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»Unas horas más tarde, cerró con tablas las ventanas de la habitación. Y es que, ¿para qué sirve una cárcel si el preso puede escaparse por la ventana, no te parece? Entonces, muy amablemente, mi querido marido me subió todas las cosas que habíamos bajado al sótano a raíz de los Edictos Dominicales del reverendo Bob. La televisión, la radio, el lector de discos compactos, los libros. ¿No va eso contra las normas?, le pregunté. Sí, contestó David, pero esta mañana he hablado con el reverendo después del oficio, y me ha dado una dispensa especial. Quiero que estés lo más cómoda posible, Aurora. Vaya, exclamé, ¿por qué te portas tan bien conmigo? Porque te quiero, contestó David. Ayer hiciste una maldad, pero eso no significa que no te quiera. Para demostrar la pureza de su amor, un momento después volvió con una cacerola grande para que no tuviera que mear y cagar en el suelo. A propósito, anunció, te alegrará saber que te han excomulgado. Ya no perteneces al Templo, pero yo sí. Estoy destrozada, repuse. Creo que éste es el día más triste de mi vida…

»No sé lo que me pasaba, pero tenía la impresión de que todo era como una broma, no me lo podía tomar en serio. Me figuraba que aquello sólo duraría unos cuantos días, y después cogería el portante y me largaría. Promesas o no, no iba a quedarme allí un momento más de lo necesario…

»Pero los días se hicieron semanas, y las semanas se convirtieron en meses. David adivinó mis pensamientos, y no estaba dispuesto a dejarme marchar. Me permitía salir de la habitación cuando él volvía de trabajar, pero ¿qué posibilidades tenía de escapar entonces? Me tenía continuamente vigilada. Si trataba de salir corriendo por la puerta, ¿acaso habría podido ir muy lejos? Unos pasos, quizá. Es más alto y más fuerte que yo, y lo único que hubiera tenido que hacer habría sido correr detrás de mí y volver a traerme. Siempre llevaba las llaves del coche en el bolsillo, junto con todo el dinero; yo sólo tenía un montón de monedas que había encontrado en un cajón de la cómoda de Lucy. Seguí esperando y confiando en escaparme, pero sólo conseguí salir una vez de la casa. Fue cuando llamé a Tom. Te acuerdas de eso, ¿verdad? Por milagro, David se quedó dormido en el salón después de comer. A unos dos kilómetros de la casa hay una cabina, y eché a correr por la carretera tan deprisa como pude. Con que sólo hubiera tenido los cojones de meter la mano en el bolsillo de David y robarle las llaves del coche… Pero no podía correr el riesgo de despertarlo, así que fui a pie. David debió abrir los ojos unos diez minutos después de que me marchara, y ni que decir tiene que subió al coche y fue detrás de mí. Vaya fracaso. Ni siquiera tuve tiempo de terminar el puñetero mensaje…

»Ahora sabes por qué estoy tan pálida, tan cansada. He pasado seis meses encerrada en esa habitación, tío Nat. Encerrada como un animal en mi propia casa durante medio año. Veía la tele, leía libros, escuchaba música, pero lo que hacía sobre todo era pensar en cómo suicidarme. Si no lo he hecho, ha sido porque prometí a Lucy que iría por ella algún día, que alguna vez volveríamos a estar juntas. Pero, joder, no ha sido fácil, no ha sido nada fácil. Si no hubieras venido por mí esta tarde, no sé cuánto tiempo más habría aguantado. Probablemente me habría muerto en esa casa, y luego mi marido y el bueno del reverendo

Bob me habrían sacado de allí en plena noche para arrojar mi cadáver a una tumba sin nombre.

UNA NUEVA VIDA

Gracias a mi amistad con Joyce Mazzucchelli, dueña de la casa de la calle Carroll donde vivía con su hija, la B. P. M., y sus nietos, pude encontrar un sitio para Aurora y Lucy. En el tercer piso del edificio de piedra rojiza había una habitación vacía. En otros tiempos, había servido de laboratorio y estudio a Jimmy Joyce, pero ahora que el ex marido de Nancy se había marchado, pregunté si habría inconveniente en que madre e hija vivieran allí. Rory no tenía ni dinero ni trabajo, pero yo estaba dispuesto a pagarle el alquiler hasta que empezara a ponerse en marcha, y ahora que Lucy era lo bastante mayor para echar una mano de vez en cuando a Nancy con los niños, aquella solución podía beneficiar a todo el mundo.

– Olvídate del alquiler, Nathan -me dijo Joyce-. Nancy necesita una ayudante en el taller de joyería, y si a Aurora no le importa echar una mano en la limpieza y la cocina, puede quedarse gratis con la habitación.

La buena de Joyce. Para entonces llevábamos casi seis meses tonteando, y aunque vivíamos separados, rara era la semana en que no pasábamos al menos dos o tres noches en la misma cama; en la suya o en la mía, dependiendo de lo que dictaran el estado de ánimo y las circunstancias. Ella era un par de años más joven que yo, lo que significaba que ya era mayorcita, pero a los cincuenta y ocho o cincuenta y nueve años aún tenía la suficiente desenvoltura como para que la cosa resultara interesante.

Las relaciones sexuales entre gente mayor pueden pasar por situaciones molestas o de cómica indolencia, pero también poseen una ternura que suele escapársele a los jóvenes. Pueden tenerse los pechos caídos, o la picha pendulona, pero la piel sigue siendo piel, y cuando alguien que te gusta te acaricia, te abraza o te besa en la boca, te sigues derritiendo de la misma manera que cuando creías que ibas a vivir eternamente. Joyce y yo no habíamos llegado al diciembre de nuestra vida, pero no cabía duda de que mayo quedaba bastante atrás. Lo que compartíamos era una tarde de últimos de octubre, uno de esos luminosos días de otoño con un vívido cielo azul, un aire fresco y tonificante, y un millón de hojas aún adheridas a los árboles: marrones en su mayor parte, pero todavía con suficientes tonos dorados, rojizos y amarillos para tener ganas de estar al aire libre lo más posible.

No, no era una belleza como su hija, y según las fotografías en que la había visto de joven, nunca lo había sido. Joyce atribuía la apariencia física de Nancy a su difunto marido, Tony, contratista de obras fallecido en 1993 de un ataque al corazón.

– Era el hombre más guapo que he visto en la vida -me dijo una vez-. El vivo retrato de Victor Mature.

Con su marcado acento de Brooklyn, el nombre del actor salió de sus labios con un sonido parecido a Victa Machua, como si la letra r se hubiera atrofiado hasta el punto de haber desaparecido del alfabeto inglés. Me encantaba aquella voz terrenal, proletaria. Me hacía sentir en terreno seguro, y tanto como cualquier otra cualidad de las muchas que poseía, proclamaba que era una mujer sin pretensiones, una persona que creía en lo que era y en quién era. Después de todo, se trataba de la madre de la Bella y Perfecta Madre, ¿y cómo podía haber criado a una chica como Nancy de no haber sabido lo que se traía entre manos?

A primera vista, apenas teníamos algo en común. Nuestros orígenes eran completamente distintos (católica urbana, judío de las afueras), y nuestros intereses divergían en casi todos los aspectos. Joyce no tenía paciencia para los libros y no leía nada en absoluto, mientras que yo rehuía toda clase de esfuerzo físico y aspiraba a la inmovilidad como el no va más de la buena vida. Para Joyce, más que una obligación, el ejercicio era un placer, y los fines de semana su actividad preferida consistía en levantarse a las seis de la mañana el domingo para ir a montar en bici por Prospect Park. Ella todavía trabajaba, mientras que yo estaba jubilado. Joyce era optimista, y yo un cínico. Ella había sido feliz en su matrimonio, mientras que yo…, pero dejemos eso. Prestaba escasa o ninguna atención a las noticias, y yo leía detenidamente el periódico todos los días. De niños, ella había animado a los Dodgers, mientras que yo jaleaba a los Giants. A ella le gustaban el pescado y la pasta, mientras que yo era partidario de la carne y las patatas. Y, sin embargo -¿qué puede haber más misterioso en la vida humana que ese sin embargo?-, nos entendíamos de maravilla. La mañana en que nos presentaron (iba por la Séptima Avenida, con Nancy) sentí una atracción inmediata hacia ella, pero no fue hasta nuestra primera conversación larga en el funeral de Harry cuando comprendí que podía saltar una chispa entre nosotros. En un acceso de timidez, fui aplazando el momento de llamarla, pero entonces, a la semana siguiente, ella me llamó un día para invitarme a cenar a su casa, y ahí fue cuando ligamos.