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– Milton era ciego. Cervantes sólo tenía un brazo. A Chrisropher Marlowe lo mataron de una puñalada en un reyerta de taberna antes de que cumpliera los treinta. Al parecer, el puñal le atravesó limpiamente un ojo. ¿Qué debemos pensar de eso?

– No sé, Tom. Dímelo tú.

– Nada. Absolutamente nada.

– Me inclino a compartir tu opinión.

– Thomas Wentworth Higginson «corrigió» los poemas de Emily Dickinson. Un engreído analfabeto que calificó Hojas de hierba de libro inmoral se atrevió a tocar la obra de la divina Emily. Y el pobre Poe, que murió loco y borracho en una alcantarilla de Baltimore, tuvo la desgracia de elegir a Rufus Griswold como albacea literario. Sin sospechar siquiera que Griswold lo despreciaba, que su presunto amigo y defensor pasaría años tratando de destrozar su reputación.

– Pobre Poe.

– Eddy no tuvo suerte. No la tuvo en vida, ni tampoco después de muerto. Lo enterraron en un cementerio de Baltimore en 1849, pero pasaron veintiséis años antes de que erigieran una lápida sobre su tumba. Un pariente suyo encargó una inmediatamente después de su muerte, pero el asunto terminó en uno de esos follones cargados de humor negro que le hacen a uno preguntarse quién rige los destinos del mundo. A propósito del desvarío humano, Nathan. Daba la casualidad de que el taller del marmolista se encontraba justo debajo de un terraplén por donde pasaba la vía férrea. En el preciso momento en que daban los últimos toques a la lápida, se produjo un descarrilamiento. El tren cayó al taller y aplastó la lápida, y como aquel pariente no tenía bastante dinero para encargar otra, Poe pasó un cuarto de siglo enterrado en una tumba sin nombre.

– ¿Cómo sabes todo eso, Tom?

– Todo el mundo lo sabe.

– No, yo no.

– Tú no has hecho un curso de doctorado. A la edad en que tú andabas por ahí luchando por la democracia en el mundo, yo estaba sentado frente al pupitre de una biblioteca, llenándome la cabeza de datos inútiles.

– ¿Quién pagó la lápida al final?

– Un grupo de maestros creó una comisión para recabar fondos. Parece increíble, pero tardaron diez años. Cuando el monumento estuvo terminado, exhumaron los restos de Poe, los cargaron en una carreta y los volvieron a enterrar en un camposanto, al otro extremo de Baltimore. En la mañana de la ceremonia inaugural, se celebró un acto conmemorativo en un sitio llamado Instituto de Mujeres del Oeste. Qué nombre tan espléndido, ¿no te parece? Instituto de Mujeres del Oeste. Invitaron hasta el último poeta norteamericano de importancia, pero Whittier, Longfellow y Oliver Wendell Holmes encontraron excusas para no acudir. Sólo Walt Whitman se molestó en hacer el viaje. Como su obra vale más que la de todos los demás juntos, suelo considerarlo como un sublime acto de justicia poética. Y lo que no deja de ser bastante interesante, aquella mañana también estaba allí Stéphane Mallarmé. No en carne y hueso; pero su famoso soneto, «Le tombeau d'Edgar Poe» fue escrito para la ocasión, y aunque no le dio tiempo a concluirlo para la ceremonia, estuvo allí presente en espíritu. Me encanta eso, Nathan. Whitman y Mallarmé, los dos padres de la poesía moderna, juntos en el Instituto de Mujeres del Oeste para rendir homenaje a su mutuo predecesor, el infame y bochornoso Edgar Allan Poe, el primer escritor verdadero que Estados Unidos ha dado al mundo.

Sí, Tom estaba en excelente forma aquel día. Un poco delirante, supongo, pero no cabía duda de que su cháchara erudita, plagada de divagaciones, contribuía a reducir el tedio del viaje. Seguía por una dirección durante un rato, llegaba a una bifurcación y tomaba bruscamente el primer desvío, sin detenerse a pensar si el de la izquierda convenía más que el de la derecha o viceversa. Todos los caminos llevaban a Roma, por decirlo así, y como Roma era nada menos que la literatura universal (asunto del que parecía saberlo todo), no importaba la decisión que tomara. De Poe, saltó bruscamente a Kafka. La relación era la edad que ambos tenían en el momento de su muerte: Poe, cuarenta años y nueve meses; Kafka, cuarenta años y once meses. Se trataba de uno de esos datos poco conocidos que sólo a Tom preocupaba y que sólo él recordaría, pero como yo me había pasado media vida estudiando cuadros actuariales y pensando en la tasa de mortalidad correspondiente a diversas profesiones, a mí me parecían muy interesantes.

– Demasiado jóvenes -observé-. De haber vivido en nuestra época, lo más probable es que se hubieran salvado con medicinas y antibióticos. Fíjate en mí. Si hubiera tenido el cáncer hace treinta o cuarenta años, seguro que ahora no iría sentado en este coche.

– Sí -convino Tom-. Klos cuarenta es muy pronto. Pero piensa en cuántos escritores no han llegado a esa edad.

– Christopher Marlowe.

– Muerto a los veintinueve. Keats, a los veinticinco. Georg Büchner, a los veintitrés. Imagínate. El mayor dramaturgo alemán del siglo diecinueve, desaparecido a los veintitrés años. Lord Byron, a los treinta y seis. Emily Bronte, a los treinta. Charlotte Bronte, a los treinta y nueve. Shelley, sólo un mes antes de cumplir los treinta. Sir Philip Sidney, a los treinta y uno. Nathanael West, a los treinta y siete. Wilfred Owen, a los veinticinco. Georg Trakl, a los veintisiete. Leopardi, García Lorca y Apollinaire, a los treinta y ocho. Pascal, a los treinta y nueve. Flannery O'Connor, a los treinta y nueve. Rimbaud a los treinta y siete. Los dos Crane, Stephen y Hart, a los veintiocho y treinta y dos. Y Heinrich van Kleist, el autor favorito de Kafka, muerto a los treinta y cuatro en un doble suicidio con su amante.

– Y Kafka es tu autor favorito.

– Creo que sí. Del siglo veinte, en cualquier caso.

– ¿Por qué no hiciste la tesis sobre él?

– Porque fui tonto. Y porque se suponía que era americanista.

– Kafka escribió Amerika, ¿no?

– Ja, ja. Buena observación. ¿Por qué no pensé en eso?

– Recuerdo su descripción de la Estatua de la Libertad. En vez de la antorcha, la buena mujer lleva una espada levantada en la mano. Una imagen increíble. Da risa, pero al mismo tiempo te acojona. Como algo salido de una pesadilla.

– Así que has leído a Kafka.

– Un poco. Las novelas, y quizá una docena de relatos. Hace mucho tiempo, cuando tenía tu edad. Pero lo que pasa con Kafka es que lo asimilas. Aunque lo leas por encima, nunca se te olvida.

– ¿Has echado un vistazo a los diarios y las cartas? ¿Has leído alguna biografía suya?

– Ya me conoces, Tom. No soy una persona seria.

– Lástima. Cuanto más sabes de su vida, más interesante resulta su obra. Kafka no es sólo un gran escritor, ¿sabes?, también fue un hombre extraordinario. ¿Has oído alguna vez la historia de la muñeca?

– No, que yo recuerde.

– Ah. Entonces escucha con atención. Te la brindo corno primer argumento a favor de mi hipótesis.

– Me parece que no te sigo.

– Es muy sencillo. Se trata de demostrar que Kafka era efectivamente una persona fuera de lo común. ¿Por qué empezamos con esta historia en concreto? Pues no sé. Pero desde que apareció Lucy ayer por la mañana, no he podido quitármela de la cabeza. Tiene que haber alguna conexión por algún sitio. Todavía no sé exactamente cómo, pero creo que contiene un mensaje para nosotros, una especie de advertencia sobre cómo debemos actuar.

– Demasiados preámbulos, Tom. Ve al grano y cuenta la historia.

– Ya, estoy hablando demasiado otra vez, ¿verdad? Todo este sol, todos esos coches, el circular a esta velocidad, entre cien y ciento veinte kilómetros por hora. La cabeza me va a estallar, Nathan. Me siento repleto de energía, dispuesto a cualquier cosa.

– Vale. Cuéntame ya esa historia.

– De acuerdo. Esa historia. La historia de la muñeca… Estamos en el último año de la vida de Kafka, que se ha enamorado de Dora Diamant, una chica polaca de diecinueve o veinte años de familia hasídica que se ha fugado de casa y ahora vive en Berlín. Tiene la mitad de años que él, pero es quien le infunde valor para salir de Praga, algo que Kafka desea hacer desde hace mucho, y se convierte en la primera y única mujer con quien Kafka vivirá jamás. Llega a Berlín en el otoño de 1923 y muere la primavera siguiente, pero esos últimos meses son probablemente los más felices de su vida. A pesar de su deteriorada salud. A pesar de las condiciones sociales de Berlín: escasez de alimentos, disturbios políticos, la peor inflación en la historia de Alemania. Pese a ser plenamente consciente de que tiene los días contados.