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»Tendrá unos cincuenta y tantos años, calculo yo. Alto y flaco, con mucha nariz y una mujer llamada Darlene que parece una vaca de lo gorda que está. No sé cuándo puso en marcha el Templo del Verbo Divino, pero no es un Iglesia normal como a la que íbamos en Filadelfia. El reverendo afirma que es cristiano, pero nunca dice de qué clase, y ni siquiera estoy segura de que le importe un rábano la religión. Se trata de tener dominados a los demás, de obligarlos a que hagan cosas raras y autodestructivas, convenciéndolos al mismo tiempo de que cumplen la voluntad de Dios. Creo que es un farsante, un estafador como no hay otro igual, pero tiene a sus seguidores en la palma de la mano, y todos lo quieren, lo adoran, y David más que nadie. Mantiene su entusiasmo a base de lanzar ideas nuevas a cada momento, cambiando continuamente el mensaje. Un domingo habla de los males del materialismo y de cómo debemos renunciar a las posesiones terrenales para vivir en la santa pobreza como nuestro amadísimo Señor. Al domingo siguiente nos dice que hay que trabajar mucho y ganar todo el dinero que se pueda. Dije a David que ese tío estaba chalado y que no quería que Lucy se siguiera contagiando más de esas tonterías. Pero David ya era entonces un verdadero converso, y no me hizo caso. Dos o tres meses después, el reverendo Bob decide de pronto prohibir los cánticos en el servicio del domingo. Es una ofensa a los oídos de Dios, nos asegura, y en lo sucesivo debemos venerarlo en silencio. En lo que a mí se refería, era la gota que colmaba el vaso. Dije a David que Lucy y yo dejábamos la Iglesia. Él podía seguir todo lo que quisiera, pero nosotras no volveríamos a poner los pies en aquel sitio. Era la primera vez que decía lo que pensaba desde que estábamos casados, y no me sirvió absolutamente de nada. Hizo como que me daba su apoyo y comprensión, pero las normas eran que todas las familias de la Congregación tenían que ir juntas al servicio religioso. Si yo dejaba de asistir, a él lo excomulgarían. Bueno, contesté yo, pues di que Lucy y yo estamos enfermas, que tenemos una enfermedad grave y que no podemos levantamos de la cama. David me dirigió una de sus tristes y condescendientes sonrisas. Mentir es pecado, sentenció. Si no decimos la verdad en todo momento, nuestra alma se encontrará con las puertas del cielo cerradas y se precipitará a las profundidades del averno…

»De manera que seguimos yendo todas las semanas, y aproximadamente un mes después al reverendo Bob se le ocurre la siguiente gran idea. La cultura profana estaba destruyendo Estados Unidos, nos advirtió, y la única manera de reparar los daños era rechazar todo lo que nos ofrecía. Ahí fue cuando empezó a emitir sus denominados Edictos Dominicales. En primer lugar, todo el mundo tenía que deshacerse de la televisión. Luego de los aparatos de radio. Después le tocó el turno a los libros; todos los que hubiera en casa menos la Biblia. Luego, el teléfono. Y después, los ordenadores. A continuación vinieron los discos compactos, las casetes y los discos de vinilo. ¿Te imaginas? Se acabó la música, tío Nat, se terminaron las novelas, adiós a los poemas. Luego tuvimos que cancelar todas las suscripciones a revistas. Después, los periódicos. Ya no podíamos ir al cine. El idiota estaba suprimiéndolo todo, pero cuantos más sacrificios exigía, más parecía gustarle a la congregación. Que yo sepa, ni una sola familia se marchó.

»Finalmente, ya no quedaban más cosas de las que librarse. El reverendo dejó de atacar el ámbito de la cultura y los medios de comunicación, y empezó a dar la paliza con lo que él denominaba "cuestiones viscerales". Cada vez que hablábamos, sofocábamos la voz de Dios. Siempre que escuchábamos las palabras de los hombres, descuidábamos las palabras de Dios. Y ordenó que, a partir de entonces, todos los miembros de la Iglesia de más de catorce años pasarían un día a la semana en completo silencio. De ese modo, estaríamos en condiciones de restablecer nuestra comunicación con Dios, de oír su voz en lo más íntimo de nuestro ser. Después de todas las malas pasadas que nos había jugado, parecía una exigencia bastante llevadera…

»David trabaja de lunes a viernes, de modo que escogió el sábado como día de silencio. El mío era el jueves, pero como no había nadie en casa hasta que Lucy volvía del colegio, podía hacer lo que me diera la real gana. Cantaba, hablaba sola, maldecía a gritos al todopoderoso reverendo Bob. Pero en cuanto Lucy y David entraban por la puerta, tenía que hacer teatro. Les servía la cena en silencio, acostaba a Lucy en silencio, daba las buenas noches a David con un beso, en silencio. Nada del otro mundo. Pero entonces, al cabo de un mes de ese numerito, a Lucy se le metió en la cabeza seguir mi ejemplo. Sólo tenía nueve años. Ni siquiera el reverendo Bob exigía que los niños hicieran lo mismo que nosotros, pero mi niña bonita me quería tanto, que quería hacer todo lo que yo hacía. Durante tres sábados seguidos no dijo una palabra. Y a pesar de mis ruegos de que dejara de hacerla, ella seguía en sus trece. Es una niña muy lista, tío Nat, pero también muy testaruda. Tú ya lo sabes por experiencia: una vez que toma una decisión, pretender que se vuelva atrás es como dar golpes en la pared. Por increíble que parezca, David se puso de mi lado, pero creo que en cierto modo se sentía tan orgulloso de que se comportara como una persona adulta, que no se mostró muy enérgico ni persuasivo. De todos modos, aquello no tenía nada que ver con él. Era cosa mía. De la niña y de mí. Dije a David que quería hablar con el reverendo Bob. Si me liberaba de mi silencio de los jueves, Lucy podría quitarse aquel peso de encima y empezaría a comportarse con normalidad otra vez…

»David quería acompañarme a la entrevista, pero le dije que no, que tenía que ver al reverendo a solas. Para asegurarme de que no pudiera intervenir, fijé la cita para un sábado, día en que él no podía hablar. Sólo llévame a su casa, le dije, y espérame fuera en el coche. No tardaré mucho…

»El reverendo Bob estaba sentado tras el escritorio de su despacho, dando los últimos toques al sermón que iba a pronunciar al día siguiente. Siéntate, hija mía, me dijo, y cuéntame cuál es el problema. Le expliqué lo de Lucy y por qué pensaba yo que nos haría un gran favor si me liberaba de mi silencio de los jueves. Hmmm, contestó, hmmm. Tengo que pensarlo. Te comunicaré mi decisión al final de la semana que viene. Me miraba fijamente, y cada vez que hablaba, las pobladas cejas le temblaban de un modo extraño. Gracias, le dije. Creo que es usted un sabio, y estoy convencida de que no dudará en cambiar las normas por el bien de una criatura. No iba a decirle lo que pensaba realmente. Me gustara o no, era miembro de aquella puta congregación, y tenía que seguir el juego y hacer que me creía lo que estaba diciendo. Pensé que la conversación había concluido, pero cuando me levanté para marcharme, él alargó el brazo e hizo un gesto para que volviera a sentarme. He estado observándote, mujer, me informó, y quiero que sepas que destacas mucho en todos los ámbitos. El hermano Minor y tú estáis entre los pilares más firmes de nuestra comunidad, y estoy seguro de que puedo contar con vosotros para que me apoyéis en todo, tanto en los asuntos sagrados como en los profanos. ¿Profanos?, repetí yo. ¿Qué quiere decir con profanos? Como quizá sepas, dijo el reverendo, mi mujer, Darlene, no puede tener hijos. Ahora que he llegado a cierta edad, he empezado a pensar en mi legado, y me parece trágico el hecho de dejar este mundo sin haber procreado un heredero. Siempre puede adoptar alguno, le sugerí. No, repuso él, eso no bastaría. Tengo que engendrar un hijo de mi propia carne, un descendiente de mi propia sangre que continúe la labor que yo he iniciado. He estado observándote, mujer, y de todas las almas de mi rebaño, tú eres la única merecedora de llevar mi semilla. Pero ¿qué está diciendo? Yo estoy casada. Quiero a mi marido. Sí, contestó él, lo sé, pero por el bien del Templo del Verbo Divino te pido que te divorcies de él y te cases conmigo. Pero usted tiene mujer, le recordé. Nadie puede tener dos mujeres, reverendo Bob, ni siquiera usted. No, por supuesto que no, convino él. Huelga decir que yo también pediré el divorcio. Deje que lo piense, le dije. Todo está ocurriendo tan deprisa, que no sé qué decir. Me da vueltas la cabeza, me tiemblan las manos, y estoy absolutamente confusa. No te preocupes, hija mía, dijo el reverendo. Tómate todo el tiempo que necesites. Pero sólo para que te hagas idea de los placeres que te esperan, quiero enseñarte algo. El reverendo se levantó de la silla, vino hacia la parte delantera de la mesa y se bajó la cremallera del pantalón. Estaba justo frente a mí, y tenía la bragueta abierta a medio metro de mi cara. Fíjate en esto, me dijo, sacándose el cipote y enseñándomelo. A decir verdad, era bastante grande; mucho mayor de lo que cabría encontrar colgando entre las piernas de un tío flacucho como aquél. Yo he visto un montón de hombres desnudos en mis tiempos, y por longitud y grosor, tendría que situar el aparato del reverendo en lo más alto de la clasificación, entre el diez por ciento de los mejores. Una picha de calibre pornográfico, si entiendes lo que quiero decir, pero nada atractiva a mis ojos. La tenía tiesa, en plena erección, y de color tirando a morado, llena de venas y curvada hacia la izquierda. Un pollón enorme, pero muy asqueroso, y su propietario me daba todavía más asco. Supongo que podía haberme levantado de un salto y haber salido por pies de la casa, pero en el fondo tenía la vaga impresión de que aquel imbécil me estaba brindando una oportunidad única, y si a cambio de unos momentos repulsivos conseguía que nos liberásemos de los tarados de aquella Iglesia…