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– No vuelvas a Brattleboro -recomendó a Honey-. Es más de medianoche y has bebido demasiado.

¿Nada más que buena educación, o un taimado plan para llevársela a la cama?

– Puedo conducir por esa carretera con los ojos cerrados -contestó Honey-. No te preocupes por mí.

A continuación explicó que al día siguiente tenía que levantarse más pronto que de costumbre (algo que ver con una reunión de padres de alumnos), pero noté que la solicitud de Tom la había emocionado, o al menos eso me pareció. Luego se despidió y nos dio un beso. Primero a su padre, luego a mí -un leve roce con los labios en la mejilla- y por último a Tom. El muchacho no sólo recibió un beso en los labios, sino también un abrazo: un abrazo cálido, que duró varios segundos más de lo que la situación parecía requerir.

– Buenas noches -dijo Honey, diciéndonos adiós con la mano mientras se dirigía a la puerta-. Hasta mañana, chicos.

Se presenta al día siguiente a las cuatro, trayendo cinco langostas, tres botellas de champán y dos postres diferentes. Nuestra jefa de cocina, de tan notable talento, nos prepara otro festín, y ahora que Lucy está dispuesta a sumarse a la conversación la maestra y la alumna de cuarto de primaria hablan de cosas del colegio durante buena parte de la cena, mencionando sin orden ni concierto los títulos de sus libros favoritos. Al Hijo y Al Padre todavía no han aparecido con mi coche, pero anuncio que mi Olds está arreglado y que mañana estará en nuestras manos. Con tanta charla y buen humor en torno a la mesa, omito mencionar la causa de la avería, porque no quiero estropear el ambiente sacando a colación un asunto tan desagradable. Tom ya lo sabe todo, pero él también se muestra reacio a informar sobre la mala pasada que nos han jugado. Honey y Lucy cantan canciones tontas mientras parten su langosta, y ¿para qué voy a aguarles la diversión con una desalentadora historia de resentimientos de clase y animosidad provinciana?

Cuando llevo arriba a Lucy para acostarla, caigo en la cuenta de que estoy muy cansado para trasnochar otra vez y quedarme con los otros a trasegar copa tras copa de vino. Los Chowder aguantan la bebida y Tom, con su gran volumen y sus prodigiosos apetitos, no les va en absoluto a la zaga, pero yo soy un ex paciente de cáncer, delgaducho y con poco aguante, y temo levantarme con resaca mañana por la mañana.

Me siento al borde de la cama de Lucy y le leo la novela de Zane Grey hasta que cierra los ojos y se queda dormida. Cuando voy a mi habitación, que es la de al lado, oigo risas procedentes del comedor. Me llegan unas palabras de Stanley, algo sobre estar «hecho polvo», y luego Honey añade no sé qué de «la habitación Charlie Chaplin» y «a lo mejor no es mala idea». Es difícil saber de lo que están hablando, pero ésta podría ser una posibilidad: Stanley está a punto de irse a la cama, y Honey ha bebido demasiado para conducir y piensa quedarse a dormir en el hostal. Si no me equivoco, la habitación Charlie Chaplin es la que está al lado de la de Tom.

Me meto en la cama y empiezo a leer Senectud, de Italo Svevo. Es la segunda novela de ese autor que leo en menos de dos semanas, pero La conciencia de Zeno me produjo tal impresión que decidí leer cualquier cosa de Svevo que cayera en mis manos. Ese libro, cuyo título en italiano es Senilita, me parece perfecto para un viejo chocho como yo. Un hombre de edad madura y su joven amante. Las penas del amor. Esperanzas truncadas. Cada dos párrafos, me detengo un momento y pienso en Marina González, sintiendo un vacío ante la idea de no volver a verla más. Estoy tentado de masturbarme, pero resisto el impulso porque los oxidados muelles del somier me delatarían. Sin embargo, de cuando en cuando meto la mano bajo las sábanas y me toco un momento la polla. Sólo para asegurarme de que la sigo teniendo, para comprobar que mi antigua amiga no me ha abandonado.

Media hora después, oigo que alguien sube pesadamente las escaleras. Dos pares de piernas, dos voces susurrantes: Tom y Honey. Vienen por el pasillo en dirección a mi puerta, luego se detienen. Me esfuerzo por percibir unas palabras de su conversación, pero hablan en voz muy queda y no alcanzo a entender nada. Al fin, oigo que Tom dice «buenas noches», y un momento después se abre y se cierra la puerta de la habitación Charlie Chaplin. Al cabo de tres segundos, ocurre lo mismo con la puerta de la habitación Buster Keaton.

La pared de separación entre el cuarto de Tom y el mío es muy fina -un ligerísimo tabique de pladur-, y se oye hasta el más leve ruido. Oigo cómo se quita los zapatos y se desabrocha el cinturón, cómo se lava los dientes en el lavabo, le oigo suspirar, tararear, meterse bajo las mantas de su chirriante cama. Estoy a punto de cerrar el libro y apagar la luz, pero nada más alargar el brazo hacia la lámpara oigo que llaman suavemente a la puerta de Tom. La voz de Honey dice: «¿Estás dormido?» Tom dice que no, y cuando Honey pregunta si puede entrar, nuestro muchacho contesta que sí, y al pronunciar esa sílaba el propósito oculto que nos llevó a salir de la autopista y coger la Route 30 está a punto de cumplirse.

Los ruidos se oyen con tal nitidez, que no tengo dificultad en seguir todos los detalles de la actividad que se desarrolla al otro lado del tabique.

– No pienses cosas raras -advierte Honey-. Esto no lo hago todos los días.

– Lo sé -contesta Tom.

– Sólo que hace mucho tiempo desde la última vez.

– Lo mismo digo. Pero que mucho.

Oigo cómo ella se mete en la cama a su lado, y no se me escapa nada de lo que sucede a continuación. El encuentro sexual es un asunto empalagoso y extraño, ¿para qué molestarse en describir los sorbetones y gemidos que siguieron? Tom y Honey se merecen su intimidad, y por ese motivo concluiré aquí mi relación de los acontecimientos de esta noche. Si hay lectores a quienes no les parece bien, les pido que cierren los ojos y recurran a la imaginación.

A la mañana siguiente, Honey ya se ha ido hace mucho cuando el resto de la casa se levanta de la cama. Es otra jornada espléndida, el día más hermoso de la primavera, pero además resulta estar lleno de sorpresas, y al final los sobresaltos acabarán con la perfección del paisaje y el tiempo, arrojándolos a un apartado rincón de la memoria. Si guardo algún recuerdo de aquel día, es sólo en forma de rompecabezas deshecho, como un amasijo de impresiones aisladas. Un trozo de cielo azul por aquí; un abedul por allá, con el reflejo del sol en su corteza plateada. Nubes que semejan rostros humanos, mapas de países, animales de diez patas surgidos de un sueño. La fugaz visión de una culebra avanzando sinuosa entre la hierba. El lamento de cuatro notas de un sinsonte escondido. Las mil hojas de un álamo temblando como polillas heridas mientras el viento corre entre las ramas. Uno por uno, van apareciendo todos los elementos, pero el conjunto está ausente, las partes no se conjugan, y no puedo hacer otra cosa que buscar los restos de un día que no existe plenamente.

Empieza con la llegada de Al Hijo y Al Padre a las nueve de la mañana. Tom sigue arriba, en la habitación Buster Keaton, comatoso tras su revolcón de anoche con Honey. Lucy y yo estamos en pie desde las ocho, y nos disponemos a salir de la casa para dar un paseo cuando aparecen los Wilson en un convoy de dos vehículos: un Mustang descapotable de color rojo y mi Cutlass verde limón. Suelto la mano de Lucy para estrechársela a esos dos formales y resueltos caballeros. Me dicen que el coche ha quedado como nuevo. Al Padre me presenta la factura de sus servicios, y allí mismo le extiendo un talón. Entonces, justo cuando creo que la transacción ha concluido, Al Hijo suelta el primer bombazo del día.

– El caso es, señor Glass -dice, dando unas palmaditas al techo de mi coche-, que fue una suerte que aquel imbécil le estropeara el depósito.