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Por algún milagro, sobrevivió. El doctor Weinberg me dio pocos detalles (puede que él nunca llegara a conocer la totalidad de la historia), pero al parecer su madre fue ayudada en diversos momentos críticos por un grupo de amigos no judíos, y hacia 1938 o 1939 se las había arreglado para obtener una serie de documentos de identidad falsos. Cambió radicalmente de aspecto -cosa nada difícil para una actriz especializada en papeles de personajes excéntricos-, y con su nuevo nombre cristiano y tras mucho insistir consiguió un trabajo de contable en una mercería de una pequeña ciudad cerca de Hamburgo, disfrazada de rubia con gafas, anticuada y sin mucha gracia. Al acabar la guerra en la primavera de 1945, hacía once años que no veía a su hijo. Jonas Weinberg tenía casi treinta años por entonces, era todo un médico a punto de terminar su residencia en el Hospital Bellevue, y al enterarse de que su madre había sobrevivido a la guerra empezó a hacer los preparativos para que fuese a verlo a Estados Unidos.

Todo estaba previsto hasta el más mínimo detalle. El avión aterrizaría a tal y tal hora, estacionaría frente a tal y tal puerta, y Jonas Weinberg estaría allí para recibir a su madre. Justo cuando iba a salir hacia el aeropuerto, sin embargo, lo llamaron del hospital para una operación de urgencia. ¿Qué remedio le quedaba? Era médico, y por ansioso que estuviera de volver a ver a su madre después de tantos años, se debía en primer lugar a sus pacientes. Un nuevo plan se puso enseguida en marcha. Llamó a las líneas aéreas y les pidió que enviaran a alguien para que recibiera a su madre cuando llegara a Nueva York y le explicara que lo habían llamado a última hora y que tenía que ir sola en taxi a Manhattan. Le dejaría una llave al portero de su edificio para que subiera y lo esperase en su apartamento. Frau Weinberg hizo lo que le dijeron y enseguida cogió un taxi. El conductor salió a toda velocidad, y diez minutos más tarde perdía el control del volante y se estrellaba de frente contra otro coche. Tanto el taxista como su pasajera resultaron heridos de gravedad.

Para entonces, el doctor Weinberg ya había llegado al hospital y se disponía a empezar la operación quirúrgica. Duró poco más de una hora, y cuando terminó, el joven doctor se lavó las manos, se puso la ropa de calle y salió apresuradamente del vestuario, ansioso por volver a casa y reunirse por fin con su madre. Nada más poner el pie en el pasillo, vio que metían una camilla con otro paciente en el quirófano.

Era la madre de Jonas Weinberg. Según lo que me contó el doctor, murió sin recobrar el conocimiento.

UN ENCUENTRO INESPERADO

Llevo más de una docena de páginas parloteando sin parar, pero hasta ahora mi único objetivo ha sido presentarme ante el lector y preparar la escena para la historia que me dispongo a narrar. Yo no soy el personaje principal de este relato. La distinción de llevar el título de protagonista de este libro corresponde a mi sobrino Tom Wood, el único hijo varón de mi difunta hermana June. La Chinche, como solíamos llamarla de pequeña, nació cuando yo tenía tres años, y fue su llegada lo que precipitó el hecho de que nuestros padres se trasladaran de un minúsculo apartamento de Brooklyn a una casa de Garden City, en Long Island. Siempre hicimos muy buenas migas, June y yo, y cuando se casó veinticuatro años más tarde (seis meses después de la muerte de nuestro padre), fui yo quien la condujo al altar y la entregó a su marido, un periodista de la sección de economía del New York Times llamado Christopher Wood. Tuvieron dos hijos (mi sobrino, Tom, y mi sobrina, Aurora), pero el matrimonio se rompió al cabo de quince años. Un par de años después, June volvió a casarse, y de nuevo la acompañé hasta el altar. Su segundo marido era un acomodado agente de Bolsa de Nueva Jersey, Philip Zorn, cuyo bagaje incluía a dos ex esposas y una hija ya crecida, Pamela. Luego, a la edad horriblemente joven de cuarenta y nueve años, una tarde sofocante de mediados de agosto June sufrió una hemorragia cerebral masiva mientras trabajaba en el jardín y murió al día siguiente antes de que volviera a salir el sol. Para su hermano mayor, fue sin duda el golpe más duro que había recibido en la vida, y ni siquiera el cáncer y la amenaza de la muerte unos años después le causó tanto dolor como el que sintió entonces.

Después del entierro perdí el contacto con la familia, y cuando me encontré con Tom en la librería de Harry Brightman el 23 de mayo de 2000, hacía casi siete años que no lo veía. Era mi preferido, e incluso cuando era un renacuajo siempre me había parecido un fuera de serie, una persona destinada a lograr grandes cosas en la vida. Sin contar el día del entierro de June, la última vez que hablamos fue en casa de su madre en South Orange, en Nueva Jersey. Tom acababa de licenciarse en Comell con las máximas calificaciones, y estaba a punto de marcharse a la Universidad de Michigan con una beca de cuatro años para estudiar literatura norteamericana. Se estaban cumpliendo todas mis predicciones con respecto a él, y recuerdo aquella comida familiar como una cálida celebración, con todos nosotros alzando las copas y brindando por el éxito de Tom. Cuando yo tenía su edad, esperaba seguir un camino similar al que mi sobrino había escogido. Como él, en la facultad había cursado la especialidad de inglés, con la secreta ambición de seguir estudiando literatura o quizá probar suerte con el periodismo, pero me faltó valor para hacer alguna de las dos cosas. La vida se metió por medio -dos años en el ejército, trabajo, matrimonio, responsabilidades familiares, necesidad de ganar cada vez más dinero, toda esa cagada que nos deja empantanados cuando no tenemos los cojones de luchar por lo que queremos-, pero nunca perdí el interés por los libros. Leer era mi válvula de escape, mi desahogo y mi consuelo, mi estimulante preferido: leer por puro placer, por la hermosa quietud que te envuelve cuando resuenan en la cabeza las palabras de un autor. Tom siempre había compartido esa afición conmigo, y desde que cumplió cinco o seis años, me había preocupado de enviarle libros varias veces al año; no sólo por su cumpleaños o navidades, sino siempre que descubría algo que creía de su gusto. Le inicié en la lectura de Poe cuando tenía once años, y como Poe se contaba entre los autores que había tratado en la tesina, era muy natural que aquel día quisiera hablarme de su trabajo; como también era normal que a mí me interesara escucharlo. Para entonces ya habíamos acabado de comer, y los demás habían salido a sentarse al jardín, pero Tom y yo nos quedamos en el comedor, terminándonos el vino.

– A tu salud, tío Nat -brindó Tom, alzando la copa.

– A la tuya, Tom -respondí-. Y por El Edén imaginario: vida y pensamiento en la Norteamérica anterior a la Guerra de Secesión.

– Pretencioso título, lamento decir. Pero no se me ha ocurrido nada mejor.

– Está bien que sea pretencioso. Eso hace que los profesores presten atención. Has sacado sobresaliente cum laude, ¿no es cierto?

Modesto como siempre, Tom hizo un amplio gesto con la mano, como quitando importancia a la nota.

– En parte sobre Poe, has dicho -proseguí-. ¿Y, en parte, sobre quién más?

– Thoreau.

– Poe y Thoreau.

– Edgar Allan Poe y Henry David Thoreau. Una rima desafortunada, ¿no crees? Todas esas oes llenando la boca. Me hace pensar en alguien que estuviera bajo la impresión de una eterna sorpresa. ¡Oh! ¡Oh, no! ¡Oh, roe! ¡Oh, Thoreau!