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– No te estoy pidiendo ayuda. Pero si por casualidad te llama desde Inglaterra, podrías mencionarle que tiene una carta esperándola en casa. Y un collar, también.

– Ni lo sueñes, chico. No voy a decirle nada. Ni puñetera palabra. ¿Te has enterado?

Para que luego hablen del mito de la tolerancia y la buena voluntad entre parejas divorciadas. Al terminar la conversación, me dieron ganas de saltar al próximo tren que fuera a Bronxville estrangular a Edith con mis propias manos. Pero entonces me entraron náuseas. Aunque hay que reconocérselo a la chica. Su ira había sido tan virulenta, sus acusaciones y su desprecio tan agresivos, que en realidad me ayudó a tomar una decisión. No volvería a llamarla más. Nunca en la vida. Bajo ninguna circunstancia, en ningún momento. El divorcio nos había separado a los ojos de la ley, disolviendo el matrimonio que nos había unido durante tantos años, pero aun así seguíamos teniendo algo en común, y como seríamos los padres de Rachel durante todo el tiempo que nos quedara de vida, yo había supuesto que ese vínculo nos evitaría caer en un estado de permanente animosidad. Pero vi que no. Aquella llamada fue el final de todo, y en lo sucesivo Edith no sería más que un nombre para mí: cinco letras insignificantes que designaban a una persona que había dejado de existir.

Al día siguiente, jueves, almorcé solo. Tom iba a Manhattan con Harry por la tarde, para negociar con la viuda de un novelista recientemente fallecido la adquisición de los libros de la biblioteca de su marido. Según Tom, aquel novelista parecía conocer hasta el último escritor importante de los últimos cincuenta años, y tenía los estantes repletos de libros firmados y dedicados por sus ilustres amigos. «Ejemplares con dedicatoria», se denominaban esos libros en la profesión, y como eran muy buscados por los coleccionistas, según me explicó Tom, normalmente se vendían a buen precio. También me dijo que las visitas de ese tipo eran lo que más le gustaba de trabajar con Harry. No sólo le permitían salir de Brooklyn, de los confines de su despacho de la primera planta, sino que además le daban la oportunidad de ver a su jefe en acción.

– Monta un buen número -dijo Tom-. No para de hablar. Halaga, denigra, engatusa: un interminable amagar y no dar. Yo no creo en la reencarnación, pero si creyera, apostaría cualquier cosa a que en otra vida fue un vendedor de alfombras marroquí.

El miércoles había sido el día libre de Marina. El jueves, privado de la compañía de Tom, tenía más ganas de verla que nunca, pero cuando entré en el Cosmic Diner a la una en punto, Marina no estaba. Pregunté a Dimitrios, el dueño del restaurante, y me explicó que había llamado por la mañana para decir que no se encontraba bien y que probablemente faltaría algunos días. Me sentí profunda y absurdamente abatido. Después de la bronca que me había echado mi ex mujer la noche anterior, necesitaba recobrar la fe en el sexo femenino, ¿y quién mejor para ayudarme en esa empresa que la dulce Marina González? Antes de entrar en el restaurante, me la había imaginado con el collar puesto (cosa que ya había sucedido el lunes y el martes), y sabía que con sólo mirarla iba a encontrarme mucho mejor. Acongojado, pues, me senté solo en un reservado y pedí el almuerzo a Dimitrios, que sustituía a mi amor ausente. Como de costumbre, llevaba un libro en el bolsillo de la chaqueta (La conciencia de Zeno, que había comprado por recomendación de Tom), y como aquel día no tenía con quién hablar, abrí la novela de Svevo y me puse a leer.

Al cabo de dos párrafos, el individuo llamado señor Problemas hizo acto de presencia. Ése es el encuentro al que aludía hace quince o veinte páginas, y ahora que ha llegado el momento de hablar de él, me muero de vergüenza con sólo pensar en lo que pasó. Ese individuo, esa cosa que prefiero llamar Problemas, el ser de pesadilla que surgió de las profundidades de la nada, se hacía pasar por un mensajero de la U.P.S. de unos treinta años, cuerpo musculoso, buena forma y expresión iracunda en los ojos. No, la ira no hace justicia a lo que vi en aquel rostro. Furia sería más preciso, creo, o quizá rabia, e incluso locura homicida. Fuera lo que fuese, cuando entró como una tromba en el restaurante y preguntó a Dimitrios con voz fuerte y agresiva si Nathan andaba por allí, Nathan Glass, comprendí que el nombre en clave del señor Problemas era Roberto González. También supe que el collar ya no estaba en la caja. La pobre Marina había olvidado quitárselo cuando se fue a casa el martes por la noche. Un pequeño error, quizá, pero no pude evitar el recuerdo de cómo había empleado la expresión bum cuando intentó devolverme el regalo, y asociando esa palabra con el anuncio de Dimitrios de que no vendría en «algunos días», pensé en la paliza que le habría dado aquel hijo de puta.

El marido de Marina se sentó en el banco frente a mí y se inclinó sobre la mesa.

– ¿Eres Nathan? -inquirió-. ¿El cabrón de Nathan Glass?

– El mismo -repuse-. Sólo que mi primer nombre no es Cabrón, sino Joseph.

– Muy bien, listillo. Dime, ¿por qué lo has hecho?

– ¿El qué?

Se metió la mano en el bolsillo y tiró el collar sobre la mesa.

– Esto.

– Es un regalo de cumpleaños.

– A mi mujer.

– Sí. A tu mujer. ¿Qué tiene de malo? Marina me sirve el almuerzo todos los días. Es una chica estupenda y quise ofrecerle una muestra de mi gratitud. ¿Acaso no le doy propina cuando pago la nota? Pues, bueno, considera el collar como una buena propina.

– Eso no está bien, tío. Andar follando por ahí con mujeres casadas.

– Yo no ando fallando por ahí. Sólo le he hecho un regalo, nada más. Soy lo bastante viejo para ser su padre.

– Tienes polla, ¿no? Y todavía tienes cojones, ¿eh?

– La última vez que miré, seguían ahí.

– Te lo advierto, tío. Aléjate de Marina. Esa zorra es mía, y la próxima vez que te acerques a ella te mataré.

– No la llames zorra. Es una mujer. Y tienes mucha suerte de estar casado con ella.

– La llamaré lo que me dé la gana, gilipollas. Y esta -dijo, cogiendo el collar y balanceándolo frente a mis ojos-, esta mierda te la puedes comer para desayunar mañana por la mañana.

Lo cogió con ambas manos, y con un brusco tirón rompió en dos la cadena de oro. Las cuentas se desprendieron y saltaron por la mesa de formica; pero algunas se le quedaron en la mano, y cuando se levantó para marcharse me las arrojó a la cara.

– ¡La próxima vez te mato! -gritó, señalándome con el dedo como una marioneta trastornada-. ¡Déjala en paz, cabrón, o te mato!

Para entonces, todo el restaurante nos estaba mirando. No todos los días se sentaba uno a comer y se le regalaba un espectáculo tan absorbente, pero ahora que el señor Problemas ya me había amenazado, parecía que la función estaba a punto de acabar. O eso pensaba yo. González ya me había dado la espalda y avanzaba en dirección a la puerta, pero el paso entre mesas y reservados era estrecho, y antes de que pudiera salir, el gigantesco y panzudo Dimitrios se interpuso en su camino. Así empezó el segundo acto. Acorralado, con la sesera todavía enardecida, el exaltado González se puso a gritar a pleno pulmón.

– ¡Procure que ese cerdo no vuelva a entrar aquí! -ordenó, refiriéndose a mí-. ¡No lo deje entrar si quiere que Marina siga trabajando aquí! ¡O se irá!

– Que se vaya, entonces -repuso el dueño del Cosmic Diner-. Éste es mi restaurante, y nadie me dice lo que tengo que hacer en mi casa. Sin clientes, me quedo sin nada. Así que salga por esa puerta y diga a Marina que está despedida. No quiero verla más. En cuanto a usted…, si vuelve a aparecer otra vez por aquí, llamaré a la policía.

Acto seguido hubo algunos zarandeas y empujones, pero por fuerte y musculoso que fuera González, Dimitrios le venía grande, y finalmente, después de otra andanada de amenazas por una y otra parte, el marido de Marina desapareció del local. El imbécil había dejado a su mujer sin trabajo. Y lo que era peor -mucho peor aún-, comprendí que probablemente no la volvería a ver más.

Una vez restablecida la calma en el restaurante, Dimitrios se acercó a mi mesa y se sentó. Se disculpó por las molestias y me dijo que mi almuerzo corría por cuenta de la casa, pero cuando traté de convencerlo para que no despidiera a Marina, se mantuvo firme en su decisión. Había colaborado en la conspiración del collar y la caja registradora, pero el negocio era el negocio, concluyó, y aun cuando Marina le gustaba «un montonazo», no quería correr riesgos con aquel energúmeno que tenía por marido. Entonces añadió algo que me abrasó como la quemadura de un hierro de marcar.