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– No se preocupe -me aconsejó-. No es culpa suya.

Pero sí era culpa mía. Yo era el causante de todo aquel lío, y me despreciaba por el daño que había hecho a la inocente Marina. Su primer impulso había sido rechazar el collar. Sabía la clase de hombre que era su marido, pero en vez de escuchar lo que me decía, la había obligado a aceptarlo, y aquel estúpido paso, aquel hecho absurdo e insensato, no había traído más que problemas. Que Dios me castigue, dije para mis adentros. Que me arroje de cabeza al infierno, y me tenga mil años ardiendo.

Aquélla fue la última vez que almorcé en el Cosmic Diner. Todos los días voy por la Séptima Avenida y paso frente a la puerta, pero aún no he tenido valor para volver a entrar.

CHANCHULLOS

Aquella noche (jueves) había quedado con Harry para cenar en la Mike amp; Tony Steak House, en la esquina de la Quinta Avenida con la calle Carroll. Se trataba del mismo restaurante en que había hecho sus inquietantes revelaciones a Tom un par de meses atrás, y creo que lo eligió porque se sentía cómodo allí. La parte delantera del establecimiento era un bar de barrio donde se alentaba activamente a los parroquianos a fumar cigarrillos y puros, y donde los acontecimientos deportivos podían verse en un voluminoso televisor montado en la pared junto a la puerta. Pero, al cruzar el local y abrir la doble puerta de cristal al fondo, se encontraba uno en un ambiente completamente distinto. El restaurante de Mike y Tony era una pequeña estancia con alfombras y estanterías repletas de libros a lo largo de un muro, unas cuantas fotografías en blanco y negro colgadas en otra pared, y no más de ocho o diez mesas. En otras palabras, una tasca tranquila, íntima, con la ventaja añadida de una acústica tolerante que hacía posible escuchar lo que se decía aunque se hablara en voz baja. En opinión de Harry, el local era tan privado y acogedor como un confesionario. En cualquier caso, allí era donde prefería hacer sus confesiones: primero a Tom, y ahora a mí.

Por lo que a Harry concernía, mi conocimiento de su vida anterior se limitaba exclusivamente a unos cuantos datos generales: nacido en Buffalo, ex marido de Bette, padre de Flora, temporada en la cárcel. Ignoraba que Tom me había facilitado toda una serie de detalles, pero yo no iba a informarle de eso. De manera que me hice el tonto mientras Harry pasaba revista a la famosa historia del timo de Alec Smith y posteriores consecuencias con Gordon Dryer. Al principio no entendí por qué se molestaba en contarme esas cosas. ¿Qué relación guardaban con su operación actual? Eso era lo que me preguntaba yo, y entonces, cada vez más confuso, le planteé la cuestión sin tapujos.

– Sólo ten un poco de paciencia -recomendó-. A su debido tiempo, lo entenderás todo.

No hablé mucho durante la primera parte de la cena. El alboroto de aquella tarde en el restaurante me había afectado bastante, y mientras Harry parloteaba sin parar contando su historia, yo me puse a pensar en Marina, el idiota de su marido y toda la cadena de circunstancias que me había llevado a comprar a la B. P. M. aquel maldito montón de bisutería. Pero el jefe de Tom se encontraba en forma aquella noche, y con ayuda del whisky escocés del aperitivo y el vino con el que acompañé mi fuente de ostras de Blue Point, poco a poco fui saliendo de mi estado depresivo y centrándome en el asunto que nos ocupaba. La narración de Harry de los delitos que había cometido en Chicago correspondía punto por punto con lo expuesto por Tom, si bien con una notable y divertida diferencia. En la versión de Tom, Harry se derrumbó y rompió a llorar. Bajo el peso de los remordimientos, se culpaba de haber destruido su matrimonio, su reputación, su vida entera. Conmigo, en cambio, no se arrepentía de nada, llegando incluso a ufanarse del golpe maestro que montó a lo largo de dos años, y recordaba su aventura de la falsificación de obras de arte como una de las etapas más gloriosas de su vida. ¿Cómo explicar aquel radical cambio de tono? ¿Acaso le había echado cuento para ganarse la simpatía y la comprensión de Tom? ¿O es que, al producirse inmediatamente después de la desastrosa visita de Flora a Brooklyn aquella confesión le había salido directamente del alma? Tal vez. Cada hombre contiene varios hombres en su interior, y la mayoría de nosotros saltamos de uno a otro sin saber jamás quiénes somos. Optimista un día y pesimista al siguiente; pesaroso y mudo por la mañana, riendo y contando chistes por la noche. Harry estaba por los suelos cuando habló con Tom, pero ahora que había puesto en marcha una operación comercial, conmigo andaba picando alto.

Nos llevaron nuestros chuletones, cambiamos a vino tinto, y entonces, por fin, lo soltó de una vez. Harry me había sugerido que me tenía reservada una sorpresa, pero aun cuando me hubiera dado cien posibilidades de adivinar lo que era, nunca podría haber previsto la asombrosa revelación que salió tranquilamente de sus labios.

– Gordon ha vuelto -anunció.

– ¿Gordon? -repetí, demasiado perplejo para decir otra cosa-. ¿Te refieres a Gordon Dryer?

– A Gordon Dryer. Mi antiguo compañero de orgía y desenfreno.

– ¿Y cómo coño ha dado contigo?

– Dicho así, parece una desgracia, Nathan. Y no lo es. Estoy muy contento. Mucho.

– Después de lo que le hiciste, no me extrañaría que quisiera matarte.

– Eso es lo que yo pensaba al principio, pero todo eso ya ha pasado. El rencor, la amargura. El pobre muchacho se me echó a los brazos y me pidió que lo perdonara. ¿Te imaginas? Quería que yo lo perdonara a él.

– Pero si fuiste tú quien lo mandó a la cárcel.

– Sí, pero el chanchullo fue idea de Gordon desde el principio. Si él no lo hubiera preparado todo, ninguno de los dos habríamos acabado en la cárcel. Por eso se echa toda la culpa. Ha hecho mucho examen de conciencia en estos años, y me ha contado que llegó a un punto en que ya no podía vivir consigo mismo porque creía que yo aun le guarda a rencor. Gordon ya no es ningún niño. Tiene cuarenta y siete años y ha madurado mucho desde los viejos tiempos de Chicago.

– ¿Cuántos años ha pasado en la cárcel?

– Tres y medio. Luego se mudó a San Francisco y empezó a pintar otra vez. Sin mucho éxito, lamento decir. Salió adelante dando clases particulares de dibujo, haciendo trabajos temporales aquí y allá, y luego se enamoró de un hombre que vive en Nueva York. Por eso está ahora aquí. A principios del mes pasado se marchó de San Francisco y se vino a vivir con él.

– Ese hombre tendrá dinero, supongo.

– No conozco todos los detalles. Pero creo que gana lo suficiente para mantenerlos a los dos.

– Pues qué suerte tiene Gordon.

– No tanta. No mucha, cuando se piensa en todo lo que ha pasado. Y, además, a quien quiere es a mí. Tiene mucho afecto a su amigo, pero es a mí a quien quiere. Y yo también lo quiero.

– No quisiera entrometerme en tu vida privada, pero ¿qué hay de Rufus?

– Rufus es un amor, pero nuestras relaciones son estrictamente platónicas. En todos los años que lo conozco, no hemos pasado una sola noche juntos.

– Pero Gordon es diferente.

– Muy diferente. Ya no es joven, pero sigue siendo un hombre guapo. No te imaginas lo bien que se porta conmigo. No podemos vernos muy a menudo, ya sabes cómo son estas aventuras clandestinas. Tantas mentiras que decir, tantos apaños que hacer. Pero siempre que lo conseguimos, salta la vieja chispa. Pensaba que se me habían acabado esas cosas, que ya estaba para el arrastre, pero Gordon me ha rejuvenecido. La piel desnuda, Nathan. Ésa es la única cosa por la que vale la pena vivir.

– Una de las cosas, en todo caso, te lo reconozco.

– Si se te ocurre algo mejor, dímelo.

– Creía que habíamos venido aquí para hablar de negocios.

– Y eso es precisamente lo que estamos haciendo. Gordon forma parte de la operación, ¿sabes? Andamos juntos en esto.

– ¿Otra vez?

– Es un plan fabuloso. Tan brillante, que cada vez que pienso en ello se me pone la piel de gallina.