Una mansión blanca de tres pisos con dieciséis habitaciones y un porche que rodea la casa. Un letrero a la entrada del camino dice THE CHOWDER INN, pero en cierto modo comprendo que acabamos de llegar al Hotel Existencia. De momento, decido no comunicar a Tom esa idea.
Antes de que nos conduzcan a nuestras habitaciones, Tom llama a Pamela desde el salón de la planta baja para explicarle lo que nos ha pasado. Stanley está arriba, haciendo las camas. Lucy se aleja hacia el sofá, y un momento después se arrodilla para acariciar al perro de Stanley, un labrador negro de avanzada edad llamado Spot [8]. Sin pretenderlo, pienso en Harry y en esa absurda frase que me ronda por la cabeza desde hace dos semanas: La cruz marca el lugar. El lugar se ha convertido ahora en un animal de cuatro patas, y mientras veo cómo el perro da unos lametazos a Lucy en la cara, me quedo cerca de Tom por si acaso me pasa el teléfono para que hable con Pamela. No lo hace, pero al escuchar lo que le dice, me sorprende la irritada respuesta de Pamela a la noticia de que nuestra llegada a Burlington se ha retrasado. Cualquiera diría que la avería del coche es culpa nuestra. Como si no ocurrieran imprevistos todo el tiempo. Pero Pamela acaba de pasar hora y media en el supermercado y en este momento «anda de coronilla» en la cocina para tener la cena preparada antes de que lleguemos. Como señal de hospitalidad y bienvenida, se le ha ocurrido una cena por todo lo alto, de muchos platos, que incluye de todo, desde gazpacho [9] hasta tarta de nueces casera, y se molesta, mejor dicho, se pone furiosa al enterarse de que ha estado trabajando para nada. Tom se disculpa una docena de veces, pero ella sigue regañándolo a pesar de todo. ¿Es ésa la nueva y mejorada Pamela de quien tanto he oído hablar? Si se lleva un chasco así cada vez que surge un pequeño contratiempo, ¿qué clase de madre adoptiva va a ser para Lucy? Lo último que la niña necesita es una burguesa neurótica que esté encima de ella todo el tiempo con requerimientos imperiosos y desmedidos.
Incluso antes de que Tom cuelgue el teléfono, decido que la Solución Burlington ha fenecido. Tacho el nombre de Pamela de la lista y me nombro a mí mismo tutor provisional de Lucy. Pero ¿acaso estoy yo más capacitado que Pamela para cuidar de Lucy? No, en múltiples aspectos seguro que no, pero en mi fuero interno sé que soy responsable de ella. Me guste o no.
Tom cuelga y sacude la cabeza.
– Vaya cabreo que ha cogido la señora -observa.
– Olvídate de Pamela -le sugiero.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que no vamos a Burlington.
– Ah. ¿Desde cuándo?
– Desde ahora mismo. Nos quedaremos aquí hasta que arreglen el coche, y luego volveremos a Brooklyn todos juntos.
– ¿Y qué piensas hacer con Lucy?
– Se viene a vivir conmigo, a mi apartamento.
– Cuando lo hablamos ayer, me dijiste que no tenías interés alguno.
– He cambiado de idea.
– Así que hemos venido hasta aquí para nada.
– En realidad, no. Mira a tu alrededor, Tom. Hemos aterrizado en el paraíso. Un par de días de descanso y sosiego, y volveremos a casa como nuevos.
Lucy no está a más de tres metros de nosotros cuando intercambiamos esas palabras, y oye hasta la última sílaba de lo que decimos. Cuando me vuelvo a mirarla, me está tirando besos con las dos manos, extendiendo los brazos a cada presión de los labios, como una prima donna en la noche de estreno. Me alegra verla tan contenta, pero también me asusta un poco. ¿Sé acaso dónde me estoy metiendo?
De pronto, recuerdo una frase de una película que vi a finales de los setenta. El título se me escapa, tanto la trama como los personajes han caído en el olvido, pero esas palabras me siguen resonando en la cabeza como si las hubiera oído ayer. «Los niños son un consuelo para todo; salvo para el hecho de tenerlos.»
Mientras Stanley nos lleva al último piso para enseñamos nuestras habitaciones, explica que Peg, la difunta señora Chowder («fallecida hace ya cuatro años»), se encargó de elegir los muebles, la ropa de cama, el papel pintado, las persianas venecianas, las alfombras, las lámparas, las cortinas, así como la multitud de pequeños objetos que se ven sobre las diversas mesas, mesillas y cómodas: tapetes de encaje, ceniceros, palmatorias, libros.
– Una mujer de gusto impecable -concluye.
Para mí, la decoración es un tanto recargada, un nostálgico intento de recrear el ambiente de una Nueva Inglaterra de antaño que en realidad era mucho más severa y apagada que las habitaciones juveniles y agradables que ahora tengo ante los ojos. Pero no importa. Todo parece limpio y cómodo, y hay un elemento que compensa y atenúa la nota dominante en la decoración cursi y desfasada: los cuadros que cuelgan de las paredes. Contrariamente a lo que cabría esperar, no hay una selección de bordados enmarcados, ni acuarelas de pobre ejecución de paisajes nevados de Vermont, ni grabados de Currier e Ives. Las paredes están cubiertas de fotografías en blanco y negro de veinte por veinticinco de antiguas estrellas cómicas de Hollywood. Es la única contribución de Stanley al aspecto de las habitaciones, pero eso es lo que marca la diferencia, inyectando una dosis de ingenio y ligereza en la formalidad del ambiente. De las tres habitaciones que nos ha preparado, una está dedicada a los Hermanos Marx, otra a Buster Keaton, y la última a Laurel y Hardy. Tom y yo dejamos que Lucy elija primero, y la niña se queda con Stan y Ollie al fondo del pasillo. Tom se decide por Buster, y yo acabo en medio de los dos, con Groucho, Harpo, Chico, Zeppo y Margaret Dumont.
Primera inspección del terreno. Inmediatamente después de deshacer el equipaje, salimos a ver el famoso césped de Stanley. Durante varios minutos, me inunda una oleada de sensaciones cambiantes. La impresión de la blanda y bien cuidada hierba bajo los pies. El zumbido de un tábano que me pasa cerca de la oreja. El olor a hierba. El aroma a lilas y madreselva. El rojo vivo de los tulipanes plantados alrededor de la casa. El aire empieza a vibrar, y un momento después una leve brisa me acaricia el rostro.
Paseo con mis tres compañeros y el perro, cavilando sobre cosas absurdas. Stanley nos informa de que la propiedad se extiende a lo largo y ancho de más de cuarenta hectáreas, y me imagino lo fácil que sería construir más casas si la población del Hotel Existencia superase la capacidad del edificio principal. Me estoy contagiando del sueño de Tom y deleitándome con las posibilidades. Veinticinco hectáreas de bosque. Un estanque. Un descuidado huerto de manzanas, una serie de colmenas abandonadas, una cabaña en el bosque para destilar sirope de arce. Y la hierba del césped de Stanley: la preciosa, interminable hierba, que se extiende a todo nuestro alrededor y más allá.
Nunca se hará realidad, digo para mis adentros. El plan de Harry está destinado al fracaso, y aunque no fuera así, ¿por qué doy por sentado que Stanley estaría dispuesto a vender su casa? Pero por otro lado, ¿y si Stanley se queda con nosotros y se asocia a la empresa? ¿Es la clase de persona que comprendería las aspiraciones de Tom? Llego a la conclusión de que tengo que conocerlo mejor, debo pasar todo el tiempo que pueda en su compañía.
Al cabo de unos veinte minutos o así, volvemos a la casa dando un rodeo. Stanley se apresura hacia el garaje para sacarnos unas hamacas, y cuando nos tumbamos, se disculpa y entra en el edificio. Tiene trabajo que hacer, pero los primeros huéspedes de pago del Chowder Inn son libres para holgazanear al sol todo el tiempo que quieran.
Durante unos minutos, miro cómo Lucy corretea por el césped, tirando palos al perro. A mi izquierda, Tom lee una obra dramática de Don DeLillo. Alzo la vista al cielo y observo las nubes que pasan. Un halcón describe un círculo y luego desaparece. Cuando vuelve, cierro los ojos. En cuestión de segundos, me quedo profundamente dormido.