¿La quería? Sí, es probable que la quisiera. En la medida en que era capaz de querer a alguien, Joyce era ahora la mujer de mi vida, la única candidata de mi lista. Y aun cuando no se tratara de esa pura y auténtica pasión que supuestamente define la palabra amor, no le andaba muy lejos: si no llegaba era por tan poco, que apenas se apreciaba la diferencia. Me hacía reír mucho, cosa que según los médicos es buena para la salud física y mental. Era tolerante con mis flaquezas y contradicciones, soportaba mis malos humores, guardaba la calma mientras yo echaba pestes del Partido Republicano, la CIA y Rudolph Giuliani. Me hacía gracia con su furibunda devoción por los Mets. Me asombraba con sus enciclopédicos conocimientos del cine clásico de Hollywood y su capacidad para identificar a cualquier olvidado actor secundario que pasara fugazmente por la pantalla. (Mira, Nathan, ése es Franklin Pangborn…, ahí está Una Merkel…, ése es C. Aubrey Smith.) La admiraba por su valor al consentir que le leyera pasajes de El libro del desvarío humano, y luego, en su benévola ignorancia, por el modo de considerar mis insignificantes historias como si fueran literatura de primera fila. Sí, la quería con todas las de la ley (la ley de mi naturaleza), pero ¿estaba preparado para sentar la cabeza y pasar el resto de mi vida con ella? ¿Tenía ganas de verla los siete días de la semana? ¿Estaba lo bastante loco por ella para hacerle la gran pregunta? No lo sabía. Después de la prolongada catástrofe con Nombre Borrado, era comprensible que me mostrara un tanto indeciso sobre si probar a casarme otra vez o no. Pero Joyce era una mujer, y como la inmensa mayoría de las mujeres parece preferir la vida en pareja a la soltería, pensé que debía demostrarle que iba en serio. En uno de los momentos más sombríos de aquel otoño -dos días después de que Rachel tuviera un aborto, cuatro días después de la victoria ilegal de Bush en las elecciones, y doce días antes de que Henry Peoples consiguiera localizar a Aurora-, vencí mi resistencia y se lo propuse. Para mi enorme sorpresa, la petición de mano fue recibida con una serie de estentóreas carcajadas.
– Vamos, Nathan -exclamó Joyce-, no seas bobo. Nos va estupendamente tal como estamos. ¿Para qué estropear las cosas y crearnos problemas? El matrimonio es para gente joven, para parejas que quieren tener hijos. Nosotros ya hemos hecho eso. Somos libres. Por mucho que nos pongamos a follar como adolescentes, no voy a quedarme embarazada. No tienes más que silbar, amiguete, y mi culazo italiano será tuyo, ¿vale? Para ti mi culo, y para mí esa cosa yídish tan bonita que tienes tú. Eres el primer judío que conozco, Nathan, y ahora que has llamado a mi puerta, no voy a despedirte. Soy tuya, cielo. Pero déjate de matrimonios. No quiero ser la mujer de nadie otra vez, y el caso es, mi tierno y divertido Nathan, que serías un marido espantoso…
A pesar de aquellas duras palabras, un momento después rompió a llorar, súbitamente descompuesta, perdiendo el dominio de sí misma por primera vez desde que la conocía. Supuse que se acordaría de su difunto Tony, que estaría pensando en el hombre a quien dijo sí cuando todavía era una muchacha, el marido que había perdido, muerto cuando sólo tenía cincuenta y nueve años, el amor de su vida. Quizá estuviera en lo cierto, pero lo que me dijo fue algo completamente distinto.
– No creas que no te lo agradezco, Nathan. Eres lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo, y ahora esto, ahora me das esto. Nunca lo olvidaré, ángel mío. Proponer matrimonio a una vieja bruja como yo. No quiero ponerme a lloriquear, pero bueno, vaya, saber que me quieres tanto me llega a lo más hondo.
Sentí alivio al saber que la había emocionado hasta el punto de hacerle derramar aquellas lágrimas. Eso significaba que había algo sólido entre nosotros, un vínculo que no iba a romperse de un día para otro. Pero debo admitir que también se me quitó un peso de encima cuando vi que Joyce me rechazaba. Había hecho mi gran gesto, pero con toda franqueza, no estaba completamente seguro, y ella me conocía lo suficiente para entender, desde luego, que habría sido un marido espantoso y que a ninguno de los dos nos interesaba casarnos. De manera que, parafraseando al inmortal doctor Pangloss, al final todo fue para bien, y por primera vez en la vida, podía tenerlo todo sin tener que renunciar a nada.
Joyce se enjugó las lágrimas, y dos semanas después tenía a Aurora y Lucy viviendo en su casa. Era un arreglo conveniente para todas las partes, pero aun cuando la lógica exigía que madre e hija estuvieran de nuevo juntas, no hay que olvidar lo difícil que fue para Tom y Honey desprenderse de su joven pupila. Para entonces llevaban unos meses ocupándose de Lucy, y con el tiempo los tres habían ido cuajando hasta formar una pequeña familia bastante unida. Yo había sentido la misma punzada en el verano, cuando la entregué a su cuidado, y eso que sólo había vivido unas semanas conmigo. Al pensar en los cinco meses y medio que habían pasado con ella, no tuve más remedio que compadecerlos…, por muy contentos que estuviéramos todos de tener a Aurora sana y salva en Brooklyn.
– Ha de vivir con su madre -dije a Tom, intentando abordar el asunto con filosofía-. Pero en cierto modo Lucy nos sigue perteneciendo a todos y cada uno de nosotros. Ella también es nuestra, y nadie nos la podrá quitar.
Aunque sintieran mucho perderla, su breve incursión en la paternidad convenció a Tom y Honey de que querían tener hijos propios. De momento, estaban ocupados en diversos asuntos prácticos -negociar la venta del edificio de Harry, buscar otro apartamento, solicitar trabajo en institutos y colegios de la ciudad-, pero una vez despachadas esas tareas, Honey tiró el diafragma a la basura y los dos se entregaron con ahínco a la actividad nocturna necesaria para la creación de una familia. En marzo de 2001, se trasladaron a un apartamento de la calle Tres, entre la Avenida Sexta y la Séptima: un piso bien ventilado y luminoso en una cuarta planta con un salón de buenas dimensiones en la parte delantera, una cocina y un comedor no muy grandes en el centro, y al final de un pasillo estrecho tres habitaciones pequeñas en la parte de atrás (una de las cuales transformó Tom en estudio). Para cuando se instalaron en aquel apartamento, el Brightman's Attic había dejado de existir. Como condición para concluir la venta del edificio, el comprador había insistido en que no quedara un solo libro en el local, lo que a principios de año obligó a Tom a liquidar frenéticamente todas las existencias del negocio de Harry. Los libros de bolsillo Se vendieron a cinco y diez centavos, los de tapa dura se pusieron a tres por un dólar, y los volúmenes que no se habían vendido el uno de febrero se regalaron a hospitales, organizaciones de beneficencia y bibliotecas de barcos mercantes. Yo eché una mano en esas lúgubres tareas, y aunque los libros raros y las ediciones príncipe de la primera planta produjeron una considerable cantidad de dinero (incluso a los precios tirados que Tom estuvo dispuesto a aceptar con tal de traspasar toda la colección a un solo librero de Great Barringron, en Massachusetts), no fue nada divertido participar en la demolición del imperio de Harry; sobre todo cuando me enteré de lo que el nuevo dueño pensaba hacer con aquel espacio cuando estuviese vacío. Los libros dejarían sitio a zapatos y bolsos de señora, y las tres plantas superiores iban a convertirse en apartamentos de gran lujo. El mercado inmobiliario es la religión oficial de Nueva York, y su dios lleva un traje gris a rayas y lo llaman Pasta, señor Pasta Gansa. Si aquel triste giro de los acontecimientos me procuró algún consuelo, éste fue saber que Tom y Rufus nunca volverían a pasar estrecheces. Por duo centésima vez desde su muerte, volví a pensar en Harry, y en su prodigioso salto del ángel hacia la grandeza eterna.