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Tom

No había pensado que las cosas pudieran ir tan deprisa. Me sentí aliviado, por supuesto, contento de que se nos hubiera solucionado el problema de aquella manera tan rápida y conveniente, pero también me quedé un tanto decepcionado, como si me hubieran privado de algo. Empezaba a tomar cariño a Lucy, y durante nuestra incursión por las tiendas del barrio había ido acariciando la idea de tenerla un tiempo conmigo; unos días, imaginaba, incluso algunas semanas. No es que hubiese cambiado de parecer con respecto a la situación (no podía: quedarse para siempre en mi apartamento), pero una breve temporada habría sido más que soportable para mí. Había desaprovechado muchas ocasiones con Rachel cuando era pequeña, y ahora, de buenas a primeras, tenía una niña que necesitaba atenciones, alguien a quien comprar ropa y dar de comer, una criatura que necesitaba una persona adulta con tiempo suficiente para cuidarla e intentar sacarla de su desconcertante silencio. No tenía inconveniente en asumir ese papel, pero parecía que la función se trasladaba de Brooklyn a Nueva Inglaterra y que otro actor me había sustituido. Intenté consolarme con la idea de que Lucy estaría mejor en el campo con Pamela y sus hijos, pero ¿qué sabía yo de Pamela? Hacía años que no la veía, y antes de eso nuestros escasos encuentros me habían dejado frío.

Lucy quería ponerse el vestido nuevo y las merceditas para ir a la librería, y yo accedí a condición de que primero se diera un baño. Yo tenía mucha experiencia en bañar a los niños, le aseguré, y para demostrar mi afirmación saqué un álbum de fotos de la estantería y le enseñé algunas instantáneas de Racheclass="underline" una de las cuales, milagrosamente, mostraba a mi hija metida en un baño de burbujas a los seis o siete años.

– Ésta es tu prima -le anuncié-. ¿Sabías que tu madre y ella nacieron con sólo tres meses de diferencia? Eran buenas amigas.

Lucy sacudió la cabeza y exhibió una de sus mayores sonrisas del día. Empezaba a confiar en su tío Nat, pensé, y un momento después recorríamos el pasillo en dirección al baño. Mientras yo llenaba la bañera, Lucy se desnudó obedientemente y se metió en el agua. Aparte de una pequeña costra ya bastante endurecida en la rodilla izquierda, no tenía una sola marca en el cuerpo; la espalda, tersa y sin cardenales; las piernas, lisas y sin marcas; ni hinchazón ni excoriaciones en torno a los genitales. Sólo se trató de un rápido examen visual, pero fuera cual fuese la causa de su silencio, no aprecié indicio alguno de malos tratos ni abusos. Para celebrar mi descubrimiento, le canté la versión completa de «Polly Wolly Doodle» mientras le lavaba y aclaraba el pelo.

Quince minutos después de sacarla de la bañera, sonó el teléfono. Era Tom, que llamaba desde la librería para saber lo que nos pasaba. Acababa de hablar con Harry (que había accedido a su petición de tomarse unos días libres) y estaba deseando salir de allí.

– Lo siento -me disculpé-. Hemos tardado más de lo previsto en comprar, y luego pensé que a Lucy no le vendría mal un baño. Olvídate de aquella granujilla, Tom. Nuestra niña está preparada para ir a una fiesta de cumpleaños en el Castillo de Windsor.

Luego pasamos a considerar los planes para la cena. Como Tom quería salir por la mañana temprano, pensaba que lo mejor sería quedar a las seis. Además, añadió, Lucy tenía tanto apetito, que a esa hora ya casi estaría muerta de hambre.

Me volví a Lucy y le pregunté qué le parecería una pizza. Cuando contestó pasándose la lengua por los labios y dándose palmaditas en el estómago, le dije a Tom que nos veríamos en la Trattoria de Rocco, que servía la mejor pizza del barrio.

– A las seis en punto -concluí-. Entretanto, Lucy y yo iremos a la tienda de vídeo a buscar una película que podamos ver los tres después de cenar.

La película resultó ser Tiempos modernos, que me pareció una elección extrañamente inspirada. Lucy no sólo no había visto a Chaplin ni oído nunca ese nombre (otra prueba del declive de la educación norteamericana), sino que además era la película en que el vagabundo habla por primera vez. Aunque sus palabras resultaran ininteligibles, al menos abría la boca y emitía sonidos, y me pregunté si eso no removería algo en el interior de Lucy, haciéndole reflexionar sobre su obstinado silencio. Y en el mejor de los casos, incluso podríamos lograr que saliera de él de una vez por todas.

Hasta la cena en la Trattoria, se había portado estupendamente. Había hecho todo lo que le había pedido sin rechistar y de buen grado, sin fruncir una sola vez el ceño. Pero Tom, en un descuido poco corriente en él, dejó caer bruscamente la noticia de nuestro inminente viaje a Vermont sólo unos momentos después de habernos sentado a la mesa. No hubo preparación, ni propaganda que encomiara las maravillas de Burlington, ni argumentación en el sentido de que estaría mejor con Pamela que con sus dos tíos en Brooklyn. Ahí fue cuando la vi arrugar el entrecejo, llorar por primera vez, y enfurruñarse luego para el resto de la cena. Por muy hambrienta que estuviera, no tocó la pizza cuando se la pusieron delante, y sólo el hecho de que no paré de hablar nos libró de lo que podría haber acabado en una auténtica guerra de nervios. Empecé haciendo el trabajo preliminar que Tom había pasado por alto: los himnos y panegíricos, la zarabanda publicitaria, el prolongado encomio de la legendaria bondad de Pamela. Al ver que aquel discurso dejaba de producir el efecto deseado, cambié de táctica y le prometí que Tom y yo nos quedaríamos allí hasta que estuviera cómodamente instalada, y entonces, yendo aún más lejos, corrí el riesgo supremo de asegurarle que la decisión estaba enteramente en sus manos. Si no le gustaba estar allí, recogeríamos sus cosas y volveríamos a Nueva York. Pero tenía que intentarlo de verdad, le dije, no menos de tres o cuatro días. ¿De acuerdo? Lucy asintió con la cabeza. Y entonces, por primera vez en media hora, sonrió. Llamé al camarero y le pregunté si no sería mucha molestia que le calentaran la pizza en la cocina. Diez minutos después, se la trajeron de nuevo a la mesa y Lucy atacó su cena.

El experimento Chaplin arrojó un resultado desigual. Lucy rió a carcajadas, emitiendo los primeros sonidos que habíamos oído de ella en todo el día (hasta las lágrimas de la cena habían corrido por sus mejillas en silencio), pero unos minutos antes de llegar a la escena del restaurante, el sitio donde Charlie se pone a cantar su absurda y memorable canción, se le empezaron a cerrar los ojos y enseguida se quedó dormida. ¿Quién se lo podría reprochar? Había llegado a Nueva York aquella misma mañana, después de un viaje de Dios sabe cuántos centenares de kilómetros, lo que significaba que se había pasado gran parte de la noche anterior si no toda metida en un autobús. La cogí en brazos y la llevé al cuarto de huéspedes mientras Tom abría el sofá cama, ya preparado, y retiraba el embozo. Nadie duerme más profundamente que los niños, sobre todo los niños agotados. Ni siquiera cuando la puse sobre la cama y la tapé abrió los ojos una sola vez.

El día siguiente empezó con un hecho curioso e inquietante. A las siete de la mañana, entré en la habitación de Lucy, que aún dormía, con un vaso de zumo de naranja, un plato de huevos revueltos y dos rebanadas de pan tostado con mantequilla. Puse el desayuno en el suelo y luego la cogí del brazo y la zarandeé suavemente.

– Despierta, Lucy -dije-. Es hora de desayunar.

Al cabo de tres o cuatro segundos, abrió los ojos, y entonces, tras un breve instante de absoluta perplejidad (¿Dónde estoy? ¿Quién es este desconocido que me está mirando?), me reconoció y sonrió.

– ¿Qué tal has dormido? -le pregunté.

– Muy bien, tío Nat -contestó ella, con un ligero acento sureño-. Como una piedrota vieja en el fondo de un pozo.

Bam. Ahí estaba. Lucy había hablado. Sin que la incitaran ni animaran, sin pararse a pensar en lo que iba a hacer, había abierto tranquilamente la boca y se había puesto a hablar. ¿Concluía oficialmente el reino del silencio, me pregunté, o sólo era que lo había olvidado en la modorra del despertar?

– Me alegro -repuse, guardándome de aludir a lo que acababa de pasar para no estropear las cosas.

– ¿Nos vamos hoy al asqueroso Vermont? -preguntó.