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Cuando la clienta terminó de pagar el libro, me acerqué al sitio que acababa de desocupar, puse las manos en el mostrador y me incliné hacia delante. Daba la casualidad de que en aquel momento Tom estaba mirando al suelo, buscando una moneda que se le había caído. Me aclaré la garganta y dije:

– ¿Qué hay, Tom? Cuanto tiempo sin vernos.

Mi sobrino alzó la vista. Al principio, parecía enteramente desconcertado, y temí que no me hubiera reconocido. Pero un momento después empezó a sonreír, y mientras la sonrisa seguía extendiéndose en su semblante, me animé al ver que era la misma del Tom de siempre. Con un toque añadido de melancolía, quizá, pero no lo suficiente para que hubiese cambiado tan pro fundamente como en principio había temido.

– ¡Tío Nat! -gritó-. Pero ¿qué coño haces en Brooklyn?

Antes de que pudiera contestarle, salió precipitadamente del mostrador y me dio un fuerte abrazo. Para gran asombro mío, los ojos se me llenaron de lágrimas.

ADIÓS A LA CORTE

Poco después, me lo llevé a comer al Cosmic Diner. Pedimos café con hielo y unos sándwiches de pavo de dos pisos a la maravillosa Marina, con la que coqueteé de forma más abierta que de costumbre tal vez porque quería impresionar a Tom, o quizá sencillamente porque me sentía bastante animado. No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a mi buen doctor Pulgarcito, y ahora resultaba que éramos vecinos, que vivíamos, por pura casualidad, a sólo dos manzanas de distancia en el antiguo reino de Brooklyn, en Nueva York.

Llevaba cinco meses en el Brightman's Attic, me explicó, y el motivo por el que no habíamos coincidido antes era porque él siempre estaba en la planta de arriba, elaborando los catálogos mensuales de la sección de libros raros y manuscritos de la librería de Harry, que era mucho más lucrativa que la venta de libros de segunda mano de la planta baja. Tom no era un empleado, y nunca se ocupaba de la caja, pero como el que trabajaba allí normalmente había tenido que ir al médico aquella mañana, Harry había pedido a Tom que lo sustituyera hasta su vuelta.

El trabajo no era como para enorgullecerse, prosiguió Tom, pero sí mejor que conducir un taxi, cosa que había hecho al dejar el doctorado y volver a Nueva York.

– ¿Cuándo fue eso? -pregunté, haciendo lo posible por disimular mi decepción.

– Hace dos años y medio -contestó-. Hice todos los cursos y pasé los orales, pero luego me quedé atascado con la tesis. Quise abarcar demasiado, tío Nat.

– Deja ya eso de tío Nat, Tom. Llámame Nathan, como todo el mundo. Ahora que tu madre está muerta, ya no tengo la impresión de ser tío de nadie.

– Como quieras, Nathan. Pero sigues siendo mi tío, te guste o no. La tía Edith probablemente ya no es mi tía, pero aunque la releguemos a la categoría de ex tía, Rachel continúa sien do mi prima, y tú sigues siendo mi tío.

– Tú llámame Nathan, Tom.

– Lo haré, tío Nat, te lo prometo. De ahora en adelante, siempre te llamaré Nathan. A cambio, quiero que me llames Tom. Nada de doctor Pulgarcito, ¿de acuerdo? No hagas que me sienta incómodo.

– Pero siempre te he llamado así. Incluso cuando eras pequeño.

– Y yo siempre te he llamado tío Nat, ¿no?

– Tienes toda la razón. Me rindo.

– Hemos entrado en una nueva era, Nathan. En la época posterior a la familia, a los estudios, al pasado de Glass y Wood.

– ¿Posterior al pasado?

– Pasamos al ahora. Y también al después. Pero ya nada de pensar en el pasado.

– Agua pasada, Tom.

El ex doctor Pulgarcito cerró los ojos, echó la cabeza atrás y alzó un dedo en el aire, como quien trata de recordar algo hace mucho olvidado. Entonces, en un tono sombrío y burlescamente teatral, recitó los primeros versos del Adiós a la corte, de Raleigh:

Como sueños vanos, así mis gozos ya expirados, sin retorno ya mis días de halago, mi amor perdido, y el capricho relegado: sólo pena, no queda más pasado.
PURGATORIO

A nadie se le ocurre de pequeño que su destino es ser taxista, pero en el caso de Tom ese trabajo le sirvió como una forma particularmente penosa de expiación, una manera de purgar el derrumbamiento de sus ambiciones más queridas. No es que alguna vez hubiese esperado gran cosa de la vida, pero lo poco que quería resultó estar fuera de su alcance: acabar su doctorado, encontrar un puesto en el departamento de inglés de alguna universidad, y luego pasarse cuarenta o cincuenta años dando clase y escribiendo sobre literatura. En eso se cifraban todas sus aspiraciones, además de tener una mujer, quizá, y una pareja de críos para rematar el asunto. No era pedir demasiado, pero al cabo de tres años de esforzarse en escribir la tesis, Tom comprendió finalmente que no tenía capacidad para llevarla a buen término. O que, si la tenía, ya no estaba seguro de que valiera la pena. De modo que se marchó de Ann Arbor y volvió a Nueva York, con veintiocho años y sin la menor idea de adónde iba ni del giro que su vida estaba a punto de dar.

Al principio, el taxi no fue más que una solución provisional, una medida de urgencia para pagar el alquiler mientras encontraba otra cosa. Buscó durante varias semanas, pero justo entonces todos los puestos docentes en la enseñanza privada estaban ocupados, y una vez que se acostumbró a su agotador turno de doce horas diarias, cada vez se sentía menos motivado para buscar otro trabajo. Lo que era provisional empezó a parecer definitivo, y aunque por un lado Tom se daba cuenta de que se estaba yendo a la mierda, por otro pensaba que aquel trabajo quizá le serviría de algo, que si prestaba atención a lo que hacía y a los motivos que lo impulsaban a hacerlo, el taxi le enseñaría ciertas cosas que no podría aprender en ningún otro sitio.

No siempre tenía una idea clara de cuáles eran esas cosas, pero mientras daba vueltas por las avenidas en su traqueteante Dodge amarillo de cinco de la tarde a cinco de la madrugada durante seis días a la semana, no cabía duda de que las iba aprendiendo bien. Los inconvenientes del trabajo eran tan manifiestos, tan ubicuos, tan insoportables, que si no encontraba el modo de no hacerles caso, se estaba condenando a una vida de amargura y resentimiento sin fin. El prolongado horario, la escasa paga, el peligro físico, la falta de ejercicio: ésos eran los factores principales, y aspirar a modificarlos era tan impensable como creer que podía cambiarse el tiempo. ¿Cuántas veces había oído aquella frase a su madre cuando era pequeño? «No se puede cambiar el tiempo, Tom», insistía June, queriendo decir que algunas cosas son sencillamente lo que son, y que no hay más remedio que aceptarlo. Tom entendía aquel principio, pero eso nunca le impidió maldecir las tormentas de nieve ni los vientos fríos que azotaban su menudo y estremecido cuerpo. Ahora la nieve volvía a caer. Su vida se había convertido en una larga lucha contra los elementos, y si alguna vez había surgido un momento que permitiera quejarse justificadamente del tiempo, ese momento era aquél. Pero Tom no se quejó. Y no sintió lástima de sí mismo. Había encontrado un medio para expiar su estupidez, y si era capaz de sobrevivir a la experiencia sin descorazonarse demasiado, entonces quizá habría cierta esperanza para él. Si se empeñaba en seguir con el taxi, no era por hacer de la necesidad virtud. Buscaba un medio de precipitar ciertos acontecimientos ignotos, y hasta que supiera cuáles eran, no tendría derecho a liberarse de aquella esclavitud.