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El día siguiente se dedicó a quehaceres prácticos. Llamadas a los amigos de Harry (hechas por Rufus), llamadas a Bette a Chicago y a algunos colegas libreros de Nueva York (hechas por Tom), llamadas a diversas funerarias de Brooklyn (hechas por mí). En el testamento, Harry dejaba instrucciones para que lo incineraran, pero no había estipulado cómo ni dónde debían dispersarse las cenizas. Tras una larga discusión, decidimos hacerlo en una zona arbolada de Prospect Park. Según la ley, en Nueva York no se pueden esparcir las cenizas de los muertos en lugares públicos, pero pensamos que si nos poníamos en un sitio apartado y poco transitado, nadie se fijaría en nosotros. La factura por la cremación del cadáver de Harry y el depósito de sus restos en una urna metálica ascendió a más de mil quinientos dólares. Como no había nadie más en posición de contribuir, fui yo quien se hizo cargo de los gastos.

La tarde de la ceremonia -domingo, once de junio-, dejé a Lucy con una canguro y fui caminando al parque con Tom, que llevaba la urna en una bolsa verde con el logotipo del Brightman's Attic. Había hecho un bochorno horrible durante todo el fin de semana, una oleada de calor de treinta y cinco grados, con una humedad y una luz opresivas, pero el domingo había sido el peor día, una de esas jornadas en que apenas se puede respirar y Nueva York se convierte en una avanzadilla de la selva ecuatorial, el lugar más tórrido y repugnante de la tierra. Con sólo moverse, sentía uno el cuerpo empapado en sudor.

La escasa asistencia se debió seguramente al calor. Los amigos que Harry tenía en Manhattan optaron por quedarse en casa, en sus apartamentos con aire acondicionado, y por tanto nuestras filas se vieron reducidas a unos cuantos incondicionales del barrio. Entre ellos se contaban tres o cuatro comerciantes de la Séptima Avenida, el dueño del restaurante donde Harry solía ir a almorzar, y la peluquera que le cortaba y teñía el pelo.

Nancy Mazzucchelli estuvo presente, desde luego, así como Su marido, el espurio James Joyce, más conocido como Jim o Jimmy. Era la primera vez que lo veía, y lamento decir que no me llevé una impresión favorable. Era tan alto y atractivo como Tom había anunciado, pero no dejó de lamentarse del calor y de los mosquitos que zumbaban entre los árboles, quejas que yo interpreté como una señal de infantilismo y egocentrismo exagerados, sobre todo cuando había acudido a presentar sus últimos respetos a un hombre que ya no tendría el placer de quejarse de nada.

Pero no importa. Sólo una cosa contó aquel día, y no guardaba relación con el marido de Nancy ni con el tiempo. Sino única y exclusivamente con Rufus, que apareció veinte minutos después de que el resto del grupo se hubiera reunido, presentándose con aire resuelto en el bosquecillo plagado de mosquitos justo cuando íbamos a empezar la ceremonia sin él. Para entonces, la opinión general era que se había acobardado, que la perspectiva de ver a Harry reducido a cenizas dentro de una urna había sido demasiado para él y no se había sentido con fuerzas para resistir la dura prueba. Sin embargo, le concedimos el beneficio de la duda, y nos quedamos respirando el aire cargado y sofocante durante todos aquellos minutos mientras nos enjugábamos la cara y mirábamos la hora, esperando que nos hubiéramos equivocado. Cuando al fin apareció, pasaron unos segundos antes de que alguien lo reconociera. Quien había venido a reunirse con nosotros no era Rufus Sprague, sino Tina Hott; y la trasformación era tan radical, tan fascinante, que hasta oí que alguien dejaba escapar un gemido.

Era una de las mujeres más bellas que había visto en la vida. Enteramente ataviado de viuda, con un vestido negro muy ceñido, tacones de casi ocho centímetros, y un sombrerito redondo con un fino velo negro, se había convertido en la encarnación de la feminidad absoluta, una idea de lo femenino que superaba todo lo existente en el ámbito real de las mujeres. La peluca castaño rojiza parecía pelo de verdad; sus pechos daban la impresión de ser auténticos; se había aplicado el maquillaje con habilidad y precisión; y al contemplar las largas y preciosas piernas de Tina, era imposible creer que eran de un hombre.

Pero el efecto que creaba iba más allá de los adornos superficiales, más allá de la ropa, la peluca o el maquillaje. También estaba allí la luz interior de lo femenino, y el porte digno y afligido de Tina era la imagen perfecta del dolor de una viuda, la representación de una actriz de enorme talento. No dijo nada en toda la ceremonia, permaneciendo entre nosotros en completo silencio mientras la gente pronunciaba breves discursos sobre Harry antes de que Tom abriera la urna y dispersara las cenizas por el suelo. Parecía que habíamos concluido nuestra tarea, pero antes de que diéramos media vuelta para marcharnos, un niño negro y regordete de unos doce años surgió de la linde del bosquecillo y se acercó al grupo. Llevaba un reproductor portátil de discos compactos en los brazos extendidos, y venía ofreciéndolo como si fuera una corona sobre un cojín de terciopelo. El niño, al que más tarde identificaron como primo de Rufus, colocó el aparato a los pies de Tina y pulsó una tecla. De pronto, Tina abrió la boca, y cuando los primeros compases de la música orquestal acabaron de sonar por los altavoces, empezó a formar con los labios la letra de una canción. Al cabo de unos momentos, reconocí la voz de Lena Horne, que cantaba «No puedo dejar de amar a ese hombre», la vieja melodía de Música en el río [11]. En eso consistía el número de Tina Hott los sábados por la noche en el cabaré: no cantaba, sino que fingía cantar, moviendo los labios al son de clásicos del jazz o de la revista musical interpretados por vocalistas legendarias. Era magnífico y absurdo. Divertido y desgarrador. Cómico y conmovedor. Era todo lo que era y todo lo que no era. Y allí estaba Tina, gesticulando con los brazos mientras fingía cantar a grito pelado la letra de la canción. Su rostro desbordaba ternura y amor. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y todos permanecimos inmóviles, petrificados, sin saber si llorar o reír. En lo que a mí me toca, fue uno de los momentos más extraños y trascendentes de mi vida.

Así como nada el pez, y el ave vuela, he de amar a ese hombre hasta que muera…

Aquella noche, Rufus cogió un avión y se fue a Jamaica. Que yo sepa, no ha vuelto desde entonces.

MAS ACONTECIMIENTOS

Tom estaba confuso. Habían pasado tantas cosas en tan breve espacio de tiempo, que no se sentía preparado para enfrentarse a la multitud de posibilidades que se abría ante él. ¿Le apetecía encargarse del negocio de Harry y pasar el resto de su vida comerciando con libros raros y de segunda mano en una librería de Park Slope? ¿O bien, tal como había propuesto el día en que murió Harry, era mejor venderlo todo y repartir con Rufus el producto de la venta? El hecho de que el jamaicano no quisiera el dinero carecía de importancia. El edificio era una propiedad valiosa, y si persistía en rechazar su parte, Tom se encargaría de que su abuela lo aceptara por él. La venta reportaría una enorme suma de dinero, no inferior a varios cientos de miles de dólares para cada uno, y con su parte Tom estaría en condiciones de partir de cero, de tomar la dirección que más le apeteciera. Pero ¿qué era lo que quería? Ésa era la cuestión fundamental, y de momento, la única sin respuesta. ¿Seguía interesado en llevar adelante la idea del Hotel Existencia? ¿O prefería volver a los planes que tenía al salir de Michigan y buscar un puesto de profesor de inglés en algún instituto? Y en ese caso, ¿dónde? ¿Le apetecía quedarse en Nueva York, o estaba dispuesto a hacer el equipaje y trasladarse al campo? Discutimos esas cuestiones un centenar de veces en los días siguientes, pero aparte de dejar su diminuta habitación e instalarse momentáneamente en el apartamento de Harry en el segundo piso de la librería, Tom siguió farfullando, rumiando amargamente las cosas, dando vueltas al asunto.

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[11] Show Boat (1927), musical -objeto de posteriores versiones cinematográficas- producido por Florenz Ziegfeld, a quien se deben los espectáculos de extravagantes decorados que vinieron en llamarse The Ziegfeld Follies. (N del T.)