– Un inconveniente menor, Tom. Pero pobre de aquel que lea a Poe y se olvide de Thoreau. ¿No es verdad?
Tom esbozó una amplia sonrisa, y luego volvió a levantar la copa.
– A tu salud, tío Nat.
– A la tuya, doctor Pulgarcito -contesté.
Tomamos otro trago de burdeos. Al dejar la copa sobre la mesa, le pedí que me resumiera su línea de argumentación.
– Se trata de mundos inexistentes -empezó a explicar mi sobrino-. Es un estudio sobre el refugio interior, un mapa del territorio adonde se va cuando ya no es posible vivir en el mundo real.
– La imaginación.
– Exacto. Primero, Poe, y un análisis de tres de sus obras más olvidadas: Filosofía del mobiliario, La casita de Landor y El señorío de Arnheim. Consideradas por separado, estas obras son simplemente curiosas, excéntricas. Pero, vistas en conjunto, ofrecen un sistema plenamente elaborado de las aspiraciones humanas.
– No las he leído. Creo que ni siquiera he oído hablar de ellas.
– Dan una descripción de la habitación ideal, la casa ideal, el paisaje ideal. Después salto a Thoreau y examino la habitación, la casa y el paisaje tal como se presentan en Walden.
– Lo que se llama un estudio comparativo.
– Nadie pone nunca a Poe y Thoreau en el mismo plano. Representan extremos opuestos del pensamiento norteamericano. Pero ahí está lo bueno. Un borracho del Sur…, políticamente reaccionario, de modales aristocráticos, imaginación fantasmagórica. Y un abstemio del Norte…, de opiniones radicales, comportamiento puritano, lúcido en su trabajo. Poe representa el artificio y la oscuridad de una habitación a medianoche. Thoreau es la sencillez y la claridad del aire libre. A pesar de sus diferencias, sólo se llevaban ocho años, lo que los hace casi exactamente contemporáneos. Y ambos murieron jóvenes: a los cuarenta y cuarenta y cinco años. Entre los dos, apenas vivieron más que un viejo, y ninguno de ellos dejó descendencia. Con toda probabilidad, Thoreau llegó virgen a la tumba. Poe se casó con su prima adolescente, pero aún queda la incógnita de si el matrimonio llegó a consumarse antes de la muerte de Virginia Clemm. Llámalos paralelismos, coincidencias, pero esos hechos externos son menos importantes que la íntima verdad de su vida. A su manera desenfrenadamente personal, a los dos les dio por reinventar Norteamérica. En sus reseñas y artículos críticos, Poe combatió por una nueva literatura autóctona, una literatura norteamericana libre de influencias inglesas y europeas. La obra de Thoreau representa una incesante arremetida contra el orden establecido, una batalla por encontrar una nueva forma de vivir en esta tierra. Ambos creían en Norteamérica, y los dos opinaban que este país se estaba yendo al carajo, aplastado por una creciente montaña de máquinas y dinero. ¿Cómo iba alguien a pensar en medio de toda aquella barahúnda? Ambos querían alejarse de eso. Thoreau se marchó a las afueras de Concord, haciendo como si se hubiera exiliado en el bosque; sin otra razón que la de demostrar que eso era perfectamente factible. Con tal de tener el valor de rechazar las imposiciones de la sociedad, todo el mundo podía vivir como le diera la gana. ¿Y con qué objeto? Para ser libre. Pero ¿libre para qué? Para leer, para escribir libros, para pensar. Para ser libre y escribir un libro como Walden. Poe, por su parte, se refugió en un sueño de perfección. Echa una mirada a Filosofía del mobiliario, y descubrirás que su habitación imaginaria estaba concebida exactamente con el mismo propósito. Es un recinto para leer, escribir y pensar. Un lugar de contemplación, un refugio silencioso donde el espíritu puede hallar al fin cierto grado de paz. ¿Utopía imposible? Sí. Pero también alternativa sensata a las condiciones de la época. Porque el caso era que Norteamérica se estaba yendo verdaderamente al carajo. El país se encontraba dividido en dos, y todos sabemos lo que pasó sólo un decenio después. Cuatro años de muerte y destrucción. Un baño de sangre provocado por las mismas máquinas que debían hacernos felices y ricos a todos.
El chico era tan listo, tan elocuente, tan culto, que me sentí honrado de contarme entre los miembros de su familia. A los Wood les había tocado pasar una época bastante mala, pero al parecer Tom había capeado el temporal de la ruptura de sus padres -así como las tormentas adolescentes de su hermana, que se había rebelado contra el segundo matrimonio de su madre, escapándose de casa a los diecisiete años- con una actitud ante la vida sobria, reflexiva y un tanto perpleja, y yo lo admiraba por haberse mantenido con los pies bien puestos sobre la tierra. Tom no tenía mucho contacto con su padre, que inmediatamente después del divorcio se había marchado a California para trabajar en el Los Angeles Times, y al igual que su hermana no sentía gran afecto ni respeto por el segundo marido de June. Su madre y él, en cambio, estaban muy unidos, y habían sobrellevado el drama de la desaparición de Aurora como buenos compañeros, soportando hasta el final las mismas pesadumbres y esperanzas, las perspectivas sombrías, la ansiedad inacabable. Rory había sido una de las niñas más divertidas y encantadoras que yo había conocido en la vida: un torbellino de frescura y atrevimiento, una sabihonda, un mecanismo inagotable de espontaneidad y diabluras. Ya cuando tenía dos o tres años, Edith y yo nos referíamos a ella como la Niña Risueña, y según crecía se iba convirtiendo en la animadora de la familia Wood, una payasa cada vez más taimada y revoltosa. Tom sólo le llevaba dos años, pero siempre se había ocupado de ella, y, una vez desaparecido su padre de escena, la mera presencia del hermano había constituido un factor de estabilidad en la vida de la muchacha. Pero entonces Tom se fue a la universidad y Rory se descontroló: primero, fugándose a Nueva York, y luego, tras una breve reconciliación con su madre, desapareciendo sin dejar rastro. En la época de aquella comida de celebración de la licenciatura de Tom, ya era madre soltera (había dado a luz a una niña llamada Lucy), y tras volver a casa el tiempo suficiente para endilgar la criatura a mi hermana, se esfumó de nuevo. Cuando June murió catorce meses después, Tom me informó en el funeral de que Aurora había vuelto poco antes para reclamar a la niña, marchándose de nuevo al cabo de dos días. No apareció en el entierro de su madre. Tal vez hubiera querido asistir, apuntó Tom, pero nadie sabía cómo ni dónde ponerse en contacto con ella.
A pesar de todos los desastres familiares, y de perder a su madre cuando sólo tenía veintitrés años, jamás puse en duda que Tom se abriría paso en el mundo. Tenía demasiadas cualidades para fracasar, una personalidad demasiado sólida para que los imprevisibles vientos del dolor y la mala suerte lo apartaran de su camino. En el funeral de su madre, iba como sumido en un letargo, abrumado por la pena. Probablemente debí hablar más con él, pero yo también estaba anonadado, demasiado afligido como para servirle de mucho. Unos abrazos, lágrimas compartidas, pero eso fue todo. Luego él volvió a Ann Arbor, y entonces nos perdimos de vista. La culpa fue sobre todo mía, pero Tom ya era lo bastante mayor para haber tomado la iniciativa, y podía haberme enviado noticias siempre que hubiese querido. O, si no a mí, a su prima hermana Rachel, que por entonces también estaba en la región central del país, en Chicago, haciendo sus estudios de doctorado. Se conocían desde muy niños y siempre se habían llevado bien, pero Tom tampoco se puso en contacto con ella. A medida que pasaban los años, de vez en cuando sentía una pequeña punzada de culpabilidad, pero yo también estaba pasando una mala racha (problemas de todo tipo: matrimoniales, de salud, de dinero), y tenía demasiadas cosas en que pensar para acordarme mucho de él. Siempre que lo hacía, me lo imaginaba siguiendo adelante con sus estudios, avanzando sistemáticamente en su carrera a medida que ascendía en el escalafón universitario. En la primavera de 2000, estaba seguro de que había conseguido un puesto en alguna universidad prestigiosa como Berkeley o Columbia: un joven y destacado intelectual que ya estaría trabajando en su segundo o tercer libro.
Es de imaginar entonces mi sorpresa cuando, al entrar en el Brightman's Attic aquella mañana de un martes de mayo, me encontré a mi sobrino sentado detrás del mostrador, devolviendo el cambio a una clienta. Afortunadamente, lo vi antes que él a mí. Sabe Dios las lamentables palabras que habrían salido de mis labios si no hubiera dispuesto de aquellos diez o quince segundos para asimilar la impresión. No me estoy refiriendo únicamente al hecho inverosímil de que estaba allí, trabajando de empleado en una librería de lance, sino también al cambio radical de su aspecto físico. Tom siempre había sido un tanto regordete. Le había tocado uno de esos cuerpos campesinos de huesos grandes, estructurados para soportar la carga de considerables pesos -obsequio genético de su ausente y medio alcohólico padre-, pero aun así la última vez que lo había visto se encontraba en bastante buena forma. Corpulento, sí, pero también fuerte y musculoso, de paso ágil y atlético. Ahora, siete años después, pesaba catorce o quince kilos más, estaba grueso y daba la impresión de ser más bajo. Le había salido papada justo debajo de la mandíbula, y hasta sus manos habían cobrado esa gordura fofa que se observa en los fontaneros de mediana edad. No era algo agradable de ver. Se había extinguido la chispa en los ojos de mi sobrino, y todo en él sugería derrota.