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Cada palabra que pronunciaba, cada nueva frase ampliaba mi cauta sensación de esperanza.

– Dentro de una hora, más o menos. Fíjate, Lucy, zumo, tostadas y huevos.

Cuando me agaché a recoger el desayuno del suelo, ella exhibió otra de sus grandes sonrisas.

– Desayuno en la cama -anunció-. Igual que la Reina Nefertiti.

Creí que ya estaba todo arreglado, pero ¿qué sabía yo entonces, qué sabía yo de nada? Cuando le acerqué el vaso de zumo con la mano derecha y ella alargó el brazo para cogerlo, el mundo se le cayó encima. Rara vez he visto una cara cambiar de expresión con mayor rapidez que la de Lucy en aquel momento. En un abrir y cerrar de ojos, la radiante sonrisa se tornó en una mueca de terror apabullante y devastador. Se llevó la mano a la boca, y al cabo de unos segundos los ojos se le llenaron de lágrimas.

– No te preocupes, cariño -la consolé-. No has hecho nada malo.

Pero sí había hecho algo malo. A su entender, sí lo había hecho, y, por la expresión de su atribulada carita, era como si hubiera cometido un pecado imperdonable. En un súbito arranque de ira contra sí misma, empezó a golpearse la sien con la palma de la mano izquierda, una desenfrenada pantomima que parecía representar lo estúpida que se consideraba a sí misma. Lo hizo tres, cuatro, cinco veces, pero justo cuando iba a sujetarle el brazo para hacer que parase, extendió la mano izquierda y alzó un dedo, agitándolo enérgicamente frente a mi cara. Con una ardiente mirada de desprecio y odio hacia sí misma, empezó a darse cachetes en la mano izquierda con la derecha, como reprendiéndola por haber tenido el descaro de alzar precisamente aquel dedo. Luego dejó de castigarse y volvió a extender la mano izquierda. Esta vez alzó dos dedos. Como antes, los agitó en el aire con amargo énfasis. Primero un dedo, luego dos. ¿Qué intentaba decirme? No podía estar seguro, pero sospechaba que tenía algo que ver con el tiempo, con el número de días que faltaban para que pudiera hablar de nuevo. Cuando se despertó sólo le quedaba un día, pero ahora que accidentalmente se le habían escapado unas palabras, debía castigarse añadiendo otro día a su silencio. De uno, por tanto, había pasado a dos.

– ¿Es eso? -le pregunté-. ¿Me estás diciendo que empezarás a hablar otra vez dentro de dos días?

No contestó. Repetí la pregunta, pero Lucy no iba a revelar su secreto. No afirmó, no negó con la cabeza, no hizo nada. Me senté a su lado y empecé a acariciarle el pelo.

– Vamos, Lucy -le dije, haciéndole coger el zumo-. Es hora de que te tomes el desayuno.

RUMBO AL NORTE

El coche era una reliquia de mi vida anterior. En Nueva York no necesitaba aquel cacharro, pero me había dado pereza tomarme la molestia de venderlo, de manera que lo tenía en un garaje de la calle Union, entre la Sexta y la Séptima Avenida, y no lo había conducido ni mirado siquiera desde que vivía en Brooklyn. Era un Oldsmobile Cudass verde de 1994, un montón de chatarra increíblemente feo. Pero el coche hizo lo que tenía que hacer, y al cabo de dos largos meses de inactividad, el motor se puso en marcha nada más girar la llave.

Tom conducía; yo iba en el asiento del acompañante; Lucy, en el de atrás. A pesar de las promesas que le había hecho la noche anterior, seguía sin querer ir a Vermont con Pamela, y le sentaba mal que la lleváramos contra su voluntad. Hablando desde un punto de vista lógico, no le faltaba razón. Si a ella le tocaba decidir en último término, ¿qué objeto tenía hacer cuatrocientos cincuenta kilómetros en coche para luego realizar el trayecto en sentido contrario para traerla de vuelta? Le había dicho que tenía que intentar en serio lo del experimento con Pamela. Ella había fingido acceder, pero yo era consciente de que ya había tomado una decisión y no iba a cambiarla por nada del mundo. De manera que allí iba, en el asiento trasero, con la cara larga y enfurruñada, una víctima inocente de nuestras crueles maquinaciones. Se quedó dormida mientras pasábamos por los alrededores de Bridgeport en la Nacional 95, sin duda pensando maldades sobre sus dos perversos tíos. Tal como demostrarían los acontecimientos posteriores, en eso me equivocaba. Lucy poseía más recursos de lo que yo imaginaba, y, en vez de quedarse de brazos cruzados consumiéndose de ira, se dedicó a pensar y trazar un plan, utilizando su considerable inteligencia para urdir una estratagema que cambiaría las tornas y la convertiría en dueña de nuestro destino. Era una idea brillante, si se me permite decirlo, algo que sólo se le habría ocurrido a una bribonzuela, y no cabe sino quitarse el sombrero ante tan sobresaliente ejercicio de ingenio. Pero enseguida volveremos sobre eso.

Mientras Lucy se entregaba a sus cavilaciones o dormitaba en el asiento trasero, Tom y yo charlábamos en la parte delantera. No se había puesto al volante de un coche desde que dejó el taxi en enero, y el mero hecho de volver a conducir parecía obrar como un estimulante en su organismo. Hacía dos semanas que lo veía prácticamente a diario, y en ese tiempo nunca me había parecido tan alegre y contento como aquella mañana de principios de junio. Tras sortear el tráfico de la ciudad, entramos en la primera de las diversas autopistas que nos conducirían al Norte, y fue en aquellas carreteras despejadas donde empezó a relajarse, a dejar a un lado sus penas y a olvidarse de odiar al mundo por un momento. Y un Tom tranquilo equivalía a un Tom hablador. Así solía ser el antiguo doctor Pulgarcito, y desde aproximadamente las ocho y media de la mañana hasta bien pasado el mediodía me inundó con un torrente de palabras: un verdadero diluvio de historias, ocurrencias y enseñanzas sobre cuestiones tan pertinentes como arcanas.

Empezó con un comentario sobre El libro del desvarío humano, la insignificante y absurda obra en la que yo estaba trabajando. Quería saber cómo iba, y cuando le dije que avanzaba a toda máquina sin ver un final, que cada historia que escribía parecía engendrar otra y luego otra, me dio una palmadita en el hombro con la mano derecha y pronunció este asombroso veredicto:

– Tú sabes escribir, Nathan. Te estás convirtiendo en un verdadero escritor.

– No, no es verdad -objeté-. Sólo soy un agente de seguros jubilado que no tiene nada mejor que hacer. Eso me ayuda a pasar el tiempo, nada más.

– Te equivocas, Nathan. Al cabo de años de vagar por el desierto, finalmente has encontrado tu verdadera vocación. Ahora que ya no tienes que trabajar para ganarte la vida, estás haciendo lo que siempre deberías haber hecho.

– Ridículo. Nadie se hace escritor a los sesenta años.

El antiguo doctorando y erudito se aclaró la garganta y me pidió licencia para expresar su desacuerdo. No había normas en lo que se refería a escribir, afirmó. Cuando se consideraba la vida de poetas y novelistas, se acababa frente a un absoluto caos, una infinita sucesión de anomalías. Eso se debía al hecho de que escribir era una enfermedad, prosiguió Tom, algo así como una infección o gripe del espíritu que podía atacar a cualquiera en el momento más insospechado. Al joven y al viejo, al fuerte y al débil, al borracho y al sobrio, al cuerdo y al loco. Echa un vistazo a la lista de los gigantes y semigigantes, y descubrirás a escritores que siguieron todo tipo de tendencias sexuales, que asumieron todas las posiciones políticas, que mostraron todas las facetas del espíritu humano: del idealismo más noble a la corrupción más insidiosa. Eran criminales y abogados, espías y médicos, soldados y solteronas, viajeros y enclaustrados. Si no cabía excluir a nadie, ¿qué impedimento había para que un antiguo agente de seguros de vida casi sesentón pasara a engrosar sus filas? ¿Qué ley declaraba que Nathan Glass no se había contagiado de la enfermedad?

Me encogí de hombros.

– Joyce fue autor de tres novelas -explicó Tom-. Balzac escribió noventa. ¿Supone eso una gran diferencia para nosotros?

– Para mí, no

– Kafka escribió su primer relato en una noche. Stendhal escribió La cartuja de Parma en cuarenta y cinco días. Melville escribió Moby Dick en dieciséis meses. Flaubert dedicó cinco años a Madame Bovary. Musil trabajó dieciocho años en El hombre sin atributos y murió antes de acabarlo. ¿Nos importa algo de eso ahora?

La pregunta no parecía exigir respuesta.