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– ¿Lucy? -replicó, adoptando una expresión de sincero desconcierto-. ¿Es que la conoce?

– Pues claro que la conozco. Vive con el hermano de Aurora y su mujer, que se han casado hace poco. La veo casi todos los días.

– Pensaba que no tenía usted trato con la familia. Aurora me dijo que vivía en los alrededores de alguna ciudad, y que hacía años que no veía a nadie.

– Eso cambió hace unos seis meses. Desde entonces he recuperado el contacto. Y de manera permanente.

Minor me dirigió una sonrisita nostálgica.

– ¿Qué tal va la pequeña?

– Pero ¿le importa?

– Claro que me importa.

– Entonces, ¿por qué le dijo que se fuera?

– No fue decisión mía. Aurora ya no la quería, y no pude hacer nada por impedirlo.

– No le creo.

– Usted no conoce a Aurora, señor Glass. No anda muy bien de la cabeza. Hago lo que puedo por ayudarla y animarla, pero se comporta como una ingrata. La saqué de las profundidades del infierno y la salvé, pero sigue sin entregarse. No quiere creer.

– ¿Hay alguna ley que le exija creer lo mismo que usted?

– Es mi esposa. La mujer debe seguir al marido. Es su deber seguido en todo.

Era difícil saber adónde iríamos a parar. La conversación tomaba varias direcciones a la vez, y la intuición empezaba a fallarme. La pregunta de Minor sobre Lucy, formulada con voz suave y tranquila, parecía demostrar una sincera preocupación por su bienestar, y a no ser que se tratara de un embustero tremendamente dotado, una persona que no dudara en distorsionar la verdad siempre que sirviera a sus propósitos, me veía en la difícil posición de sentir cierta lástima por él. Al menos así fue durante unos momentos, y esa repentina e inesperada oleada de simpatía me hizo bajar la guardia, convirtiendo lo que debía ser un puro conflicto de voluntades en algo más complejo, mucho más humano. Pero había empezado hablando mal de Rory, culpándola de abandonar a su propia hija, acusándola de desequilibrio mental, y luego, aún peor, saliendo con aquella estúpida y reaccionaria proclama sobre el matrimonio. Sin embargo, era cierto que algunos hechos resultaban innegables. La había salvado de las drogas y se había enamorado de ella, y teniendo en cuenta el pasado de Rory, ¿quién podía asegurar que no tenía accesos de conducta irracional, que no era una persona con la que resultaba imposible vivir, que no estaba un poco desequilibrada? Por otro lado, todo aquel conflicto quizá pudiera reducirse a una sola cuestión irresoluble: Minor creía en las enseñanzas del reverendo Bob, y Rory no. Y como su mujer se negaba a creer, poco a poco había llegado a odiarla.

Desde mi sitio en el sofá, veía con claridad la escalera que llevaba a la planta alta. Mientras sopesaba mis siguientes palabras, miré por encima del hombro izquierdo de Minor en aquella dirección, momentáneamente distraído por algo que había vislumbrado con el rabillo del ojo: un objeto pequeño y oscuro que había aparecido durante una fracción de segundo, para luego desaparecer antes de que pudiera determinar de qué se trataba. Minor empezó a hablar de nuevo, reiterando sus ideas sobre lo que constituía un buen matrimonio como Dios manda, pero ya no le prestaba atención. Con la vista fija en la escalera, comprendí un poco tarde que lo que había entrevisto era probablemente la punta de un zapato -sin duda de Aurora-, y deseé que mi sobrina llevara allí un buen rato, escuchando a escondidas nuestra conversación desde el principio. Minor seguía tan concentrado en su discurso, que no se daba cuenta de que había dejado de escucharlo. A tomar por culo, dije para mis adentros. Se acabó lo de jugar al ratón y el gato. Basta ya de rodeos. Es hora de levantar el telón para que empiece el segundo acto.

– Baja, Rory -dije-. Soy tu querido tío Nat, y no voy a marcharme de esta casa hasta que haya hablado contigo.

Me puse en pie de un salto y, alejándome del sofá, pasé frente a Minor con rapidez, por si se le ocurría impedir que me acercara a ella.

– Está dormida -oí que decía a mi espalda, justo cuando alcancé a ver las piernas de Aurora en lo alto de la escalera-. Tiene gripe desde el jueves, y le ha dado mucha fiebre. Vuelva a mediados de semana. Entonces podrá hablar con ella.

– No, David -dijo mi sobrina mientras bajaba la escalera-. Me encuentro perfectamente.

Llevaba unos vaqueros negros y una vieja sudadera gris, y era cierto que tenía mal aspecto, no parecía en buen estado físico. Pálida y delgada, con cercos oscuros bajo los ojos, tenía que agarrarse a la barandilla mientras bajaba despacio la escalera, pero a pesar de los efectos de la gripe y la fiebre, sonreía, tenía en el semblante aquella sonrisa grande y luminosa de la Niña Risueña de tantos años atrás.

– Tío Nat -exclamó, abriéndome los brazos-. Mi caballero de reluciente armadura.

Se precipitó hacia mí y me abrazó con todas sus fuerzas.

– ¿Cómo está mi niña? -musitó-. ¿Está bien mi niña bonita?

– Estupendamente -contesté-. Se muere de ganas de verte, pero está muy bien.

Minor ya se había acercado a nosotros, y no parecía muy contento de aquella muestra de afecto familiar.

– Cariño -dijo-. Deberías volver arriba y acostarte, de verdad. Sólo hace media hora tenías treinta y ocho y medio, y no es bueno que andes levantada con esa fiebre.

– Éste es mi tío Nat -proclamó Rory, que no aflojaba el abrazo por nada del mundo-. El único hermano que tuvo mi madre. No lo he visto desde hace mucho, mucho tiempo.

– Lo sé -dijo Minor-. Pero volverá dentro de un par de días, en cuanto te repongas un poco.

– Tú sabes lo que me conviene, ¿verdad, David? Siempre sabes lo que es mejor para mí. Qué tonta soy de haber bajado sin tu consentimiento.

– No subas si no quieres -le dije-. No te vas a morir si te quedas aquí unos minutos.

– Ah, sí, me moriré -replicó ella, sin hacer esfuerzos por ocultar su sarcasmo-. David está convencido de que me voy a morir si no hago todo lo que él me diga. ¿No es así, David?

– Tranquilízate, Aurora -le recomendó su marido-. Delante de tu tío, no.

– ¿Por qué no? -exclamó ella-. ¡Y por qué cojones no!

– No hables mal -la regañó Minor-. Así no se habla en esta casa.

– Ah, aquí no se habla así, ¿verdad? Entonces quizá sea hora de que me vaya de esta puta casa. Tal vez sea el momento de que este bicho malo se largue de aquí y te quedes solo con tus pensamientos puros y tu lengua inmaculada y ese puñetero Dios tuyo, tan silencioso. Hasta aquí hemos llegado, don Virtudes. Éste es el jodido momento de la verdad. Por fin ha llegado mi día de suerte, y el tío Nat me va a sacar ahora mismo de aquí. ¿Verdad que sí, tío Nat? Nos iremos en tu coche, y mañana por la mañana, antes de que salga el sol, volveré a estar con mi Lucy.

– No tienes más que decirlo -repuse-, y te llevaré a donde quieras.

– Lo he dicho, tío Nat. Lo acabo de decir.

Minor estaba tan estupefacto que no sabía lo que hacer. Yo esperaba que arremetiera contra ella, que hiciera todo lo posible por impedir que saliéramos de la casa, pero la confrontación había surgido tan de improviso, tan bruscamente, que ni siquiera abrió la boca. Rodeé a Aurora con el brazo, y antes de que su marido pudiera reaccionar, ya estábamos en el coche, saliendo en marcha atrás por el camino de entrada y dando la espalda para siempre a la calle Hawthorne.

VOLANDO AL NORTE

Aurora no se encontraba en condiciones de viajar, pero cuando le sugerí que podíamos alojarnos en algún hotel y esperar a que le bajara la fiebre, sacudió la cabeza e insistió en que tomáramos el primer avión para Nueva York.

– David no es tonto -advirtió-. Si nos quedamos por aquí unas horas más, terminará por encontramos. Si me inflo de Advil o algo parecido, aguantaré.

De modo que le compré Advil, la envolví en mi abrigo, puse al máximo la calefacción del coche, y nos pusimos en marcha hacia el aeropuerto. Aquella mañana había aterrizado en Greensboro, pero como Minor seguramente nos andaría buscando por allí, Rory pensó que lo mejor era coger el avión en Raleigh-Durham. Estábamos a unos ciento sesenta kilómetros, y Aurora se pasó durmiendo las dos horas que duró el viaje. Después de cuatro Advil y la larga siesta, tenía aspecto de encontrarse mejor. Todavía pálida, aún sin muchas fuerzas, pero al parecer con menos fiebre, al cabo de otra dosis de pastillas y dos vasos de zumo de naranja en el aeropuerto se sintió lo bastante fuerte para hablar; yeso fue lo que hicimos a lo largo de varias horas: desde el momento en que nos sentamos en la puerta de embarque hasta la noche, cuando nos bajamos de un taxi frente a mi casa de Brooklyn.