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Yo opté por lo mismo. En cuanto a Lucy -la silenciosa y siempre vigilante Lucy-, es fácil imaginar lo poco que protestó de nuestra decisión.

Al Padre nos recomendó un par de hostales en Newfane, un pueblo que habíamos dejado quince kilómetros atrás. Entré en la oficina y llamé a los dos números, pero resultó que en ningún sitio había habitaciones libres. Cuando le informé de lo que había pasado, el corpulento mecánico pareció contrariado.

– Qué asco de turistas -exclamó-. Sólo estamos en la primera semana de junio, pero cualquiera diría que es pleno verano.

Nos quedamos medio minuto o así con las manos en los bolsillos, mirando cómo pensaban padre e hijo. Finalmente, Al Hijo rompió el silencio.

– ¿Qué me dices de Stanley, papá?

– Hmmm -repuso el padre-. No sé. ¿Crees que piensa abrir de nuevo el establecimiento?

– He oído que va a hacerlo ya -respondió el joven-. Eso es lo que me ha dicho Mary Ellen. Se encontró con Stanley en la oficina de correos la semana pasada.

– ¿Quién es Stanley? -intervine yo.

– Stanley Chowder -contestó Al Padre, alzando el brazo y señalando en dirección oeste-. Hace tiempo tuvo un hostal a unos cuatro kilómetros de aquí, en lo alto de esa colina.

– Stanley Chowder [5] -repetí-. Qué nombre tan raro.

– Sí -convino el corpulento Al-. Pero a Stanley no le importa. Creo que hasta le gusta.

– Una vez conocí a uno que se llamaba Elmer Doodlebaum -dije de pronto, dándome cuenta de que me gustaba hablar con los dos Al-. ¿Cómo les sentaría cargar con ese nombrecito toda la vida?

– Nada bien, señor. Pero que nada bien. Aunque al menos la gente lo recordaría. Yo me llamo Al Wilson desde el día en que nací, lo que tal vez sea mejor que llamarse John Doe [6]. No se puede hincar el diente a un nombre como ése. Al Wilson. Sólo en Vermom, debemos de ser mil los Al Wilson.

– Me parece que voy a llamar a Stanley -anunció Al Hijo-. Nunca se sabe. Si no está fuera cortando el césped, puede que lo coja…

Mientras el esbelto hijo iba a la oficina a hacer la llamada, el robusto padre se apoyó en mi coche, sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa (que se puso en los labios pero no encendió), y empezó a contarnos la triste historia del Chowder Inn.

– A eso es a lo que se dedica ahora Stanley -dijo-, a cortar el césped. Desde primera hora de la mañana hasta última hora de la tarde se pasa el día montado en su John Deere rojo, cortando el césped. Empieza en abril, cuando se derrite la nieve, y ya no para hasta noviembre, cuando se pone a nevar otra vez. Todos los días, llueva o haga sol, ahí está, subido en su tractor, segando la hierba de su finca durante horas y horas. Cuando llega el invierno, se queda dentro y se dedica a ver la televisión. Y cuando ya no aguanta más la tele, se sube al coche y se va a Adantic City. Se aloja en uno de esos hoteles con casino y se queda diez días seguidos jugando al blackjack. Unas veces gana, y otras pierde, pero a Stanley no le importa. Le sobra dinero para vivir, ¿qué más le da derrochar unos cuantos dólares de vez en cuando?

»Lo conozco desde hace mucho; más de treinta años, calculo. Era censor jurado de cuentas en Springfield, en Massachusetts. Hacia el sesenta y ocho o sesenta y nueve, su mujer, Peg, y él compraron una enorme mansión blanca en lo alto de esa colina, y empezaron a venir los fines de semana, en las vacaciones de verano, en navidades, siempre que podían. Su gran sueño era convertir la casa en un hotel rural y vivir allí cuando Stanley se jubilara. Así que hace cuatro años, Stanley deja su trabajo de censor de cuentas, Peg y él venden su casa de Springfield, y se mudan aquí para abrir el Chowder Inn. Nunca se me olvidará lo mucho que trabajaron aquella primavera, dándose prisa para que todo estuviera listo el fin de semana del Día de los Caídos. Todo marcha según los planes. Se ponen a dar lustre al local hasta que reluce como una patena. Contratan a un jefe de cocina y dos doncellas, y entonces, justo cuando están a punto de hacer las primeras reservas, a Peg le da un ataque y se muere. Allí mismo, en la cocina, en pleno día. De pronto está viva, hablando con Stanley y el cocinero, y al poco rato se cae redonda al suelo y exhala el último aliento. Ocurrió tan rápido, que se murió antes de que la ambulancia saliera del hospital.

»Por eso se dedica Stanley a cortar el césped. Algunos creen que se ha vuelto un poco loco, pero siempre que hablo con él veo al mismo tío que conocí hace treinta años, el mismo Stanley de siempre. Está triste porque ha perdido a su Peg, eso es todo. A unos les da por beber. A otros por buscar otra mujer. Stanley se dedica a cortar el césped. Eso no tiene nada de malo, ¿verdad?

»Hace tiempo que no lo veo, pero si Mary Ellen está bien enterada, y siempre lo ha estado que yo sepa, entonces es una buena noticia. Significa que Stanley va mejor, que quiere empezar a vivir otra vez. Hace ya unos minutos que Al Hijo ha ido a llamarlo. A lo mejor me equivoco, pero seguro que Stanley ha cogido el teléfono y están haciendo los preparativos para que ustedes tres se alojen allí. No estaría mal, ¿eh? Si Stanley ha abierto el establecimiento, ustedes serían los primeros huéspedes de pago en la historia del Chowder Inn. Vaya, vaya. Sería algo extraordinario, ¿no les parece?

DÍAS DE ENSUEÑO EN EL HOTEL EXISTENCIA

Quiero hablar de felicidad y bienestar, de esos raros e inesperados momentos en que enmudece la voz interior y uno se siente en paz con el mundo.

Quiero hablar del tiempo que hace a primeros de junio, de armonía y tranquilo reposo, de petirrojos y pinzones amarillos, de azulejos que pasan como flechas entre las verdes hojas de los árboles.

Quiero hablar de los benéficos efectos del sueño, de los placeres de la comida y el vino, de lo que ocurre en la cabeza cuando a las dos de la tarde se sale a la luz del sol y se siente en el cuerpo el cálido abrazo del aire.

Quiero hablar de Tom y Lucy, de Stanley Chowder y los cuatro días que pasamos en aquel albergue rural, de lo que pensamos y soñamos en lo alto de aquella colina al sur de Vermont.

Quiero recordar los cerúleos atardeceres, los lánguidos y rosáceos amaneceres, los osos gruñendo de noche en el bosque.

Quiero traerlo todo a la memoria. Si todo es demasiado pedir, entonces sólo una parte. No, más que eso. Casi todo. Casi todo, con espacios en blanco para los recuerdos que falten.

El taciturno pero cordial Stanley Chowder, experto segador de césped, astuto jugador de póquer y demonio del pimpón, aficionado al cine clásico norteamericano, veterano de la guerra de Corea, padre de una hija de treinta y dos años, maestra de cuarto de primaria que atiende al inverosímil nombre de Honey [7] y vive en Brattleboro. Stanley, de abundante cabellera y límpidos ojos azules, tiene sesenta y siete años pero está en buena forma para su edad. Alrededor de uno ochenta, complexión fuerte y enérgico apretón de manos.

Baja la colina en su coche para recogernos y llevarnos arriba. Tras saludar a Al Hijo y Al Padre, se presenta a sí mismo y luego nos echa una mano para trasladar nuestro equipaje del maletero de mi coche a la parte trasera de su ranchera Volvo. Observo que es rápido de movimientos, sólo le falta correr cuando va y viene de un vehículo a otro. Hay en sus gestos una nerviosa y consumada eficiencia. Stanley no es una persona cachazuda. La inactividad induce a pensar, y los pensamientos pueden resultar peligrosos, como cualquiera que viva solo entenderá enseguida. Tras escuchar el relato que ha hecho Al Padre de la muerte de Peg, veo a Stanley como un personaje perdido y atormentado. Complaciente, generoso en extremo, pero a disgusto consigo mismo: un hombre destrozado tratando de rehacer su vida.

Nos despedimos de los Wilson y les agradecemos su ayuda. Al Hijo promete informamos diariamente sobre los trabajos realizados en mi coche.

Un empinado camino vecinal con árboles a ambos lados; el terreno, lleno de baches; de cuando en cuando, una rama baja roza el parabrisas mientras subimos hacia la cresta de la colina. Stanley se excusa de antemano por los problemas con que podamos encontrarnos en el hostal. Hace dos semanas que está trabajando él solo para ponerlo en condiciones, pero aún queda mucho por hacer. Pensaba abrir para el Cuatro de Julio, pero cuando Al Hijo lo llamó para contarle nuestra apurada situación, no le «habría parecido bien» negarse a alojamos por unos días. Aún no ha contratado personal alguno, pero él mismo hará las camas y se ocupará de que estemos tan cómodos como las circunstancias lo permitan. Ya ha llamado a Brattleboro para hablar con su hija, que ha dicho que vendrá al hostal todos los días para hacernos la cena. Nos asegura que su hija es buena cocinera. Tom y yo le damos las gracias por su amabilidad. Absorto en esos múltiples asuntos, Stanley no se da cuenta de que Lucy no ha pronunciado una sola palabra.

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[5] Chowder es una especie de caldereta de pescado. (N del T.)

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[6] En jerga legal, demandante desconocido y, por extensión, el norteamericano anónimo. (N del T.)

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[7] En inglés, «miel». (N del T.)