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Yo tampoco tenía mucho interés en ocuparme de ella, pero al menos disponía de una habitación de invitados, y cuando Tom me llamó aquella misma mañana para contarme el apuro en que se encontraba (la voz llena de pánico, casi gritando al teléfono), le dije que estaba dispuesto a dejar que se quedara en mi casa hasta que solucionáramos el problema. Poco después de las once llegaron a mi apartamento de la calle Uno. Lucy sonrió cuando Tom le presentó a su tío abuelo Nathan, y pareció contenta de recibir el beso de bienvenida que le planté en la coronilla, pero pronto descubrí que conmigo no se mostraba más dispuesta a hablar que con Tom. Había esperado sonsacarle alguna que otra frase, pero lo único que conseguí fueron los gestos de asentimiento o negación que Tom ya conocía. Una personilla extraña, inquietante. Yo no era ningún experto en psicología infantil, pero me parecía evidente que la niña no tenía nada malo ni física ni mentalmente. Ninguna muestra de retraso, ni de autismo, nada orgánico que le impidiera relacionarse con los demás. Miraba directamente a los ojos, entendía todo lo que se le decía, y sonreía tantas veces y con tanta afectividad como dos niños juntos. ¿Qué pasaba, entonces? ¿Había sufrido algún trauma horrible que le había privado de la facultad de hablar? ¿O bien, por motivos que aún resultaban impenetrables, había decidido hacer voto de silencio, imponiéndose un mutismo voluntario con objeto de poner a prueba su voluntad y su valor: un juego infantil del que acabaría cansándose? No tenía cardenales en la cara ni los brazos, pero en cierto momento resolví convencerla para que se diera un baño de modo que pudiera echarle una mirada al resto de su cuerpo. Sólo para estar seguro de que no había sido víctima de palizas ni abusos.

La instalé delante de la tele en el salón, y puse un canal que emitía dibujos animados las veinticuatro horas del día. Los ojos se le iluminaron de placer al contemplar las piruetas de los personajes en la pantalla; tanto, que se me ocurrió que no tenía costumbre de ver la televisión, lo que a su vez me hizo pensar en David Minor y la severidad de sus creencias religiosas. ¿Había prohibido el marido de Aurora la televisión en casa? ¿Eran sus convicciones tan extremas que quería proteger a su hija adoptiva del desenfrenado carnaval de la cultura popular norteamericana: aquella impía barahúnda de oropel y basura que manaba interminablemente de cada tubo catódico del país? Tal vez. No sabríamos nada acerca de Minor hasta que Lucy nos dijera dónde vivía, y de momento se negaba a pronunciar palabra. Basándose en la camiseta, Tom apostaba por Kansas City, pero ella se resistía a confirmarlo o negarlo, lo que daba a entender que no quería que lo supiéramos; tal vez porque temía que la mandáramos de vuelta a casa. Se había escapado, después de todo, y los niños felices no se fugan. Eso era seguro, tanto si tenían tele como si no.

Con Lucy apoltronada en el suelo del salón, comiendo pistachos y viendo un episodio del Inspector Gadget, Tom y yo nos retiramos a la cocina, donde ella no podía oír nuestra conversación. Estuvimos hablando sus buenos treinta o cuarenta minutos, pero no llegamos a nada salvo a sentirnos cada vez más inquietos y confusos. Tantos misterios e imponderables que resolver, tan pocos indicios sobre los que establecer una hipótesis plausible. ¿De dónde había sacado Lucy el dinero para el viaje? ¿Cómo sabía la dirección de Tom? ¿La había ayudado su madre a fugarse o se había escapado ella sola? Y si Aurora había participado en la fuga, ¿por qué no se había puesto previamente en contacto con Tom ni le había enviado al menos una nota con su hija? A lo mejor sí se la había dado, y Lucy la había perdido. Fuera como fuese, ¿qué nos decía la marcha de la niña sobre el matrimonio de Aurora? ¿Era el desastre que ambos nos temíamos, o la hermana de Tom había visto la luz, abrazando por fin la visión del mundo de su marido? Pero entonces, si en la familia reinaba la armonía, ¿qué estaba haciendo su hija en Brooklyn? No dejábamos de dar vueltas al asunto, sin salir del mismo círculo vicioso, hablando y hablando sin parar, incapaces de responder a una sola pregunta.

– El tiempo lo dirá -concluí al fin, sin querer prolongar aquella agonía-. Pero lo primero es lo primero. Tenemos que encontrarle un sitio para vivir. Tú no puedes quedarte con ella, y yo tampoco. ¿Qué hacemos, entonces?

– No voy a colocarla con una familia, si es que te refieres a eso -declaró Tom.

– No, claro que no. Pero tiene que haber alguien conocido que esté dispuesto a quedarse con ella. Temporalmente, me refiero. Hasta que logremos localizar a Aurora.

– Eso es mucho pedir, Nathan. La cosa podría prolongarse durante meses. Eternamente, quizá.

– ¿Qué me dices de tu hermanastra?

– ¿Te refieres a Pamela?

– Dijiste que disfruta de una posición acomodada. Una mansión en Vermont, dos críos, el marido abogado. Si le dices que sólo será este verano, a lo mejor está de acuerdo.

– Detesta a Rory. Todos los Zorn la odian. ¿Por qué iba a complicarse la vida por su hija?

– Compasión. Generosidad. Dijiste que ha mejorado con los años, ¿no? Bueno, si yo me comprometo a sufragar los gastos de Lucy, a lo mejor lo considera como una verdadera empresa familiar. Todos arrimando el hombro por el bien común.

– Eres perro viejo, ¿eh? Resultas muy convincente.

– Sólo intento que salgamos del apuro, Tom. Nada más que eso.

– De acuerdo, llamaré a Pamela. Me dirá que no, pero por lo menos lo habré intentado.

– Así me gusta, hijo. Tienes que exponerle el caso con suavidad y sin cargar mucho las tintas. Dorándole la píldora.

Pero no quiso hacer la llamada desde mi casa. No sólo por que Lucy estaba allí, según me explicó, sino porque se sentiría cohibido sabiendo que yo andaba cerca. Delicado, melindroso Tom, la persona más sensible del mundo. No pasaba nada, repuse, pero no había necesidad de que se fuera andando a su apartamento. Lucy y yo podíamos salir a la calle para que él se quedara solo y hablara tranquilamente con Pamela, con la ventaja de que la factura de la conferencia interurbana me llegaría a mí.

– Ya has visto lo que lleva la niña -añadí-. Esos vaqueros raídos, las playeras gastadas. Así no puede ir a ninguna parte, ¿verdad? Tú llama a Vermont, que yo saldré con ella a comprarle ropa nueva.

Eso zanjó la cuestión. Tras un rápido almuerzo a base de sopa de tomate, huevos revueltos y sándwiches de salami, Lucy y yo salimos de tiendas. Muda o no, Lucy parecía disfrutar de la expedición tanto como cualquier otra niña en circunstancias análogas: libertad total para elegir lo que quisiera. Al principio nos limitamos más que nada a lo indispensable (calcetines, ropa interior, pantalones largos, pantalones cortos, pijamas, sudadera con capucha, cazadora de nailon, cortaúñas, cepillo de dientes, cepillo del pelo, etcétera), pero luego siguieron unas zapatillas de deporte azul neón de ciento cincuenta dólares, una réplica de la gorra de los Dodgers de Brooklyn de pura lana, y, con cierta sorpresa por mi parte, unas auténticas y relucientes merceditas de charol, junto con un vestido de algodón rojo y blanco que compramos al finaclass="underline" de corte clásico, con cuello redondo y una cinta que se ataba a la espalda. Cuando llegamos a casa con todo el botín, ya eran las tres pasadas, y Tom se había marchado. Pero había una nota en la mesa de la cocina.

Querido Nathan:

Pamela ha dicho que sí. No me preguntes cómo lo he conseguido, pero he tenido que insistir más de una hora antes de que acabara cediendo. Ha sido una de las conversaciones más duras y agotadoras de mi vida. De momento es sólo «de prueba», pero la buena noticia es que quiere que le llevemos a Lucy mañana. Algo que ver con los planes de Ted y una fiesta en su club de campo. Supongo que podemos ir en tu coche, ¿no? Si a ti no te apetece, conduciré yo. Ahora voy a la librería a decirle a Harry que me tomo unos días libres. Te espero allí. A presto.