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Pensaba volver directamente a casa. Me habían ocurrido un par de anécdotas de camino a la joyería, y estaba deseoso de sentarme a la mesa de trabajo y añadirlas al Libro del desvarío humano, que no dejaba de crecer. No me había molestado en contar las que había escrito hasta el momento, pero para entonces debía de haber cerca de cien, y por el modo en que se presentaban, surgiendo a todas horas del día y de la noche (a veces incluso en sueños), sospechaba que habría elementos suficientes para que el proyecto se prolongara durante varios años. Pero hete aquí que, veinte segundos después de salir de la tienda, ¿con quién me encuentro sino con Nancy Mazzucchelli, la B. P. M en persona? Llevaba dos meses viviendo en aquel barrio había dado largos paseos por la mañana y por la tarde, había entrado en innumerables tiendas y restaurantes, me había sentado en la terraza del Circle Café para observar a los centenares de personas que pasaban por la avenida, pero hasta aquel domingo por la mañana nunca la había visto en público ni siquiera de lejos. No quiero insinuar que había pasado por delante de mí y no me había fijado en ella. Yo miro a todo el mundo, y si hubiera visto antes a aquella mujer (que era nada menos que la reina y soberana de Park Slope), la habría recordado. Ahora, a raíz de nuestro encuentro improvisado delante de su casa el viernes, el panorama había cambiado bruscamente. Como un término que se añade al propio vocabulario en una etapa tardía de la vida -y que entonces se empieza a oír por todas partes-, Nancy Mazzucchelli aparecía de pronto en todos los sitios por donde yo pasaba. A partir de aquel encuentro dominical, raro era el día en que no me encontraba con ella, en el banco, en la oficina de correos o por alguna calle del barrio. Acabó presentándome a sus hijos (Devon, la niña, y Sam, el niño); a su madre, Joyce; y a su marido, Jim, el técnico de sonido que se llamaba James Joyce pero que no era Joyce. De total desconocida, la B. P. M. se convirtió de pronto en parte integrante de mi vida. Aunque en las siguientes páginas de este libro apenas se la mencione, Nancy está ahí. Hay que buscarla entre líneas.

Aquel primer domingo no hablamos gran cosa. Hola, Nathan; hola, Nancy; qué tal; muy bien, ¿y Tom?; qué día tan espléndido; me alegro de verte. Esas cosas. Charla de pueblo en el corazón de la gran ciudad. Si hay algún detalle significativo que consignar, es el hecho de que no llevaba el peto. Aquel día hacía un calor inhabitual, y Nancy se había puesto una camiseta blanca de algodón y unos vaqueros. Como llevaba la camiseta remetida en los pantalones, pude observar que tenía el vientre liso. Eso no significaba que no estuviera embarazada, desde luego, pero aun cuando se encontrara en los días iniciales del primer trimestre, el viernes pasado no se había puesto el peto para ocultar prominencia alguna. Tomé nota mentalmente para decírselo a Tom en cuanto lo viera.

Lo primero que hice el lunes por la mañana fue enviar el collar a Rachel junto con una breve nota (Pienso en ti… Con cariño, papá), pero hacia las nueve de la noche empecé a preocuparme. Había echado la carta al buzón el martes por la noche. Suponiendo que hubiera salido el miércoles por la mañana, debería de haberle llegado el sábado; o el lunes, a más tardar. A mi hija nunca se le había dado bien eso de escribir cartas (se comunicaba principalmente mediante correo electrónico, instrumento del que yo no disponía), y por tanto esperaba que se pusiera en contacto conmigo por teléfono. Como el sábado y el domingo no había habido noticias, era de suponer que llamaría el lunes. A partir de las seis de la tarde, cuando volviera del trabajo y leyera mi carta. Por mucho que la hubiera ofendido, me parecía inconcebible que Rachel no contestara a lo que le decía en la misiva. Me quedé en el apartamento esperando a que sonara el teléfono, pero a las nueve de la noche no había ocurrido nada. Aunque hubiera decidido dejar la llamada para después de la cena, a esa hora ya habría terminado de cenar. Con cierta desesperación, algo asustado y más que apurado por la inquietud y el temor que sentía, acabé armándome de valor para marcar su número. No había nadie. El contestador automático se puso en marcha al cuarto tono, pero colgué antes de oír la señal sonora. Lo mismo sucedió el martes.

Y el miércoles.

No sabiendo ya qué hacer, decidí llamar a Edith y preguntarle lo que pasaba. Rachel y ella estaban en contacto permanente, y aunque la perspectiva de hablar con mi ex me producía cierto malestar, no había motivo para suponer que no me daría una respuesta clara. Pero la equis de ex es la cruz que nos marca, según había dicho Harry de manera tan elocuente. Para entonces, el único contacto que tenía con mi ex abnegada esposa se limitaba a ver su firma en el dorso de los cheques con que le pasaba pensión. Edith presentó la demanda de divorcio en noviembre de 1998, y un mes después, mucho antes de que saliera la sentencia, me diagnosticaron el cáncer. En su favor he de decir que me permitió quedarme en casa todo el tiempo necesario, lo que explica por qué tardamos tanto en ponerla a la venta. Cuando la vendimos, utilizó una parte de su dinero en comprar un apartamento en Bronxville, que Rachel, con su habitual exuberancia de lenguaje, calificó de «muy bonito». Además había empezado a asistir a clases para adultos en Columbia, había hecho al menos un viaje a Europa, y, si los cotilleos eran ciertos, estaba saliendo con Jay Sussman, un viejo abogado amigo nuestro. Su mujer había muerto dos años antes, y como siempre había estado loco por Edith (a los maridos se les da bien detectar esas cosas), era lógico que le hiciera proposiciones una vez desaparecido yo de la escena. El viudo alegre y la divorciada feliz. Bueno, me alegro por los dos. Jay rondaba los setenta, desde luego, pero ¿quién era yo para poner objeciones a unas cuantas cenas a ritmo de tango y algún polvete crepuscular? Para ser completamente sincero, a mí no me habría venido mal una ración de lo mismo.

– Hola, Edith -dije cuando ella contestó al teléfono-. Soy el fantasma de la Navidad pasada.

– ¿Nathan?

Parecía sorprendida de oírme, y también un tanto contrariada.

– Siento molestarte, pero necesito cierta información, y tú eres la única persona que puede dármela.

– No será otra de tus bromas de mal gusto, ¿verdad?

– Ojalá.

Emitió un sonoro suspiro por el receptor.

– Ahora estoy ocupada. Date prisa, ¿vale?

– Ocupada con algún invitado, supongo.

– Supón lo que te dé la gana. No tengo que darte explicaciones de nada, ¿verdad?

Dejó escapar una extraña y aguda carcajada: una risa tan amarga, tan triunfal, tan cargada de impulsos reprimidos y contradictorios, que no supe cómo interpretarla. La risa de una ex esposa liberada, quizá. Que reía la última.

– No, claro que no. Eres libre de hacer lo que te apetezca. Lo único que te pido es cierta información.

– ¿Sobre qué?

– Rachel. Desde el lunes estoy intentando ponerme en contacto con ella, pero parece que no hay nadie en su casa. Sólo quiero saber si Terrence y ella están bien.

– Pero qué idiota eres, Nathan. ¿Es que no te enteras de nada?

– Por lo visto, no.

– Se fueron a Inglaterra el veinte de mayo, y no volverán hasta el quince de junio. Se acabó el semestre en Rutgers. Rachel estaba invitada a presentar una ponencia en un congreso en Londres, y ahora están pasando unos días con los padres de Terrence en Cornwall.

– No me lo dijo.

– ¿Y por qué tendría que decírtelo?

– Porque es mi hija, por eso.

– Si te portaras como un padre, quizá te lo habría dicho. Eso de estallar y ponerte a gritar hecho una furia fue algo horrible, Nathan. ¿Qué derecho tienes? Le hiciste mucho daño…, se quedó muy jodida.

– La llamé para disculparme, pero me colgó. Le he escrito una carta larga. Intento reparar el daño que le he hecho, Edith. La quiero mucho, ya lo sabes.

– Entonces ponte de rodillas y pide perdón. Pero no esperes que yo te ayude. Mi época de mediadora ha concluido.