– No, señora -replicó Lucy, mirándola fijamente con una expresión de lo más impasible-. Voy a ser mala. Voy a ser la niña más malvada, mezquina y antipática de toda la creación.
¿CALLE HAWTHORN O CALLE HAWTHORNE?
Pasaron los meses. Hacia mediados de octubre, los abogados concluyeron los trámites de la herencia de Harry, y Tom y Rufus se convirtieron en los dueños legítimos del Brightman's Attic, incluido el edificio que lo albergaba. Tom y Honey ya se habían casado para entonces, y a Lucy, silenciosa como siempre sobre la cuestión del paradero de su madre, se la matriculó en quinto de primaria en el Colegio 321, la escuela del barrio. Mi hija seguía con Terrence. Una semana después del enlace Wood-Chowder, me llamó Rachel para decirme que estaba embarazada de dos meses.
Yo seguí trabajando en la librería, pero a raíz de la espectacular aparición de Honey a finales de junio, empezamos a repartimos las horas de trabajo, de manera que sólo estaba allí la mitad del tiempo. En mis días libres seguía pergeñando anécdotas para El libro del desvarío humano, y tal como Lucy había sugerido, hacía las veces de canguro siempre que Tom y Honey salían por la noche. En los primeros meses de su vida en común, esto ocurría con frecuencia. Honey se había sentido desconectada en provincias, y ahora que había ido a parar a Nueva York, quería aprovechar todo lo que la ciudad podía ofrecer: teatro, cine, conciertos, ballets, lecturas de poesía, excursiones a la luz de la luna en el transbordador de Staten Island. Me alegraba mucho ver cómo el indolente y bovino Tom se iba transformando bajo la vigorosa influencia de su flamante esposa. Unos días después de la llegada de Honey, dejó de titubear con respecto a la herencia y decidió poner el edificio en venta. Con la mitad que les correspondería, tendrían más que suficiente para comprar un apartamento de dos o tres habitaciones en el barrio, y les sobraría para salir adelante hasta que encontraran un trabajo fijo: muy probablemente de profesores en un colegio privado para el siguiente curso escolar. Pasó el tiempo y hacia mediados de octubre Tom había perdido casi diez kilos, con lo que casi recuperó el aspecto del doctor Pulgarcito de otros tiempos. Era evidente que la comida casera le sentaba bien, y a pesar de sus pronósticos en contra, Honey no lo anulaba, ni lo sometía, ni socavaba su voluntad. Día tras día, ella lo iba convirtiendo poco a poco en el hombre que desde siempre estaba llamado a ser.
Con tantas novedades positivas en el capítulo amoroso, el lector quizá se sienta inducido a creer que en nuestro pequeño territorio de Brooklyn reinaba la felicidad universal. Lamentablemente, no todos los matrimonios están destinados a perdurar. Eso lo sabe todo el mundo, pero ¿quién de nosotros podría haber sospechado que la persona menos feliz del barrio durante esos meses era el antiguo amor de Tom, la Bella y Perfecta Madre? Es cierto que su marido no me había causado una buena impresión en el bosquecillo de Prospect Park, pero nunca en la vida le habría considerado lo bastante estúpido como para desentenderse de una mujer como la suya. En este mundo no se encuentran muchas Nancy Mazzucchelli, y si alguien es lo bastante afortunado como para conquistar el corazón de una mujer así, su deber a partir de ese momento es hacer todo lo que esté en su mano para no perderla. Pero los hombres (como ya he demostrado ampliamente en los anteriores capítulos de este libro) son criaturas estúpidas, y el guaperas de James Joyce resultó ser más tonto que la mayoría. Como la madre de Nancy y yo entablamos amistad aquel verano (más detalles a continuación), muchas veces me invitaban a cenar con la familia, y fue allí, en su casa de la calle Carroll, donde me enteré de las pasadas transgresiones de Jimmy y donde asistí a la ruptura de su matrimonio. Había empezado con sus estúpidos enredos antes incluso de que su mujer se convirtiera en la B. P. M.: más de seis años atrás, cuando Nancy estaba embarazada por primera vez de su hija, Devon. Al enterarse de la aventura que su marido mantenía con una camarera de Tribeca, lo echó temporalmente de casa, pero una vez que nació la niña, no tuvo fuerzas para resistir sus lacrimosas promesas de que aquello no volvería a ocurrir. Sin embargo, las palabras cuentan poco en ese tipo de asuntos, ¿y quién sabe cuántos amoríos secretos vinieron después? Según cálculos de Joyce, no menos de siete u ocho, contando los ligues de una noche y los polvetes en el hueco de la escalera de servicio, en el trabajo. Nancy, siempre generosa e indulgente, tendía a pasar por alto los rumores. Pero entonces Jim se lió con Martha Ives, una compañera de efectos especiales, y ahí fue donde se acabó todo. Dijo que se había enamorado, y el once de agosto de 2000, dos meses después de verlo en el funeral de Harry, hizo las maletas y se marchó.
Doce días más tarde el oncólogo me comunicó que mis pulmones seguían limpios.
Escasamente cuatro días después, Rachel, confabulada con Tom y Honey, urdió una diabólica trama para hacerme creer que iba a asistir a un partido de béisbol en el Shea Stadium, cuando en realidad se trataba de una fiesta sorpresa para celebrar mi sexagésimo cumpleaños. El plan consistía en que yo recogiese a Tom en su apartamento, pero nada más abrirse la puerta, una docena de personas me asaltó en el umbral con fuertes abrazos, besos y palmadas en la espalda, en medio de un estallido de gritos y cánticos. Estaba tan poco preparado para aquella acometida de efusividad, que casi vomito de la impresión que me produjo. El festejo duró hasta bien entrada la noche, y en un momento dado me dejé convencer para ponerme en pie y pronunciar un discurso. Ya hacía tiempo que el champán se me había subido a la cabeza, y creo que al principio me fui bastante por las ramas, soltando sandeces y contando chistes incoherentes mientras mi auditorio medio cocido se esforzaba por entender lo que estaba diciendo. La única cosa que más o menos recuerdo de aquel disparatado discurso es un breve aparte sobre la perspicacia lingüística de Casey Stengel. Si la memoria no me falla, creo que acabé mi charla con una cita del propio maestro.
– No por nada le llamaban el Viejo Profesor -dije-. No sólo fue el primer entrenador de nuestros queridos Mets, sino además, lo que es más importante para el bien de la humanidad, el autor de numerosas frases que transformaron nuestra comprensión de la lengua inglesa. Antes de sentarme, permitidme dejaros con esta perla valiosísima e inolvidable que resume mi propia experiencia con mayor exactitud que cualquier declaración que haya escuchado en los sesenta años que llevo en este mundo: «Todo hombre tiene un momento único en la vida, y yo los he tenido a montones.»
El torneo entre los Mets y los Yankees empezó y terminó; vino el frío; Gore y Bush se enfrentaban en las elecciones. A mi juicio, el resultado no ofrecía duda. Incluso con Nader jorobándolo todo, parecía imposible una derrota de los demócratas, y casi todos los del barrio con quienes hablaba eran de la misma opinión. Sólo Tom, el más pesimista de los hombres cuando se trataba de política estadounidense, parecía preocupado. Pensaba que iba a haber un resultado muy ajustado, aseguró, y si Bush acababa ganando, ya podríamos olvidamos de todas aquellas paparruchas del «conservadurismo compasivo». Aquel individuo no era conservador. Era un ideólogo de la extrema derecha, y en el momento en que jurara el cargo, el gobierno estaría en manos de unos fanáticos.
Apenas una semana antes de las elecciones, apareció finalmente Aurora: sólo para volver a desvanecerse al cabo de treinta segundos. El contacto se estableció en forma de llamada telefónica a Tom, pero como aquella mañana no había nadie en su casa, nos quedamos igual que estábamos, sin nada más que un mensaje incompleto que dejó en el contestador automático. No sé cuántas veces oí aquel mensaje con Tom y Honey, pero desde luego rebobinamos la cinta lo suficiente para aprendemos de memoria hasta la última frase. Cada vez que escuchaba su voz, Rory me parecía un poco más inquieta, más tensa, más amedrentada. De principio a fin, hablaba en un murmullo, alzando apenas la voz, pero lo que decía era tan funesto, que sus palabras llevaban consigo toda la fuerza de un grito.
Tom. Soy yo, Rory. Te llamo desde un teléfono público y no tengo mucho tiempo. Sé que probablemente estarás enfadado conmigo, pero echo tanto de menos a Lucy que sólo quería saber cómo está. No creas que lo hice por gusto, Tommy. Por más vueltas que le di, tú eras la única persona con quien podía contar. Lucy ya no podía estar aquí. Todo se está viniendo abajo. Todo son problemas. He intentado escaparme yo también, pero es difícil, nunca estoy sola… Escríbeme una carta, ¿vale? No tengo teléfono, pero puedes ponerte en contacto conmigo en la calle Hawthorn número ochenta y siete de…¡Joder! Tengo que colgar. Lo siento. He de irme.