes de la muerte de June, cuando volvió a Nueva Jersey a reclamar a la pequeña Lucy. Eso fue en 1992, hacía ya más de ocho años, y teniendo en cuenta que Tom no la había mencionado para nada el día anterior, supuse que en cierto modo mi sobrina había desaparecido de la faz de la tierra, y que nunca volveríamos a saber de ella.