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– Acabo de mudarme a este barrio -proseguí-, y estoy buscando una buena tienda de material de dibujo. Cuando la vi ahí de pie, con el peto, pensé que podía ser artista. Ergo, decidí preguntarle.

La B. P. M. sonrió. No estaba seguro de si era porque no me creía o porque le hacía gracia la falta de inspiración de mi pregunta, pero al examinar su rostro y ver las arrugas que se le formaban en torno a los ojos y la boca, comprendí que era algo mayor de lo que había pensado al principio. Treinta y cuatro o treinta y cinco, quizá: no es que importara lo más mínimo ni que le quitara una pizca de aquel brillo juvenil. Aunque sólo me había dicho dos palabras -¿Una pregunta?-, yo ya había identificado la resonante tonalidad del nativo de Brooklyn, ese acento inconfundible, tan ridiculizado en otras partes del país, pero que a mí me suena como la más acogedora, la más humana de todas las voces norteamericanas. Impulsados por aquella voz, se pusieron en marcha los engranajes de mi cerebro, y cuando volvió a hablarme, ya había bosquejado la historia de su vida. Nacida aquí, dije para mis adentros, y criada también aquí, tal vez en la misma casa frente a cuya puerta se encontraba ahora. Padres trabajadores, ya que la afluencia de la clase media a Brooklyn no empezó hasta mediados de los setenta, lo que significaba que cuando ella nació (entre mediados y finales de los setenta) aquello aún era un barrio sórdido, con aspecto de abandono, habitado por laboriosos emigrantes y familias obreras (el Brooklyn de mi propia infancia), y el edificio de cuatro plantas de piedra rojiza que se erguía a su espalda, que ahora podría ponerse a la venta por ochocientos o novecientos mil dólares, en aquella época habría valido menos que nada. Asiste al colegio del barrio, cursa estudios universitarios sin salir de allí, se enamora varias veces y rompe unos cuantos corazones, acaba casándose y cuando mueren sus padres hereda la casa donde ha crecido. Si no era eso exactamente, por ahí andaba. La B. P. M. parecía demasiado a gusto en su entorno como para ser forastera, demasiado segura de sí misma para haber venido de cualquier otra parte. Aquél era su sitio, y reinaba en el barrio como si fuera suyo desde que su madre la trajo al mundo.

– ¿Siempre juzga usted a la gente por la ropa que lleva? -inquirió.

– No es un juicio -repuse-, sólo una conjetura. Puede que sea una suposición estúpida, pero si usted no es pintora, escultora o artista de alguna clase, entonces será la primera vez que me equivoco con respecto a una persona. Es mi especialidad. Miro a la gente y adivino lo que hace.

Esbozó otra sonrisa que acabó en carcajada. ¿Quién es este absurdo individuo, debía de preguntarse, y por qué me habla de ese modo? Decidí que había llegado el momento de presentarme.

– Por cierto, me llamo Nathan. Nathan Glass.

– Hola, Nathan. Yo me llamo Nancy Mazzucchelli. Y no soy artista.

– ¿No?

– Diseño joyas.

– Eso es hacer trampa. Claro que eres artista.

– La mayoría de la gente me llamaría artesana.

– Supongo que eso depende de lo bien que se te dé. ¿Vendes las piezas que haces?

– Por supuesto. Tengo un negocio.

– ¿Tienes una tienda en el barrio?

– Tienda, no. Pero hay una serie de sitios en la Séptima Avenida donde venden mis cosas. Y yo también las vendo, en casa.

– Ah, entiendo. ¿Llevas viviendo mucho tiempo aquí?

– Toda la vida. He nacido y me he criado aquí mismo.

– Una nativa de Park Slope de los pies a la cabeza.

– Eso es. Hasta la médula.

Ahí lo tenía: una confesión completa. Sherlock Holmes lo había vuelto a conseguir, y tanto me maravillaba mi demoledora capacidad de deducción, que deseé haber sido dos para darme una palmadita en la espalda. Ya sé que puedo parecer arrogante, pero ¿cuántas veces se logra un triunfo intelectual de esa magnitud? Con sólo oírle decir dos palabras, había adivinado toda la puñetera historia. Si Watson hubiera estado allí, habría sacudido la cabeza mascullando algo entre dientes.

Entretanto, Tom seguía plantado en la acera de enfrente, y decidí que ya era hora de que interviniera en la conversación. Al volverme y hacerle un gesto para que viniera, dije a la B. P. M. que era mi sobrino y que trabajaba de encargado en la sección de libros raros del Brightman's Attic.

– Conozco a Harry -repuso Nancy-. Trabajé con él un verano antes de casarme. Un tío extraordinario.

– Sí, es un tío estupendo. No hay muchos como él.

Sabía que a Tom no le gustaría verse arrastrado a una situación de la que no quería ser partícipe, pero se acercó a nosotros de todos modos: ruborizándose, la cabeza gacha, con aire de perro apaleado. De pronto lamenté la faena que le estaba haciendo, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás y pedir disculpas, dé modo que seguí adelante y le presenté a la Reina de Brooklyn, no sin dejar de jurar sobre la tumba de mi hermana que nunca jamás volvería a meterme en los asuntos de nadie.

– Tom -anuncié-, ésta es Nancy Mazzucchelli. Empezamos a hablar sobre tiendas de material de dibujo del barrio, pero luego cambiamos de tema y nos pusimos a charlar de joyas. Aunque no te lo creas, ha vivido toda la vida en esta casa.

Sin atreverse a levantar los ojos del suelo, Tom alargó el brazo derecho y estrechó la mano de Nancy.

– Encantado de conocerte -afirmó.

– Me ha dicho Nathan que trabajas en la librería de Harry Brightman -repuso ella, enteramente ignorante de la trascendencia de aquel momento.

Tom la acababa de tocar, por fin había oído su voz, y con independencia de si aquello sería suficiente para romper el hechizo, se había establecido contacto, lo que significaba que en lo sucesivo Tom tenía que considerarla bajo una nueva perspectiva. Ya no era la B. P. M., sino Nancy Mazzucchelli. Y aunque fuese preciosa, no dejaba de ser una chica normal y corriente que hacía joyas para ganarse la vida.

– Sí -contestó Tom-. Hace seis meses que trabajo allí. Me gusta.

– Nancy también ha trabajado en la librería -apunté-. Antes de casarse.

En lugar de responder a mi observación, Tom miró su reloj y anunció que tenía que marcharse. Aún sin entender nada, el objeto de su adoración se despidió tranquilamente de él.

– Encantada de conocerte, Tom -le dijo-. Espero que volvamos a vernos.

– Sí, yo también lo espero -contestó él, y entonces, para mi sorpresa, se volvió hacia mí y me estrechó la mano-. Sigue en pie lo de la comida, ¿no?

– Pues claro -repuse, aliviado al ver que no estaba tan molesto como había pensado-. En el mismo sitio, a la misma hora.

Y se marchó, arrastrando los pies por la acera con su aire parsimonioso, empequeñeciéndose cada vez más en la distancia.

Cuando se alejó lo bastante para que no nos oyera, Nancy dijo:

– Es muy tímido, ¿verdad?

– Ya lo creo. Pero es noble y buena persona. De lo mejorcito que hay.

La B. P. M. sonrió.

– ¿Sigues queriendo que te recomiende una tienda de material de dibujo?

– Sí, por favor. Pero también me interesaría ver tus joyas. El cumpleaños de mi hija es dentro de poco, y todavía no le he comprado el regalo. A lo mejor me puedes ayudar a elegir algo para ella.

– Puede que sí. ¿Por qué no entramos y echas una mirada?

SOBRE LA ESTUPIDEZ DE LOS HOMBRES

Acabé comprando un collar que costaba cerca de ciento sesenta dólares (treinta dólares menos del precio marcado por pagar al contado). Era un trabajo fino y delicado, con pequeñas piezas de topacio, granate y cristal tallado ensartadas en una delgada cadena de oro, y estaba seguro de que realzaría el esbelto cuello de Rachel. Había mentido con respecto a su cumpleaños -para el que aún faltaban tres meses-, pero me figuré que no estaría de más enviar una nueva ofrenda de paz como complemento de la carta que había escrito el martes. Cuando falla todo lo demás, acósalas con muestras de amor.

Nancy tenía el taller en la planta baja de la casa, en una habitación trasera con ventanas al jardín, que no era tanto un jardín como un pequeño patio de recreo, con unos columpios en un rincón, un tobogán de plástico en otro, y un montón de juguetes y pelotas de goma en el medio. Mientras examinaba minuciosamente los diversos anillos, collares y pendientes que tenía para vender, mantuvimos una charla bastante agradable sobre una variedad de temas. Resultaba fácil hablar con ella -era una persona abierta, generosa, verdaderamente afable y simpática-, pero lamentablemente, según comprobé, de inteligencia no muy aguda, ya que pronto me informó de que creía fervientemente en la astrología, el poder de los cristales y toda clase de paparruchas tipo New Age. Bueno, y qué. Nadie es perfecto como dicen en esa famosa película; ni siquiera la Bella y Perfecta Madre. Lo siento por Tom, pensé. Se llevaría una tremenda decepción si alguna vez lograba entablar una conversación seria con ella. Aunque, mirándolo bien, quizá fuese mejor así.