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Después de almorzar, el rejuvenecido Stanley me reta a una. Partida de pimpón en el cobertizo. Le digo que estoy desentrenado, que hace años que no juego, pero no se conforma con mi respuesta. El ejercicio me sentará bien, afirma, «hará que la vida vuelva a fluir», así que de mala gana acepto jugar una partida o dos. Lucy nos acompaña cobertizo para asistir a la competición, pero Tom se queda a leer en el porche, sentado en una silla y fumando un cigarrillo.

Enseguida compruebo que Stanley no juega al pimpón que yo conozco. Las raquetas y la pelota son iguales, pero una vez en sus manos el ejercicio de salón pasa a ser un deporte verdadero y agotador, una variante miniaturizada y demoníaca del tenis. Saca con un efecto devastador, imposible de devolver, se pone a tres metros de la mesa y responde a cada lanzamiento mío como si yo no desplegara más destreza que un niño de cuatro años. Me gana tres veces seguidas -veintiuno a cero, veintiuno a cero y veintiuno a cero-, y cuando concluye la gran paliza, no puedo hacer otra cosa que inclinarme humildemente ante el vencedor antes de salir hecho polvo del cobertizo.

Empapado en sudor, vuelvo a la casa para darme una ducha rápida y cambiarme de ropa. Al subir los escalones del porche con Lucy, Tom me informa de que ha llamado a Brooklyn hace quince minutos. Harry ha salido a hacer una gestión, pero Tom ha dejado recado a Rufus de que nos llame cuando vuelva.

– Para ver si sigue interesado -explica Tom-. No tiene sentido despertar esperanzas en Stanley si Harry ha cambiado de idea.

He estado en el cobertizo menos de una hora, pero noto que en ese breve intervalo Tom ha estado pensando mucho. Algo en sus ojos me dice que la charla que hemos mantenido con Stanley en el almuerzo ha cambiado su postura con respecto al nuevo Hotel Existencia. Empieza a creer que es factible. Empieza a albergar esperanzas.

Da la casualidad de que el teléfono suena en el instante mismo en que entro en el vestíbulo. Lo cojo, y es el propio Brightman, que parlotea alegremente al otro extremo de la línea. Le hablo de la avería del coche, del Chowder Inn y del entusiasmo de Stanley por hacer un trato con nosotros.

– Éste es el sitio -prosigo-. La idea de Tom quizá resultaba un poco extraña en aquel restaurante de la ciudad, pero cuando estás aquí todo parece bastante razonable. Por eso te ha llamado. Para saber si todavía te apuntas.

– ¿Que si me apunto? -brama enfadadísimo Harry, en tono de actor decimonónico-. Cerramos el trato con un apretón de manos, ¿no?

– No, que yo recuerde.

– Bueno, a lo mejor no fue un verdadero apretón de manos, físicamente hablando. Pero a los tres nos pareció bien. Eso sí lo recuerdo perfectamente.

– Un apretón de manos imaginario.

– Eso es. Un apretón de manos imaginario. Un acuerdo mental.

– Todo dependiendo de tu pequeña operación, claro está.

– Pues claro. Ni que decir tiene.

– De manera que estás decidido a seguir adelante.

– Ya sé que tienes tus dudas, pero las cosas se están empezando a aclarar.

– ¿De veras?

– Sí. Y me complace comunicarte una excelente noticia. No creas que no me he tomado en serio tu consejo, Nathan. Le dije a Gordon que lo estaba pensando mejor, y que si no me organizaba un encuentro con el esquivo señor Metropolis, me retiraba del asunto.

– ¿Y?

– Y lo he conocido. Gordon lo trajo a la tienda y me lo presentó. Un individuo de lo más interesante. Apenas dijo una palabra, pero me di cuenta de que estaba en presencia de un verdadero profesional.

– ¿Te llevó alguna muestra de su trabajo?

– Una carta de amor de Charles Dickens a su amante. Espléndida demostración.

– Te deseo suerte, Harry. Si no por ti, al menos por Tom.

– Vas a estar orgulloso de mí, Nathan. Después de nuestra conversación del otro día, he pensado que necesito adoptar ciertas precauciones. Sólo por si se tuercen las cosas. No es que vayan a salir mal, pero cuando se ha vivido tanto como yo, sería una estupidez no considerar todas las posibilidades.

– Me parece que no te comprendo.

– No tienes por qué. Ahora no, en cualquier caso. Cuando llegue el momento, si es que llega, lo entenderás todo. Probablemente sea el paso más inteligente que he dado en la vida. Un espléndido gesto, Nathan. El derroche de los derroches. Un prodigioso salto del ángel hacia la grandeza eterna.

No sé de qué me habla. Harry está en pleno discurso grandilocuente, haciendo alarde de sus enigmáticas declaraciones únicamente por el caprichoso placer de escucharse a sí mismo, y no tiene sentido prolongar la conversación. Tom, que se ha acercado, está junto a mí. Sin molestarme en añadir una palabra más, le paso el teléfono y subo a darme una ducha.

A la mañana siguiente, Lucy abre por fin la boca y se pone a hablar.

Estoy esperando respuestas y revelaciones, el descubrimiento de múltiples misterios, un gran rayo de luz atravesando las tinieblas. No sé cómo se me ha ocurrido pensar que el lenguaje sería un vehículo de comunicación más eficaz que los gestos y movimientos de cabeza. Lucy ha resistido nuestros intentos de sonsacarle algo durante tres días consecutivos, y una vez que se toma la molestia de hablar, sus palabras apenas sirven de más ayuda que su silencio.

Empiezo por preguntarle dónde vive.

– En Carolina -responde, arrastrando las sílabas con el mismo acento provinciano del Sur que advertí en su voz el lunes por la mañana.

– ¿Carolina del Norte o Carolina del Sur?

– Carolina Carolina.

– Eso no existe, Lucy. Lo sabes perfectamente. Ya eres una niña mayor. Una de dos, Carolina del Norte o Carolina del Sur.

– No te enfades, tío Nat. Mamá me dijo que no lo dijera.

– ¿Fue idea de tu madre lo de que fueras a Brooklyn, a casa de tu tío Tom?

– Mamá dijo que me fuera, así que me fui.

– ¿Te dio pena dejarla?

– Mucha pena. Yo quiero a mi mamá, pero ella sabe lo que está bien.

– ¿Y qué me dices de tu padre? ¿Él también sabe lo que está bien?

– Pues claro. Es el hombre más justo del mundo.

– ¿Por qué no hablabas, Lucy? ¿Qué te ha hecho guardar silencio durante tantos días?

– Ha sido por mamá. Para que sepa que pienso en ella. Así es como hacemos las cosas en casa. Papá dice que el silencio purifica el espíritu, que nos prepara para recibir la palabra de Dios.

– ¿Quieres a tu padre tanto como a tu madre?

– No es mi verdadero padre. Soy adoptada. Pero he salido de la tripa de mamá. Me llevó nueve meses dentro de ella, así que soy sólo de ella.

– ¿Te dijo por qué quería que vinieras al Norte?

– Me dijo vete, así que me fui.

– ¿No te parece que Tom y yo deberíamos hablar con ella? Es su hermano, ya lo sabes, y yo soy su tío. Mi hermana era su madre.

– Lo sé. La abuela June. Viví con ella, pero ya se ha muerto.

– Si me das el teléfono de tu casa, las cosas serán mucho más sencillas para todos. No te mandaré de vuelta si no quieres ir. Sólo me interesa hablar con tu madre.

– No tenemos teléfono.

– ¿Cómo?

– A papá no le gustan los teléfonos. Una vez tuvimos uno, pero acabó devolviéndolo a la tienda.

– Muy bien, vale. ¿Me das tu dirección, entonces? Debes saberla.

– Sí, la sé. Pero mamá me dijo que no la dijera, y cuando mamá me dice algo, yo lo hago.

Esa conversación, exasperante y crucial, tiene lugar a las siete de la mañana. Lucy me ha despertado llamando a mi puerta, y se sienta a mi lado en la cama mientras yo me froto los ojos y acometo mi inútil interrogatorio. Tras la otra puerta, en la habitación Buster Keaton, Tom sigue durmiendo, pero cuando baja a desayunar una hora después, no tiene más éxito que yo en la tarea de sacarle información. Juntos, seguimos acribillándola a preguntas durante casi toda la mañana, pero la niña demuestra su temple y no cede un ápice. Ni siquiera nos dice en qué trabaja su padre («Tiene un trabajo») ni si su madre sigue teniendo el tatuaje en el hombro izquierdo («Nunca la he visto sin ropa»). El único hecho que decide poner en nuestro conocimiento no guarda relación con nuestros propósitos: su mejor amiga se llama Audrey Fitzsimmons. Nos enteramos de que Audrey lleva gafas, pero echando pulsos es la mejor de la clase de cuarto. No sólo gana a todas las chicas, sino que también es más fuerte que cualquier chico.