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– Así que ahora tú me entregas a la poli. Un error no se remedia con otro, Gordon. Al menos estás vivo. Y eres lo bastante joven como para esperar algo de la vida. Si me vuelves a mandar a la cárcel, estoy acabado. Soy hombre muerto.

– No queremos matarte, Harry -anunció Trumbell, volviendo a intervenir de pronto en la conversación-. Queremos hacer un trato contigo.

– ¿Un trato? ¿Qué clase de trato?

– No estamos buscando un desquite. Sólo queremos hacer justicia. Gordon ha sufrido por tu causa, y creemos que ahora se merece cierta compensación. Al fin y al cabo, lo justo es lo justo. Si te avienes a colaborar, no diremos una palabra a la policía.

– Pero si tú eres rico. Gordon tiene todo el dinero que pueda necesitar.

– Algunos miembros de mi familia son ricos. Lamentablemente, no soy uno de ellos.

– Yo no tengo dinero. Me las puedo arreglar para conseguir los diez mil que te debo, pero nada más.

– Puede que andes escaso de efectivo, pero nos conformaríamos con los otros bienes que posees.

– ¿Los otros bienes? ¿A qué te refieres?

– Mira tu alrededor. ¿Qué es lo que ves?

– No. No podéis hacer eso. Me estás tomando el pelo.

– Yo veo libros, Harry, ¿tú no? Veo centenares de libros. Y no libros simplemente, sino ediciones originales, y hasta firmadas por el autor. Por no hablar de lo que tienes guardado en los cajones y vitrinas de ahí abajo. Manuscritos. Cartas. Autógrafos. Si nos entregas lo que contiene esta habitación, consideraremos que estamos en paz.

– Me dejaréis limpio. En la ruina.

– Me parece que no tienes otra alternativa, señor Dunkel-Brightman. ¿Qué prefieres: que te detengan acusado de fraude, o una vida tranquila y apacible como dueño de una librería de lance? Piénsalo detenidamente. Gordon y yo volveremos mañana con una furgoneta grande y una cuadrilla de embaladores. No tardaremos más de un par de horas, y luego te habrás librado de nosotros para siempre. Si tratas de impedirlo, no tendré más que coger el teléfono y llamar a la policía. Tú decides, Harry. Vivir o morir. Vaciar una habitación… o una segunda temporadita en la cárcel. Aunque mañana no nos des los libros, acabarás perdiéndolos de todas formas. Lo entiendes, ¿no? Sé sensato, Harry. No te resistas. Si cedes por las buenas, harás un favor a todo el mundo, empezando por ti mismo. Vendremos entre las once y las doce. Ojalá pudiera ser más preciso, pero no es fácil hacer previsiones tal como está el tráfico últimamente. A demain, Harry. Y gracias.

La puerta se abrió entonces, y mientras Dryer y Trumbell salían apartándolo de un empujón, Rufus miró al interior del despacho y vio a Harry sentado al escritorio con la cabeza entre las manos, sollozando como un niño. Con que Harry se hubiera tranquilizado un poco para pensar un momento en lo que acababa de pasar, habría comprendido que la acusación de Dryer y Trumbell carecía de todo fundamento, que la amenaza de entregarlo a la policía no era más que un farol ridículo y mal urdido. ¿Cómo podían demostrar que Harry había intentado venderles a sabiendas un manuscrito falso sin implicarse ellos mismos? Al confesar su conocimiento de la falsificación, se habrían visto obligados a entregar al falsificador a la policía, y ¿qué posibilidades había de que Ian Metropolis admitiera su participación en el engaño? Suponiendo que existiera alguien llamado Ian Metropolis, desde luego, lo que me parecía bastante improbable. Lo mismo con los tres supuestos expertos que habían examinado su obra. Me daba la impresión de que Dryer y Trumbell habían falsificado ellos mismos la página de Hawthorne, y con una víctima tan crédula como Harry, ¿qué les habría costado convencerlo de que tenía ante los ojos la caligrafía de un maestro de la falsificación? Harry me dijo que había visto a Metropolis cuando estábamos en Vermont, pero ¿cómo podía saber que aquel hombre era quien decía ser? La carta de Dickens no tenía la menor importancia. Ya fuera auténtica o falsa, no tenía nada que ver con el asunto. De principio a fin, la trama para machacar a Harry sólo la habían llevado a cabo dos hombres, con la breve aparición de un tercero que se hacía pasar por otro. Dos granujas no muy listos y su anónimo compinche. Un trío de cabrones.

Pero Harry no pensaba con claridad aquel día. ¿Cómo podía pensar cuando su cabeza no era más que una herida abierta, una hendidura por donde supuraba un revoltijo de materia gris, neuronas reventadas e impulsos eléctricos cortocircuitados? ¿Dónde estaba la razón cuando el ser adorado acababa de insultarlo con una letanía de monstruosas invectivas, partiéndole el desventurado corazón con los hachazos de su desprecio? ¿Cómo podía hablarse de equilibrio mental cuando ese mismo hombre y su nueva pareja le declaran su intención de robarle todo lo que posee y él no puede hacer nada para impedirlo? ¿Quién podría criticar a Harry por falta de recursos para ver las cosas con cierta perspectiva? ¿Se le podría reprochar que hubiera caído en un estado de terror puro, de pánico animal?

Cuando Rufus entró en el despacho, Harry se levantó de la mesa y se puso a aullar. Ya estaba más allá de las palabras: era incapaz de articular una sola frase coherente, y los sonidos que salían de su garganta eran tan espantosos, contó Rufus, tan atroces y cargados de angustia, que él se puso a temblar de miedo. Dryer y Trumbell seguían bajando las escaleras hacia la salida, y sin molestarse siquiera en mirar a Rufus, Harry salió disparado de detrás del escritorio y se lanzó en su persecución. Rufus fue tras él; pero despacio, con precaución, casi paralizado por el pánico. Cuando llegó al pie de las escaleras, Dryer y Trumbell ya habían salido y Harry estaba abriendo la puerta de la librería: todavía gritando, todavía persiguiéndolos. Había un taxi aparcado justo enfrente, con el motor y el taxímetro en marcha, y los dos hombres subieron a la parte de atrás antes de que Harry pudiera alcanzarlos. Agitó el puño hacia el taxi que se alejaba, se detuvo un momento para gritar dos palabras -¡Criminales! ¡Asesinos!- y entonces, completamente fuera de sí, echó a correr por la Séptima Avenida con toda la rapidez que le permitían las piernas, chocando con los transeúntes, tropezando, cayendo al suelo, levantándose, pero sin parar un momento hasta que llegó a la siguiente esquina y el taxi se perdió de vista. Rufus lo vio todo desde lejos, siguiendo el borroso contorno de Harry mientras las lágrimas le corrían por la cara.

En el preciso momento en que Harry se detenía, Nancy Mazzuchelli doblaba la misma esquina, y al encontrarse de frente con su antiguo jefe se quedó perpleja viéndolo en tan horrible estado. Tenía las mejillas enrojecidas y brillantes, respiraba con dificultad, se había hecho un desgarrón en el codo de la chaqueta, y el pelo siempre tan repeinado le caía en desordenados mechones en torno al cráneo.

– Harry -exclamó-. ¿Qué te pasa?

– Me han asesinado, Nancy -repuso Harry, sin dejar de jadear y apretándose fuertemente el pecho con la mano-. Me han dado una puñalada en el corazón y me han matado.

Nancy lo rodeó con los brazos y le dio unas suaves palmaditas en la espalda.

– No te preocupes -lo animó-. Todo va a salir bien.

Pero no salió bien. No salió nada bien. Apenas acababa de pronunciar Nancy esas palabras, cuando Harry dejó escapar un tenue y prolongado gemido, y luego ella notó cómo su cuerpo se desmadejaba contra el suyo. Trató de sujetarlo, pero pesaba demasiado, y poco a poco ambos fueron cayendo al suelo. Y así fue como Harry Brightman, anteriormente llamado Harry Dunkel, padre de Flora y ex marido de Bette, murió en una acera de Brooklyn una bochornosa tarde del año 2000, acunado entre los brazos de la Bella y Perfecta Madre.

CONTRAATAQUE

Tom condujo tan deprisa que tardamos menos de cinco horas en volver a Park Slope, y paramos frente a la librería justo cuando empezaba a ponerse el sol. Rufus y Nancy nos esperaban en el apartamento de Harry, en la segunda planta, abrazados el uno al otro en la penumbra del dormitorio. Aunque la presencia de Nancy no me extrañó, hasta que Rufus no empezó a contarnos lo que había sucedido unas horas antes, no comprendí lo que estaba haciendo allí. Con tantos asuntos que requerían inmediata atención, ni siquiera se me ocurrió preguntarlo.