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– He comprado hoy ese collar por nada en especial. Quería regalárselo a alguien, pero no sabía a quién. Y ahora que he visto lo bien que te sienta, quiero que lo lleves tú. Eso es el aura del aniversario. Una fuerza poderosa que obliga a la gente a hacer toda clase de cosas raras. No lo sabía en aquel momento, pero estaba comprando el collar para ti.

Al principio se puso muy contenta, y pensé que no iba a haber problema. Por la manera de mirarme con sus vivarachos ojos castaños no cabía duda de que deseaba quedárselo, de que se sentía conmovida y halagada por el gesto, pero luego, cuando pasó la repentina oleada de satisfacción, empezó a pensarlo un poco, y vi aparecer en esos ojos castaños la duda y la confusión.

– Es usted un tío estupendo, señor Glass -declaró-, y se lo agradezco muchísimo. Pero no puedo aceptar regalos suyos. No estaría bien. Es un cliente.

– No te preocupes por eso. Si quiero regalar algo a mi camarera favorita, ¿quién me lo va a impedir? Ya soy viejo, y los viejos hacen lo que se les antoja.

– Usted no conoce a Roberto -repuso ella-. Es muy celoso.

No le gusta que acepte cosas de otros hombres.

– Yo no soy un hombre. Sólo soy un amigo que quiere hacerte feliz.

En ese momento, Tom metió finalmente cuchara en la conversación.

– Estoy seguro de que no lo hace con mala intención -afirmó-. Ya sabes cómo es Nathan, Marina. Está un poco chalado, tan impulsivo…, siempre haciendo cosas raras.

– Sí que está chiflado -convino ella-. Pero aparte de eso es muy buena persona. Sólo que no quiero problemas. Ya saben lo que pasa. Una cosa lleva a la otra, y luego… bum.

– ¿Bum? -inquirió Tom.

– Sí, bum. Y no me pida que le explique lo que significa eso.

– De acuerdo -dije, comprendiendo de pronto que su matrimonio era mucho menos apacible de lo que había supuesto-. Creo que tengo la solución. Marina se queda con el collar, pero no se lo lleva a casa. Lo deja siempre aquí, en el restaurante. Lo lleva en el trabajo, y por la noche lo guarda en la caja. Tom y yo venimos todos los días y admiramos el collar, y Roberto nunca se entera de nada.

Era una propuesta tan turbia y ridícula, una argucia tan pobre y tortuosa, que Tom y Marina se echaron a reír.

– Vaya con Nathan -dijo Marina-. Menudo viejo cuco está hecho usted.

– No tan viejo -apostillé.

– ¿Y qué pasa si por casualidad se me olvida quitarme el collar? -preguntó ella-. ¿Qué ocurre si me presento una noche en casa con él puesto?

– Tú nunca harías eso -contesté-. Eres demasiado lista.

Y así es como la joven y cándida Marina Luisa Sánchez González se vio obligada a aceptar el regalo de cumpleaños, y yo recibí por mis desvelos un beso en la mejilla, un ósculo tierno y prolongado que recordaré hasta el fin de mis días. Ésas son las ventajas propias de los hombres estúpidos. Y yo no soy sino eso un verdadero estúpido. Me gané un beso y una radiante sonrisa de agradecimiento, pero también me busqué algo con lo que no contaba. Se trataba de la irrupción del señor Problemas, y cuando llegue el momento de su aparición, haré una relación completa de los hechos. Pero ahora es viernes por la tarde, y hay otros asuntos más urgentes que atender. El fin de semana está a punto de comenzar, y menos de treinta horas después de que saliéramos del Cosmic Diner, Tom y yo estábamos sentados en otro restaurante con Harry Brightman, cenando, bebiendo vino y lidiando con los misterios del universo.

CENANDO Y BEBIENDO

Sábado por la noche. 27 de mayo de 2000. Un restaurante francés de la calle Smith, en Brooklyn. Tres hombres están sentados a una mesa redonda al fondo de la estancia, en el ángulo izquierdo: Harry Brightman (el otrora Dunkel), Tom Wood y Nathan Glass. Acaban de pedir la cena al camarero (tres entrantes diferentes, tres platos principales distintos, dos botellas de vino: una de blanco, otra de tinto) y prestan de nuevo atención al aperitivo que les han servido en la mesa al poco de entrar en el restaurante. Tom tiene un vaso de bourbon (Wild Turkey), Harry da sorbos de un martini con vodka, y mientras Nathan bebe otro largo trago de su whisky de malta sin hielo (Macallan de doce años), se pregunta si no le apetecerá otro antes de que sirvan la cena. Bueno, ya está bien de escenografía. Una vez que se inicie la conversación, las acotaciones se reducirán al mínimo. En opinión del autor; únicamente las palabras pronunciadas por los personajes referidos tienen importancia para la narración. Por ese motivo, no habrá descripciones de la ropa que llevan, ni observaciones sobre los platos que comen, ni pausas cuando uno de ellos se levanta para ir al servicio, ni interrupciones del camarero, y ni una palabra sobre la copa de vino tinto que Nathan se derrama en los pantalones.

TOM: No estoy hablando de salvar el mundo. En estos momentos, me conformo con salvarme a mí mismo. Y a algunas de las personas que quiero. Como tú, Nathan. Y tú también Harry.

HARRY: ¿Por qué te pones tan melancólico, muchacho? Estás a punto de que te sirvan la mejor cena que has disfrutado en años, eres el más joven de los que estamos sentados a la mesa y, que yo sepa, no padeces ninguna enfermedad grave. Fíjate en Nathan. Ahí lo tienes, con cáncer de pulmón y no ha fumado nunca. Y yo he tenido dos ataques al corazón. ¿Nos oyes quejamos? Somos las personas más felices del mundo.

TOM: No, tú no eres feliz. Eres tan desgraciado como yo.

NATHAN: Harry tiene razón, Tom. No es para tanto.

TOM: Sí que lo es. Si acaso, para más aún.

HARRY: Por favor, define ese «lo». Ya ni siquiera sé de qué estamos hablando.

TOM: El mundo. Ese gran agujero negro que llamamos mundo.

HARRY: Ah, el mundo. Sí, claro. No faltaba más. El mundo es un asco. Todo el mundo lo sabe. Pero procuramos no hacer caso, ¿verdad?

TOM: No, eso es imposible. Nos guste o no, estamos metidos en él hasta el cuello. Nos rodea por todas partes, y cada vez que levanto la cabeza y echo una mirada alrededor, lo que veo me da náuseas. Tristeza y repugnancia. Y decían que la Segunda Guerra Mundial había arreglado las cosas, al menos para unos siglos. Pero todavía seguimos despedazándonos unos a otros, ¿no es así? Nos seguimos odiando igual que siempre.

NATHAN: Así que de eso es de lo que estamos hablando. De política.

TOM: Entre otras cosas, sí. Y de economía. Y de avaricia. Y del horrible lugar en que se ha convertido este país. Los fanáticos de la derecha cristiana. Los millonarios veinteañeros del punto como El Canal del Golf. El Canal del Porno. El Canal del Vómito. El capitalismo triunfante, sin nada que se le oponga ya. Y todos tan contentos, tan satisfechos de nosotros mismos, mientras medio mundo se muere de hambre y no movemos un dedo para ayudarlo. No lo aguanto más, caballeros. Quiero irme.

HARRY: ¿Irte? ¿Adónde? ¿A Júpiter? ¿Plutón? ¿Algún asteroide de la galaxia de al lado? Pobre Tom, que se queda solito en medio del espacio. Como el Principito abandonado en el desierto.

TOM: Dime tú adónde ir, Harry. Estoy abierto a cualquier sugerencia.

NATHAN: Un lugar donde vivir como uno quiera. De eso es de lo que estamos hablando, ¿no? Una nueva versión de El Edén imaginario. Pero para eso tienes que estar dispuesto a renunciar a la sociedad. Eso es lo que me dijiste. Ya hace mucho tiempo, pero creo que empleaste la palabra coraje. ¿Tienes coraje, Tom? ¿Tiene alguno de nosotros el coraje necesario para eso?

TOM: Todavía te acuerdas de ese trabajo mío de la universidad, ¿eh?

NATHAN: Me causó gran impresión.

TOM: Por entonces no era más que un pipiolo, aún no me había licenciado. No sabría mucho, pero seguramente era más listo que ahora.

HARRY: ¿A qué nos estamos refiriendo?

NATHAN: Al refugio interior, Harry. Al lugar adonde acude la gente cuando ya no puede vivir en el mundo real.

HARRY: Ah, yo tuve uno. Como todo el mundo, supongo.

TOM: No necesariamente. Hace falta una buena imaginación, ¿y cuánta gente puede presumir de eso?

HARRY (cerrando los ojos; apretándose las sienes con los dedos): Ahora lo recuerdo todo. El Hotel Existencia. No tenía más que diez años, pero aún recuerdo el momento exacto en que me vino la idea a la cabeza, el preciso instante en que se me ocurrió ese nombre. Era un domingo por la tarde, durante la guerra. Tenía la radio puesta, y estaba sentado en el salón de casa, en Buffalo, con un ejemplar de la revista Life, mirando fotografías de las tropas estadounidenses en Francia. Nunca había estado en un hotel, pero como había visto muchos por fuera cuando mi madre me llevaba al centro sabía que eran sitios especiales, fortalezas que protegían de la miseria y las mezquindades de la vida cotidiana. Me encantaban los hombres de uniforme azul que estaban frente al Remington Arms. Adoraba el brillo de las molduras de las puertas giratorias del Excelsior. Me atraía la inmensa araña que colgaba en el vestíbulo del Ritz. La única función de un hotel era ofrecer comodidades y bienestar a la gente, que nada más firmar el registro y subir a la habitación podía tener todo lo que quisiera con sólo pedido. Un hotel representaba la promesa de un mundo mejor; más que un edificio, era una oportunidad, la ocasión de vivir dentro de los propios sueños.