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Había adivinado ciertos hechos fundamentales de su vida, pero seguía teniendo curiosidad por saber si el resto de mis teorías holmesianas continuaban siendo válidas o no. En consecuencia, seguí haciéndole preguntas; como el que no quiere la cosa, aprovechando la ocasión siempre que podía, yendo con todo el tiento posible. El resultado fue un tanto desigual. Había acertado en la cuestión de los estudios (Colegio 321, Instituto Midwood, dos años en la Universidad de Brooklyn antes de dejar los estudios para probar suerte como actriz, lo que al final quedó en nada), pero me había equivocado en lo de heredar la casa a la muerte de sus padres. Su padre había muerto, pero su madre no sólo seguía en este mundo sino que derrochaba vitalidad. Ocupaba la habitación más grande de la casa, todos los domingos montaba en bicicleta por el Prospect Park, y a sus cincuenta y ocho años seguía trabajando de secretaria en un bufete de abogados cerca del centro de Manhattan. Adiós a mis dotes adivinatorias. Adiós al ojo infalible de Glass.

Nancy llevaba siete años casada y se refería a su marido como Jim y Jimmy, indiferentemente. Cuando le pregunté si el Mazzucchelli era él o si había conservado su apellido de soltera, se echó a reír y anunció que su marido era irlandés de pura cepa. Bueno, repuse, al menos Italia e Irlanda empezaban con la letra I. Eso le arrancó otra carcajada, y entonces, sin dejar de reír, me dijo que el nombre de su madre y el apellido de su marido eran el mismo.

– ¿Ah, sí? -dije yo-. ¿Y cuál es?

– Joyce.

– ¿Joyce? -Hice una pausa en una especie de mudo asombro, y añadí-: ¿Quieres decir que estás casada con un hombre que se llama James Joyce?

– Ajá. Exactamente igual que el escritor.

– Increíble.

– Lo curioso es que los padres de Jim no saben nada de literatura. Ni siquiera han oído hablar de James Joyce. Le pusieron Jim porque así se llamaba el padre de su madre, James Murphy.

– Bueno, espero que Jim no sea escritor. No sería muy divertido tratar de publicar algo con ese nombre grabado en la frente.

– No, no, mi Jim no escribe. Es mezclador de sonido.

– ¿Que es que?

– Mezclador de sonido.

– No sé qué es eso.

– Crea efectos sonoros en las películas. Forma parte de la posproducción. Los micros no siempre recogen todo lo que se oye en el plató. Pero pongamos que el director quiere tener el sonido de alguien que va pisando la grava por el camino de entrada de una casa, ¿sabes a lo que me refiero? O el ruido de cuando se pasa la página de un libro, o el de cuando se abre una caja de galletas: eso es lo que hace Jimmy. Es un trabajo genial. Muy preciso, muy interesante. La verdad es que trabajan mucho para que las cosas salgan como es debido.

Cuando Tom y yo nos vimos para comer a la una en punto, le di un informe exhaustivo de todo lo que había logrado averiguar en mi charla con Nancy. Lo encontré especialmente animado, y más de una vez me dio las gracias por haber tomado aquella iniciativa por la mañana y obligarlo a encontrarse cara a cara con la B. P. M.

– No sabía cómo ibas a reaccionar -le expliqué-. Cuando crucé la calle y me planté en la acera de enfrente, estaba convencido de que te ibas a enfadar conmigo.

– Me pillaste desprevenido, eso es todo. Lo que hiciste estuvo bien, Nathan, le echaste valor y fue algo estupendo.

– Eso espero.

– Nunca la había visto tan de cerca. Es absolutamente deslumbrante, ¿verdad?

– Sí, muy bonita. La chica más guapa del barrio.

– Y buena persona. Eso sobre todo. Se nota cómo irradia bondad por todos los poros de su piel. No es una de esas bellezas estiradas que se lo tienen tan creído. Le gusta la gente.

– Con los pies en la tierra, como suele decirse.

– Sí, eso es. Con los pies en la tierra. Ya no une siento intimidado. La próxima vez que la vea, podré decirle hola, hablar con ella. Incluso podríamos hacer amistad, con el tiempo.

– Lamento desilusionarte, pero después de hablar con ella esta mañana une parece que no tenéis mucho en común. Sí, es una chica encantadora, pero no posee muchas luces, Tom. Inteligencia media, en el mejor de los casos. Fue a la universidad pero colgó los estudios. No le interesan los libros ni la política. Si le preguntas quién es el ministro de Asuntos Exteriores, no sabrá responderte.

– ¿Y qué? Es posible que yo haya leído más libros que cualquiera que esté ahora mismo en el restaurante, ¿y de qué une sirve? Los intelectuales son una mierda, Nathan. Es la gente más aburrida del mundo.

– Puede ser. Pero lo primero que te pregunta es tu signo del zodiaco. Y luego tienes que pasarte veinte minutos hablando de horóscopos.

– No une importa.

– Pobre Tom. Estás completamente chalado por ella, ¿verdad?

– No lo puedo remediar.

– Entonces, ¿cuál va a ser el próximo paso? ¿Matrimonio o simplemente la clásica aventura amorosa?

– Si no une equivoco, creo que ya está casada.

– Un detalle sin importancia. Si quieres que el marido desaparezca del mapa, lo único que tienes que hacer es decirlo. Tengo buenos contactos, chaval. Pero, tratándose de ti, puede que me encargue personalmente del trabajo. Ya estoy viendo los titulares. EX AGENTE DE SEGUROS ASESINA A JAMES JOYCE.

– Ja, ja.

– Pero tengo que decirte algo bueno de tu Nancy. Hace unas joyas muy bonitas.

– ¿Tienes ahí el collar?

Metí la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y saqué el estrecho y alargado estuche que contenía mi adquisición de la mañana. Justo cuando estaba abriendo la tapa, Marina llegó a la mesa con nuestros sándwiches. No queriendo excluirla de la ceremonia de presentación, moví el estuche hacia ella para que también pudiera vedo. El collar estaba colocado a lo largo de una tira de algodón blanco, y Marina, inclinándose para observarlo mejor, enseguida dio su veredicto.

-Ah, qué linda [4] -dijo-, qué cosa más bonita.

Tom secundó su opinión con un silencioso movimiento de cabeza, sin duda demasiado emocionado para articular palabra mientras pensaba en su querida Nancy, cuyas celestiales manos habían labrado el pequeño y destellante objeto que tenía ante los ojos.

Saqué el collar de la caja y se lo tendí a Marina.

– ¿Por qué no te lo pruebas? -sugerí-. Para que lo veamos puesto.

Ésa era mi primera intención -simplemente que nos sirviera de modelo-, pero en cuanto cogió el collar y lo sostuvo con las manos sobre su piel canela (aquel pequeño espacio de pecho al descubierto justo por debajo del primer botón desabrochado de la blusa color turquesa), cambié súbitamente de opinión. Quería regalárselo. Siempre podría comprarle otro collar a Rachel, pero aquél le sentaba tan perfectamente a Marina que parecía suyo. Al mismo tiempo, si le daba la impresión de que une estaba insinuando (lo que era cierto, desde luego, aunque sin esperanzas), quizá sintiera que la ponía en una situación delicada y entonces se negaría a aceptado.

– No, no -le dije-. No lo sostengas así. Póntelo para ver cómo sienta.

Mientras ella intentaba cerrarse el broche en la nuca, traté de pensar apresuradamente en algo que pudiera vencer su resistencia.

– Me han dicho que hoy es tu cumpleaños -aventuré-. ¿Es verdad, Marina, o me estaban tomando el pelo?

– Hoy no -contestó-. La semana que viene.

– Esta semana, la que viene, ¿qué más da? Es pronto, lo que significa que ya estás viviendo dentro del aura del aniversario. Lo llevas escrito en la cara.

Marina acabó de ponerse el collar y sonrió.

– ¿Aura del aniversario? ¿Qué es eso?

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[4] En español en el original. (N del T.)