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Rory no quería limosnas, así que empezó a trabajar de camarera en el restaurante francés más caro de la ciudad. No tenía experiencia, pero cautivó al dueño con su sonrisa, sus largas piernas y su preciosa cara, y como era inteligente, enseguida se enteró de todo y en cuestión de días llegó a dominar el oficio. Aquello era lo contrario de la desenfrenada vida que llevaba en Nueva York, pero lo último que Aurora deseaba entonces era más agitación. Escarmentada y llena de moretones, todavía obsesionada con la crueldad de que había sido objeto, no quería más que una tregua tranquila y sin incidentes, una ocasión para recobrar las fuerzas. Tom mencionó pesadillas, súbitos accesos de llanto, largos y melancólicos silencios. Pese a todo, también recordaba los meses que Rory pasó con él como una época feliz, un periodo de gran solidaridad y afecto mutuo durante el cual, aprovechando que la tenía de nuevo a su lado, disfrutó del absoluto placer de asumir otra vez el papel de hermano mayor. Era su amigo y protector, su guía y su apoyo, su áncora de salvación.

Mientras iba recuperando las energías y el ánimo de antaño, Aurora pensó en la posibilidad de prepararse para un examen de ingreso en la universidad. Tom la alentó a que llevara adelante el plan, prometiendo ayudada si le resultaba difícil. Nunca es tarde, le repetía, nunca lo es para empezar de nuevo; pero en cierto sentido sí lo era. Pasaron las semanas, y al ver que Rory seguía aplazando la decisión, Tom comprendió que en realidad no estaba muy entusiasmada con la idea. En los días que libraba en el restaurante, empezó a actuar en las veladas de grupos noveles de un club de su barrio, cantando blues con tres músicos que había conocido una noche cuando les servía la cena, y el cuarteto no tardó mucho en cuajar. Se pusieron el nombre de Un Mundo Feliz, y en cuanto Tom los vio actuar, supo que el fugaz propósito de Rory de proseguir su formación se había venido abajo. Su hermana sabía cantar. Siempre había tenido buena voz, pero ahora, con los años y los pulmones sometidos al alquitrán y el humo de cincuenta mil cigarrillos, había adquirido otro timbre, distinto y cautivador: algo profundo, gutural, lleno de sensualidad, una inocencia dolorosa y maltratada que obligaba a erguirse en el asiento y escuchar con atención. Tom se alegraba por ella, pero a la vez estaba asustado. Al cabo de un mes se había liado con el bajista, y sabía que sólo era cuestión de tiempo antes de que cogiera a Lucy y se marchara con el grupo a una ciudad más grande: Chicago o Nueva York, Los Ángeles o San Francisco, cualquier sitio de Estados Unidos que no fuese Ann Arbor, en Michigan. Ilusa o no, Aurora se consideraba una estrella, y nunca se sentiría satisfecha ni realizada a menos que el mundo se fijara en ella. Tom lo veía muy claro, y por eso no hizo más que un leve intento, meramente formal, de convencerla para que no se fuera. Ayer, películas porno; hoy, blues; mañana, Dios sabe qué. Rogó por que el bajista, que la casualidad quiso que también se llamara Tom, no fuera tan estúpido como parecía.

Cuando el inevitable momento llegó, Un Mundo Feliz y su pequeña mascota subieron a una furgoneta Plymouth de segunda mano, que ya tenía ciento treinta mil kilómetros, y se dirigieron a California, a Berkeley. Pasaron siete meses hasta que Tom volvió a tener noticias de ella: una llamada telefónica en plena noche, y su voz al otro lado de la línea cantándole «Cumpleaños feliz», tan dulce e inocente como siempre.

Y luego, nada. Aurora se esfumó tan absoluta y misteriosamente como antes de su aparición en Michigan, y pese a todos sus esfuerzos Tom no llegaba a entender por qué. ¿Es que no era su amigo? ¿Acaso no podía contar con él en cualquier lío en que se viera metida? Se sintió dolido, luego furioso, deprimido después, y a medida que los dilatados meses de silencio se prolongaban hasta sumar más de un año, el suplicio que padecía se transformó en un hondo y creciente abatimiento, en la convicción de que algo horrible le había ocurrido. En el otoño de 1997, renunció definitivamente a la tesis doctoral. La víspera de su marcha de Ann Arbor, recogió todos sus apuntes, sus esquemas y sus listas, los incontables borradores de su desastre de trece capítulos, y una por una fue quemando todas las hojas en un bidón de petróleo en el patio. En cuanto se extinguió la gran hoguera melvilleana, uno de sus compañeros lo llevó en coche a la estación de autobuses, y una hora después se encontraba de camino a Nueva York. A las tres semanas de su llegada, empezó su época de taxista, y a continuación, seis semanas después, recibió una llamada de Aurora. Ni desesperada ni angustiada, explicó Tom, ni en grandes apuros ni con necesidad de dinero: simplemente quería verlo.

Se vieron al día siguiente para comer, y durante los primeros veinte o treinta minutos Tom no pudo dejar de mirarla. Ya tenía veintiséis años y seguía siendo preciosa, más guapa que cualquier mujer que hubiera conocido, pero había cambiado por completo de aspecto. Continuaba pareciéndose a su hermana, pero la mujer que se sentaba frente a él era una Aurora diferente, y Tom no llegaba a decidir si prefería la nueva versión o la antigua. En el pasado, solía llevar larga y suelta su espléndida melena; se ponía maquillaje, joyas, anillos en cada dedo, y tenía arte para vestirse con ropa imaginativa, heterodoxa: botas de cuero verde y zapatillas chinas, chaquetas de motociclista y blusas de seda, guantes de encaje y estrafalarios pañuelos de cuello; un estiro entre punk y distinguido, que parecía expresar su condición juvenil y su actitud de a la mierda todo. Ahora, en comparación, su apariencia era correcta y formal. Llevaba el pelo más corto, a lo paje; no iba maquillada salvo por un tenue toque de lápiz de labios; y su atuendo era en exceso convencionaclass="underline" falda tableada de color azul, suéter blanco de cachemir, y unos zapatos marrones de tacón sin nada de particular. Ningún pendiente, sólo un anillo en el dedo anular de la mano derecha, y nada en torno al cuello. Tom no se atrevía a preguntarle, pero dudaba si seguía teniendo el tatuaje del águila en el hombro izquierdo; o si, en algún esfuerzo para purificarse, para borrar todo rastro de su vida anterior, se había sometido al penoso procedimiento de suprimir el abigarrado pájaro multicolor.

No cabía duda de que se alegraba de verlo, pero al mismo tiempo la notó reacia a hablar de algo que no fuera el presente. No le ofreció disculpas por no haber llamado en todo aquel tiempo, y cuando llegó el momento de explicar sus andanzas desde que se marchó de Ann Arbor, despachó el asunto con unas breves frases. Un Mundo Feliz se disolvió menos de un año después; ella cantó con otros dos grupos en el norte de California; hubo hombres, y luego más hombres, y empezó a aficionarse demasiado a las drogas. Por fin, dejó a Lucy con dos amigas suyas -una pareja de lesbianas casi cincuentonas que vivían en Oakland- e ingresó en una clínica de desintoxicación, donde logró restablecerse al cabo de seis meses. La historia entera contada en menos de dos minutos, y como todo fue tan rápido, Tom se quedó perplejo y no le pidió más detalles. Luego Rory se puso a hablar de un tal David Minar, el responsable de su grupo en la clínica, que ya se había curado cuando ella terminó la desintoxicación y empezó el programa de rehabilitación. Él solo, sin ayuda de nadie, fue quien la salvó, aseguró Rory, y sin él jamás habría salido adelante. Más aún, era el único hombre que había conocido que no la consideraba estúpida, que no estaba pensando en follar las veinticuatro horas del día, y que no andaba tras ella sólo por su cuerpo. Sin contar a Tom, claro estaba, pero ninguna chica podía casarse con su hermano, ¿verdad? Eso estaba prohibido, así que se iba a casar con David. Ya se habían trasladado a Filadelfia, donde vivían con su madre mientras encontraban trabajo. Lucy iba a un buen colegio, y David pensaba adoptarla en cuanto se casaran. Por eso había ido ella a Nueva York: para pedir a Tom su aprobación y preguntarle si quería ser su padrino de boda. Sí, contestó Tom, claro que quería, se sentiría muy complacido. Pero ¿y su padre, preguntó él, no le correspondía a él llevar a su hija al altar? Quizá sí, contestó Rory, pero su padre no se preocupaba de ellos, ¿verdad? No pensaba más que en su mujer y sus hijos de ahora, y además era demasiado tacaño para pagarse un billete de avión de Los Angeles a Filadelfia. No, concluyó, tenía que ser Tom. O él o nadie.