Выбрать главу

– Ahora mismo estoy trabajando en él -me informa-. En cuanto sepa de qué va, lo llamaré.

Me maravillo de lo poco que me afecta la noticia. Si acaso, me alegro de quedarme otro día en lo alto de nuestra colina, de no tener que pensar todavía en volver a Nueva York.

He de averiguar algo esta mañana, pero no consigo que Stanley se quede quieto el tiempo suficiente para entablar con él una conversación como es debido. Nos prepara el desayuno y nos lo sirve, pero en cuanto pone los platos en la mesa, sale precipitadamente de la cocina y sube a hacer las camas. Después de eso, se ocupa de diversas tareas de la casa: poner bombillas, sacudir alfombras, arreglar el marco de alguna ventana. No hay nada que hacer, salvo esperar a que más tarde se presente una ocasión.

El aire de la mañana es fresco, y hay neblina. Nos ponemos un jersey para salir al porche y contemplar el húmedo césped, empapado de rocío. Las nubes acabarán por fundirse y tendremos otra tarde radiante, pero de momento los árboles y matorrales apenas son visibles.

Lucy ha encontrado un libro en su habitación, y se lo trae al porche. Es un pequeño volumen de bolsillo, y como tapa el título con la mano, le digo que me lo enseñe para ver qué es. Los jinetes de la pradera roja, de Zane Grey. Le pregunto si es bueno, y asiente vigorosamente con la cabeza. No sólo bueno, parece decirme, sino una obra maestra de todos los tiempos.

Me parece una curiosa elección para una niña de nueve años pero ¿quién soy yo para ponerle pegas? A la niña le gusta leer digo para mí, y considero eso como un hecho positivo, una prueba de que nuestra pequeña fugitiva no tiene la mente atrofiada.

Tom se sienta en una silla a mi lado mientras Lucy estira las piernas en la mecedora con su novela del Oeste. El muchacho enciende su cigarrillo de después de las comidas y pregunta:

– ¿Crees que Al Hijo arreglará el coche algún día?

– Probablemente -contesto-. Pero yo no tengo prisa por salir de aquí. ¿Y tú?

– No, no mucha. Me empieza a gustar este sitio.

– ¿Te acuerdas de la cena con Harry la semana pasada?

– ¿Cuando te derramaste el vino tinto en los pantalones? ¿Cómo se me podría olvidar?

– He estado pensando en algunas de las cosas que dijiste aquella noche.

– Que yo recuerde, dije muchas cosas. Tonterías, en su mayor parte. Chorradas monumentales.

– No te encontrabas en tu mejor momento. Pero no dijiste ninguna estupidez.

– O tú estabas muy borracho para darte cuenta.

– Lo estuviera o no, tengo que saber una cosa. ¿Decías en serio eso de marcharte de la ciudad, o no eran más que palabras?

– Lo dije en serio, aunque no dejaba de ser mera palabrería.

– Eso es imposible. O una cosa u otra.

– Lo dije en serio, pero por otra parte soy consciente de que ese sueño nunca se hará realidad. Por tanto, no era más que hablar por hablar.

– ¿Y qué me dices del plan de Harry?

– Palabras, nada más. A estas alturas debías saber eso de Harry. Si hay alguien que siempre habla por hablar, ése es nuestro buen amigo Harry Brightman.

– No te lo discuto. Pero pongamos por caso que decía la verdad, imagínatelo. Figúrate que va a ganar mucho dinero y que estaría dispuesto a invertido en una casa de campo. ¿Qué dirías entonces?

– Diría: «Venga, vamos a hacerlo.»

– Bien. Ahora piénsalo detenidamente. Si pudieras comprar un sitio en cualquier parte del mundo, ¿dónde querrías que fuese?

– Todavía no he llegado a pensar en eso. Pero tendría que ser algún sitio aislado. Donde no hubiera gente alrededor.

– ¿Un sitio parecido al Chowder Inn?

– Sí. Ahora que lo dices, esto nos iría de maravilla.

– ¿Por qué no preguntamos a Stanley si quiere venderlo?

– ¿Para qué? No tenemos suficiente dinero para comprado.

– Te olvidas de Harry.

– No, no me olvido de él. Harry tiene sus cualidades, pero es la última persona a quien recurriría para algo así.

– Reconozco que hay una probabilidad entre un millón, pero sólo en el supuesto de que salga lo de Harry, ¿por qué no hablar con Stanley? Sólo por gusto. Si dice que le interesa, al menos sabremos el aspecto que tiene el Hotel Existencia.

– Aunque nunca vivamos aquí.

– Exacto. Aunque jamás volvamos en lo que nos queda de vida.

Resulta que Stanley lleva años pensando en vender la casa. Sólo la inercia y la apatía le han impedido «coger el toro por los cuernos», dice, pero si le ofrecieran un buen precio, no tardaría ni un minuto en mandarlo todo a hacer gárgaras. Ya no puede seguir viviendo con el fantasma de Peg. No puede soportar los crudos inviernos. No aguanta el aislamiento. Está hasta el gorro de Vermont, y sólo sueña con irse a vivir al trópico, a alguna isla caribeña donde haga calor todos los días del año.

Entonces, ¿por qué trabajar tanto para poner rápidamente a punto el Chowder Inn?, le pregunto. Por nada, contesta. No tiene nada mejor que hacer, y es una forma de combatir el aburrimiento.

Hora del almuerzo. Estamos los cuatro sentados a la mesa del comedor, comiendo fiambres, fruta y queso. Ahora que ha levantado la niebla, el sol entra a raudales por las ventanas abiertas, y los objetos de la habitación parecen más definidos, más vívidos, más llenos de color. Nuestro anfitrión desahoga sus penas con nosotros, pero yo me siento increíblemente feliz por estar donde estoy, dentro de mi propio cuerpo, mirando las casas que hay sobre la mesa, notando cómo el aire entra y sale de mis pulmones, saboreando el simple hecho de estar vivo. Es una lástima que se acabe la vida, digo para mí, qué pena que no podamos vivir para siempre.

Tom explica que en estos momentos no tenemos dinero para hacer una oferta por la casa, pero que tal vez estemos en condiciones de hacerla en las próximas semanas. Stanley dice que no sabe lo que vale la propiedad, pero que puede ponerse en contacto con una agencia inmobiliaria de la zona y averiguarlo. No sé si cree una palabra de lo que decimos, pero sólo con poder imaginarse una nueva vida parece haberse convertido en una persona diferente.

¿Por qué he alimentado este disparate? Todo depende de la venta de una falsificación del manuscrito de La letra escarlata, y no sólo estoy en contra de los planes delictivos de Harry, sino que para empezar tampoco tengo fe en ellos. Y lo que es más: aun cuando la tuviera, no me apetece nada trasladarme a Vermont. Hace poco tiempo que he empezado una nueva vida, y estoy muy contento de la decisión que tomé de instalarme en Brooklyn. Después de tantos años viviendo en el extrarradio, creo que la ciudad me va bien, y ya he empezado a tomarle cariño a mi barrio, con su cambiante mezcla de blanco, marrón y negro, su intrincado coro de acentos extranjeros, sus niños y sus árboles, sus laboriosas familias de clase media, sus parejas de lesbianas, sus tiendas de comestibles coreanas, el santón hindú de bata blanca que me saluda con una inclinación siempre que nos cruzamos por la calle, sus enanos y lisiados, sus ancianos pensionistas que avanzan paso a paso por la acera, las campanas de sus iglesias y sus diez mil perros, la furtiva población de vagabundos sin hogar, carroñeros solitarios que deambulan por las calles empujando sus carritos de la compra, hurgando en la basura en busca de botellas.

Si no quiero perder de vista todo eso, ¿por qué he obligado a Tom a mantener una absurda conversación sobre bienes inmuebles con Stanley Chowder? Para complacerlo, supongo. A fin de demostrarle que puede contar conmigo para llevar a cabo su proyecto, aunque ambos seamos conscientes de que los cimientos del nuevo Hotel Existencia no son sino «mera palabrería». Le llevo la corriente para que vea que estoy de su lado, y como Tom aprecia el gesto, también me sigue la corriente a mí. De esa recíproca manera nos engañamos lúcidamente a nosotros mismos. Como de todo esto no saldrá nada, podemos dedicarnos a soñar con toda tranquilidad sin tener que preocuparnos de las consecuencias. Ahora que hemos arrastrado a Stanley a nuestro pequeño juego, esto casi empieza a ser real. Pero no lo es. Sólo abundancia de palabras huecas y fantasía imposible, una idea tan falsa como el manuscrito de Hawthorne, que probablemente ni siquiera existe. Pero eso no quiere decir que el juego no resulte divertido. Hay que estar muerto para no disfrutar hablando de ideas descabelladas, ¿y qué mejor sitio para ello que en lo alto de una colina en medio de una región perdida de Nueva Inglaterra?