Seguí el consejo de Tom y de momento me reservé la idea del médico, pero eso no quería decir que tuviera en mucho su opinión. La niña nunca estaría dispuesta a hablar. Era tan tozuda, tan obstinada, tan puñeteramente inquebrantable, que estaba seguro de que podía aguantar eternamente.
Empecé a trabajar con Tom el catorce, tres días después de que esparciéramos las cenizas de Harry en Prospect Park y Rufus volviera a Jamaica con su abuela. Al día siguiente, mi hija regresaba de Inglaterra. Había estado pensando en el quince desde mi desastrosa conversación con la innombrable que dio a luz a mi hija, pero entre la vorágine de acontecimientos que se sucedieron tras nuestra brusca marcha del Chowder Inn, había tenido demasiadas preocupaciones para llevar la cuenta de los días. Estábamos efectivamente a quince de junio, pero entonces yo tenía la cabeza en otra parte y se me pasó la fecha. Tras cerrar la librería a las seis, Tom, Lucy y yo decidimos cenar temprano y fuimos al Café de la calle Dos. Luego, Lucy y yo nos dirigimos a casa, donde pensábamos pasar la velada midiendo nuestras fuerzas al Monopoly. Entonces fue cuando oí el mensaje de Rachel en el contestador. Su avión había aterrizado a la una; había entrado por la puerta de su casa a las tres; había leído mi carta a las cinco. Por su tono de voz cuando pronunciaba la palabra carta, comprendí que todo estaba olvidado.
– Gracias, papá -me decía-. No sabes lo importante que esto es para mí. Últimamente estoy pasando una mala racha, y eso es precisamente lo que necesitaba oír. Si ahora puedo contar contigo, creo que seré capaz de superado todo.
A la noche siguiente, Tom se quedó cuidando de Lucy y yo me fui a cenar con Rachel cerca del centro de Manhattan, no muy lejos de mi antiguo despacho en la Mid-Atlantic, la compañía de seguros de vida y accidente. A qué velocidad cambia el mundo a nuestro alrededor; con qué rapidez se suceden los problemas, sin apenas dejarnos un momento para regodearnos con nuestras victorias. Me había pasado casi un mes preocupado por la nota que había enviado a mi hija, distante y enfadada conmigo, rogando para que mis lamentables palabras de disculpa se abrieran camino entre años de resentimiento Y me dieran ocasión de arreglar las cosas. Por algún milagro, la carta había colmado todas las esperanzas que había puesto en ella. Habíamos vuelto a pisar terreno firme, y con toda la acritud del pasado ya olvidada, la cena de aquella noche debería haber sido una reunión gozosa, un momento de bromas, risas y antojadizos recuerdos. Pero en cuanto restablecí mi condición de padre, tuve que ayudar a mi hija a superar la peor situación de su vida adulta. Mi niña pasaba una «mala racha». Atravesaba una crisis, ¿ya quién podía recurrir sino a su padre, por muy ridículo e incompetente que pudiera ser?
Reservé una mesa para dos en La Grenouille, el mismo restaurante francés al estilo neoyorquino, recargado y exageradamente caro, donde (nombre borrado) y yo la llevamos para celebrar su decimoctavo cumpleaños. Se presentó con el collar que le había enviado, gemelo del que tan mal había acabado en el Cosmic Diner, y pese a la alegría que me llevé al ver lo bien que le sentaba, el bonito contraste que ofrecía con la oscuridad de sus ojos y su pelo, no pude evitar al mismo tiempo el recuerdo de aquel otro collar, lo que me produjo varias punzadas de remordimiento al revivir el perjuicio que había causado a Marina González. Cuántas mujeres de veintitantos años, dije para mis adentros, cuántas vidas de mujeres treintañeras girando a mi alrededor. Marina. Honey Chowder. Nancy Mazzucchelli. Aurora. Rachel. De todas las mujeres de ese grupo, mi hija era la que parecía más próspera y equilibrada, la más fuerte, la que menos dificultades podía tener, y sin embargo ahí estaba, sentada a la mesa frente a mí, con lágrimas en los ojos, diciéndome que su matrimonio se estaba viniendo abajo.
– No lo entiendo -le dije-. La última vez que te vi, todo iba bien. Terrence se portaba estupendamente. Tú estabas de maravilla. Acababais de celebrar vuestro segundo aniversario, y me aseguraste que habían sido los dos años más felices de tu vida. ¿Cuándo fue eso? ¿A finales de marzo? ¿Primeros de abril? Un matrimonio no se desmorona tan rápidamente. Si los cónyuges están enamorados, no.
– Yo sigo enamorada -contestó Rachel-. Quien me preocupa es Terrence.
– Ese tío te persiguió por medio mundo para convencerte de que te casaras con él. ¿Recuerdas? Fue él quien andaba detrás de ti. Al principio, ni siquiera estabas segura de que te gustara.
– Eso fue hace mucho tiempo. Te hablo de ahora.
– La última vez que hablamos de ahora, me dijiste que estabais pensando en tener hijos. Aseguraste que Terrence se moría de ganas de ser padre. No de ser padre en abstracto, sino de ser padre de un hijo tuyo. Eso es lo que los hombres dicen cuando están enamorados de la mujer con la que viven.
– Lo sé. Eso es lo que yo pensaba, también. Pero entonces fuimos a Inglaterra.
– Norteamérica, Inglaterra. ¿Qué más da? Seguís siendo los mismos, dondequiera que estéis.
– Quizá sea verdad. Pero Georgina no está en Norteamérica. Vive en Inglaterra.
– Ah. De manera que es eso. ¿Por qué no has empezado por ahí?
– Es difícil. Con sólo mencionar su nombre se me revuelve el estómago.
– Si te sirve de consuelo, me parece un nombre ridículo. Georgina. Me hace pensar en una chica victoriana, de esas que se ríen tontamente, con tirabuzones rubios y mejillas coloradotas.
– Es morena, poquita cosa, de pelo grasiento y piel basta.
– A mí no me parece una rival de mucho peso.
– Terrence y ella fueron juntos a la universidad. Fue su primer amor. Luego ella se enamoró de otro y rompió con él. Entonces fue cuando vino a Estados Unidos. Se quedó muy deprimido, papá. Me dijo que había pensado en suicidarse.
– Y ahora ese otro ha desaparecido de escena.
– No estoy segura. Lo único que sé es que cuando estuvimos en Londres, fuimos a cenar los tres, y Terrence no podía apartar los ojos de Georgina. Era como si yo no estuviera allí. Y después, no dejaba de hablar de ella. Georgina es tan inteligente. Georgina es tan divertida. Georgina es tan buena persona. Dos días después, salieron a comer juntos. Luego fuimos a Cornwall a ver a sus padres, pero a los tres o cuatro días cogió el tren y se marchó a Londres para hablar con su editor sobre el libro que está escribiendo. O eso dijo. Yo creo que volvió para estar con la estúpida de Georgina Watson, el amor de su vida. Fue tan horrible. Me dejó allí tirada, en el campo, con sus padres, que son de derechas y antisemitas, y no tuve más remedio que fingir que estaba disfrutando muchísimo. Se acostó con ella. Estoy segura. Se acostó con ella, y ahora ya no me quiere.
– ¿Se lo has preguntado?
– Ya lo creo que se lo he preguntado. En cuanto volvió a casa de sus padres. Tuvimos una pelea horrible. La peor que hemos tenido desde que nos conocemos.
– ¿Y qué te dijo?
– Lo negó. Dijo que tenía celos y me imaginaba cosas.
– Ésa es buena señal, Rachel.
– ¿Buena? ¿Qué quieres decir con buena? Me mintió, y ahora ya no voy a poder confiar en él nunca más.
– Suponte lo peor. Imagínate que se acostó con ella y que te mintió al volver. Sigue siendo una buena señal.
– ¿Cómo puedes decir eso?
– Porque significa que no desea perderte. No quiere que vuestro matrimonio se deshaga.
– Pero ¿qué clase de matrimonio es éste? Cuando una no Se puede fiar del hombre con quien se ha casado, es como si no estuviera casada.
– Mira, cariño, lejos de mí el darte consejos. En asuntos matrimoniales, soy la persona menos indicada del mundo para decirle a nadie lo que tiene que hacer. Hemos vivido juntos en la misma casa durante los primeros dieciocho años de tu vida, y no es preciso recordarte el desastre que hice con tu madre. Hubo momentos en que estaba tan harto de ella, que verdaderamente deseé que se muriera. Me imaginaba accidentes de coche, descarrilamientos de trenes, caídas de escaleras empinadísimas. Es una confesión tremenda esta que te hago, y no quiero que pienses que me siento orgulloso; pero es importante que entiendas lo que es un mal matrimonio. Tu madre y yo somos un ejemplo de mal matrimonio. Nos quisimos durante una época, y luego todo se fue a hacer gárgaras. Pero a pesar de todo, seguimos juntos durante mucho tiempo, y por mal que nos lleváramos, logramos tenerte a ti. Tú eres el final feliz de toda la trágica historia, y como tú eres quien eres, yo no me arrepiento absolutamente de nada. ¿Me entiendes, Rachel? No conozco a Terrence lo suficiente para emitir un juicio sobre él. Pero estoy seguro de que no sois un mal matrimonio. La gente comete errores. Hace tonterías. Pero Georgina está ahora en la otra orilla del océano, y a menos que te hayas casado con un mujeriego empedernido, sospecho que ese pequeño episodio ha concluido para siempre. Aguanta una temporada y a ver qué pasa. No tomes ninguna decisión precipitada. Si él te aseguró que era inocente, ¿quién podría afirmar que no decía la verdad? Los antiguos amores son difíciles de olvidar por completo. A lo mejor Terrence ha perdido un momento la cabeza, pero ha vuelto contigo a Estados Unidos, y si lo quieres tanto como dices, es muy probable que todo salga bien. Mientras no resulte ser la mierda de marido que tu padre ha sido, hay esperanza. Y mucha. Esperanza de un futuro feliz para los dos. Esperanza de que tengáis hijos. Gatos y perros. Árboles y flores. Esperanza para Estados Unidos. Esperanza para Inglaterra. Esperanza para el mundo.