A las cinco de la tarde, Honey Chowder hace su primera aparición, parando frente a la casa con el coche lleno de comestibles y dos cajas de vino. Para entonces, Tom y yo nos hemos levantado de las hamacas y estamos sentados en el porche, hablando de política. Interrumpimos nuestras condenas a Bush II y el Partido Republicano, bajamos los escalones hacia el Honda blanco, y nos presentamos a la hija de Stanley.
Es una mujer robusta, con el rostro salpicado de pecas, brazos fornidos y un apretón de manos que tritura los huesos. Rebosa seguridad en sí misma, sentido del humor y buena voluntad. Un poco autoritaria, quizá, pero ¿qué cabe esperar de una maestra de cuarto de primaria? Tiene una voz fuerte y algo ronca, pero me gusta su predisposición a la risa, su falta de complejos ante la dimensión de su personalidad. Llego a la conclusión de que es una chica competente, habilidosa, y sin duda divertida en la cama. No es guapa, pero tampoco fea. Radiantes ojos azules, labios carnosos, abundante cabellera entre rubia y cobriza. Mientras la ayudamos a descargar las bolsas de comestibles del maletero del coche, veo que mira a Tom con algo más que una distante curiosidad. El muy zopenco no nota nada, pero empiezo a preguntarme si esa joven mandona e inteligente no es la respuesta a mis oraciones. No una etérea B. P. M., sino una mujer soltera desesperada por cazar a un hombre. Un tornado. Una moza ansiosa, con mucha labia. Una apisonadora capaz de aplanar a nuestro muchacho.
Por segunda vez esta tarde, decido reservarme lo que pienso y no decir nada a Tom.
Tal como nos ha prometido Stanley, Honey nos prepara una cena excelente. Sopa de berros, lomo de cerdo asado, judías verdes con almendras, y de postre créme caramel, todo ello generosamente regado con buen vino. Siento una punzada de remordimiento por Pamela y el abortado festín que nos estaba preparando, pero dudo que el menú de Burlington hubiera podido superar lo que guarnece la mesa del Chowder Inn.
La victoriosa Lucy, ya liberada de su amenazante cautiverio, se presenta a cenar con su vestido de cuadros rojos y blancos, los zapatos negros de charol y los calcetines de volantes. No sé si es que a Stanley no le afecta el comportamiento de los demás o si es demasiado discreto, pero sigue sin hacer comentarios sobre el silencio de Lucy. Llevamos diez minutos comiendo, sin embargo, cuando su hija, mujer perspicaz y sin pelos en la lengua empieza a hacer preguntas. '
– ¿Qué le pasa a esta niña? ¿Es que no sabe hablar?
– Claro que sabe -contesto-. Lo que pasa es que no quiere.
– ¿Que no quiere hablar? -se extraña Honey-. ¿Qué significa eso?
– Es una prueba -explico, soltando la primera mentira que se me pasa por la cabeza-. Lucy y yo estábamos hablando el otro día sobre cosas difíciles, y llegamos a la conclusión de que no hablar es de las cosas más difíciles que se pueden hacer. Lucy acordó no decir una palabra en tres días. Si cumple su palabra, le he prometido que le daré cincuenta dólares. ¿No es así, Lucy?
Lucy asiente con la cabeza.
– ¿Y cuántos días te quedan? -continúo.
Lucy levanta dos dedos.
Ah, digo para mis adentros, ahí lo tenemos. Por fin ha confesado la niña. Dentro de dos días concluirá la tortura.
Honey entorna los ojos, a la vez recelosa y alarmada. Al fin y al cabo trabaja con niños, y nota que algo falla. Pero yo soy un desconocido para ella, y en lugar de insistir sobre el extraño y morboso juego que he inventado con la pequeña, aborda el problema desde otro punto de vista.
– ¿Por qué no está en el colegio esta niña? -pregunta-. Estamos a lunes, cinco de junio. Hasta dentro de tres semanas no empiezan las vacaciones de verano.
– Porque… -empiezo a decir, tratando apresuradamente de inventar otra bola-… Lucy va a un colegio privado… y el curso es más corto que en los colegios públicos. El viernes fue su último día de clase.
Una vez más, estoy seguro de que Honey no me cree. Pero a menos que se pase de la raya y cometa una grosería inaceptable, no puede seguir interrogándome sobre asuntos que no la conciernen. Me gusta esta mujer maciza y franca, y también su padre, el viejo Chowder, que está sentado frente a mí, despachando tranquilamente la cena y saboreando el vino, pero no tengo intención de sacar a relucir nuestros secretos de familia. No es que me avergüence de ser quienes somos, pero, por Dios, me digo a mí mismo, vaya familia que formamos. Menudo hatajo de almas en pena, tan variopinto y confuso. Qué ejemplo tan asombroso de imperfección humana. Un padre cuya hija no quiere tener nada más que ver con él. Un hermano que no ha visto a su hermana ni sabido nada de ella en tres años. Y una niña que se ha fugado de casa y sé niega a hablar. No, no vaya revelar a los Chowder la verdad de nuestro pequeño clan, tan escindido y calamitoso. Esta noche, no estoy dispuesto. Esta noche no; ni nunca, seguramente.
Tom debe de estar pensando algo parecido, porque se apresura a intervenir intentando desviar la conversación hacia otro tema. Empieza preguntando a Honey por su trabajo. Cuánto tiempo lleva en la enseñanza, por qué quiso ser maestra, qué le parece el sistema que siguen en Brattleboro, y todo eso. Sus preguntas son anodinas, de una atrofiada trivialidad, y al observar su expresión mientras habla con ella, veo que Honey no le interesa para nada: ni como mujer, ni como persona siquiera. Pero la Chowder es demasiado fuerte para dejar que la indiferencia de Tom le impida responder con gracia e inteligencia, y pronto es ella quien lleva la voz cantante, acribillando a nuestro muchacho con docenas de preguntas delicadas. Su agresividad hace que Tom se tambalee durante unos momentos, pero cuando cae en la cuenta de que su interlocutora es tan inteligente como él, se pone a la altura de las circunstancias y empieza a replicar como sólo él sabe. Stanley y yo apenas decimos palabra, pero a ambos nos divierte ese asalto de esgrima verbal que se ha iniciado ante nuestros ojos. Inevitablemente, la conversación se desvía hacia el tema de la política y las próximas elecciones de noviembre. Tom clama contra la creciente influencia de la derecha en Estados Unidos. Menciona la casi destrucción de Clinton, el movimiento antiabortista, la camarilla de las armas, la propaganda fascista de las tertulias radiofónicas, la cobardía de la prensa, la prohibición de enseñar el evolucionismo en algunos estados.
– Vamos hacia atrás -afirma-. Cada día que pasa, perdemos un pedazo de nuestro país. Si Bush sale elegido, no nos quedará nada.
Para mi sorpresa, Honey está totalmente de acuerdo con él. La paz reina durante treinta segundos aproximadamente, y luego ella anuncia su intención de votar por Nader.
– No hagas eso -la previene Tom-. Un voto a Nader es un voto para Bush.
– De eso nada -objeta Honey-. Es un voto para Nader. Además, Gore ganará en Vermont. Si no estuviera segura de eso, votaría por él. De ese modo puedo manifestar mi humilde protesta y evitar que Bush llegue a la presidencia.
– De Vermont no tengo idea -replica Tom-, pero sí sé que va a ser una elección reñida. Si en los estados decisivos hay mucha gente que piensa como tú, ganará Bush.
Honey se esfuerza por reprimir una sonrisa. Tom es tan puñeteramente serio que se muere por darle un corte con alguna observación descabellada y estrambótica para que deje de pontificar. Ya veo venir el chiste, y cruzo los dedos para que sea bueno.
– ¿Sabes lo que pasó la última vez que el pueblo escuchó a un bush [10] -pregunta Honey.
Nadie dice una palabra.
– Que estuvo cuarenta años vagando en el desierto.
Por mucho que le pese, Tom se echa a reír.
El combate singular llega a una conclusión súbita y decisiva, y Honey es la clara vencedora.
No quiero dejarme llevar por la emoción, pero creo que Tom ha encontrado la horma de su zapato. Que algo salga de todo eso es otra historia, una historia que el tiempo y las misteriosas atracciones de la carne contarán. Tomo nota de que debo estar atento a lo que pueda pasar.
A la mañana siguiente, temprano, llamo a la estación de servicio para hablar con Al Hijo, pero resulta que sigue sin hallar la solución al enigma del coche.