Vivía en un apartamento de una sola habitación en la esquina de la Octava Avenida con la calle Tres, un subarriendo a largo plazo conseguido gracias a un amigo de un amigo suyo que se había ido de Nueva York a trabajar a otra ciudad, Pittsburg o Plattsburgh, Tom nunca recordaba cuál era. Se trataba de una lúgubre celda semejante a un armario empotrado, con una ducha metálica en el baño, dos ventanas que daban a un muro de ladrillo, y una cocinita mínima que incluía un pequeño frigorífico y un hornillo de gas de dos fuegos. Una estantería, una silla, una mesa y un colchón en el suelo. Era el apartamento más pequeño en que había vivido nunca, pero como sólo pagaba cuatrocientos veintisiete dólares de alquiler mensual, Tom se sentía afortunado por tenerlo. En cualquier caso, el primer año no pasó mucho tiempo en él. Prefería andar por ahí, yendo a ver a antiguos amigos del instituto y la universidad que habían ido a parar a Nueva York, haciendo nuevas amistades a través de las viejas, gastándose el dinero en bares, saliendo con mujeres cuando surgía la ocasión, y en general tratando de llevar una vida normal; o algo que se pareciese a una vida normal. La mayoría de las veces, aquellos intentos de sociabilidad terminaban en un incómodo silencio. Sus antiguos amigos, que lo recordaban como un estudiante excepcional de conversación ingeniosa y divertida, se quedaban pasmados con lo que le había ocurrido.
Tom ya no pertenecía al grupo de los elegidos, y su caída parecía debilitar su confianza en ellos mismos, abriendo la puerta a un nuevo pesimismo sobre sus propias perspectivas de futuro. El hecho de que Tom hubiera engordado, de que su antigua condición de regordete estuviera ahora al borde de una bochornosa gordura, no arreglaba precisamente las cosas, pero aún más inquietante era comprobar que no tenía planes de ninguna clase, que jamás hablaba de lo que pensaba hacer para superar los problemas que él mismo se había creado y salir de nuevo adelante. Siempre que mencionaba su nueva ocupación, la describía en términos extraños, casi religiosos, teorizando sobre cuestiones tales como la energía espiritual y la importancia de encontrar el propio camino a través de la paciencia y la humildad, y eso confundía aún más a sus amigos, haciendo que se removieran inquietos en el asiento. Aquel trabajo no había embotado la inteligencia de Tom, pero ya nadie quería oír lo que tenía que decir, y menos aún las mujeres con las que hablaba, que esperaban de los jóvenes una plétora de ideas audaces y planes ingeniosos para conquistar el mundo. Tom las desconcertaba con sus dudas y su continuo examen de conciencia, con su actitud vacilante y sus oscuras disquisiciones sobre el carácter de la realidad. Ya dejaba bastante que desear el hecho de que se ganara la vida conduciendo un taxi, pero un taxista filósofo que además de vestirse con ropa del ejército tenía una buena barriga, era demasiado pedir. No dejaba de ser un tipo agradable, desde luego, y a nadie le caía antipático, pero no era un candidato aceptable; para casarse, no. Ni siquiera para una aventura fugaz.
Empezó a mostrarse cada vez más retraído. Pasó otro año, y tan completo era su aislamiento para entonces que el muchacho acabó pasando solo su trigésimo cumpleaños. Lo cierto era que se había olvidado de toda, esa cuestión de los aniversarios, y como nadie lo llamó para felicitarlo ni expresarle sus buenos deseos, no se acordó hasta las dos de la madrugada siguiente. En aquel momento se encontraba en pleno Queens, y acababa de dejar a dos empresarios borrachos en un club de strip-tease llamado Garden of Earthly Delights, y para celebrar el comienzo de la cuarta década de su existencia se dirigió al Metropolitan Diner de Northern Boulevard, se sentó en la barra y pidió un batido de chocolate con leche, dos hamburguesas y una ración de patatas fritas.
Si no llega a ser por Harry Brightman, quién sabe cuánto tiempo habría seguido en aquel purgatorio. La librería de Harry estaba situada en la Séptima Avenida, sólo a unas manzanas de donde vivía Tom, que había adquirido la costumbre de ir todos los días al Brightman's Attic. Rara vez compraba algo, pero antes de iniciar su turno de trabajo le gustaba pasar media hora o incluso una entera hojeando los libros usados en la planta baja. En las estanterías se amontonaban miles de libros -de todo tipo, desde diccionarios agotados a olvidados éxitos de librería, pasando por ediciones de las obras completas de Shakespeare encuadernadas en piel-, y Tom siempre se había sentido a gusto en aquella especie de mausoleo de papel, curioseando entre los montones de libros desechados y aspirando el polvoriento olor a viejo. En una de sus primeras visitas hizo una pregunta a Harry sobre cierta biografía de Kafka, y a partir de ahí entablaron conversación. Ésa fue la primera de una serie de innumerables y pequeñas charlas, y aun cuando Harry no andaba siempre por allí cuando llegaba Tom (solía estar la mayor parte del tiempo en la planta de arriba), en los meses siguientes hablaron lo suficiente para que Harry supiese el nombre de su ciudad natal, conociese el tema de su frustrada tesis (Clarel, el poema épico de Melville, monumental e ilegible), y hubiese asimilado el hecho de que a Tom no le interesaba mantener relaciones amorosas con un hombre. Pese a esta última decepción, Harry no tardó mucho en comprender que Tom sería el encargado ideal para su sección de libros raros y manuscritos en la planta de arriba. No le ofreció el empleo una vez, sino una docena de veces, y a pesar de las reiteradas negativas de Tom, Harry nunca abandonó la esperanza de que un día contestara afirmativamente. Sabía que Tom estaba en hibernación, luchando ciegamente contra el tenebroso ángel de la desesperación, y que las cosas terminarían cambiando. Todo eso era cierto, aunque Tom no fuera consciente de ello todavía. Pero en cuanto llegara a comprenderlo, todos aquellos disparates sobre el taxi acabarían siendo como la ropa sucia del día anterior.
A Tom le gustaba hablar con Harry porque era una persona franca y con chispa, un hombre con una labia tan estimulante y contradicciones tan absurdas que no se sabía con qué iba a salir a continuación. Por su aspecto, cualquiera lo habría tomado simplemente por otro de esos sarasas maduros de Nueva York. Toda su recargada apariencia estaba calculada para dar precisamente esa impresión -cejas y pelo teñidos, pañuelos de seda al cuello, chaquetas azules con escudos de club de yates, expresiones amaneradas-, pero una vez que se le conocía un poco, resultaba que Harry era un individuo exigente y perspicaz. Había algo provocativo en aquella manera suya de hablar, ingeniosa y punzante, que infundía el deseo de replicar adecuadamente a sus taimadas preguntas sobre asuntos personales. Con Harry, limitarse a responder nunca era suficiente. Debía haber cierta gracia en lo que uno decía, la efervescencia suficiente para demostrar que no se era simplemente otro zopenco que iba a trancas y barrancas por la vida. Y en vista de que en buena parte así era como se sentía por aquel entonces, Tom tenía que hacer un esfuerzo especial por mantener el tipo a la hora de hablar con Harry. Ese esfuerzo era lo que más le atraía de sus conversaciones. A Tom le gustaba pensar deprisa, y llevar su capacidad discursiva por senderos inhabituales, verse obligado a mantenerse alerta, le resultaba tonificante. Tres o cuatro meses después de su primera charla -cuando apenas se conocían, y por tanto no eran ni amigos ni asociados-; Tom se dio cuenta de que, entre todos sus conocidos de Nueva York, con nadie hablaba más francamente que con Harry Brightman.
Y sin embargo Tom siguió resistiéndose a su ofrecimiento. Durante más de seis meses rechazó las propuestas del librero para que trabajara con él, y en ese tiempo alegó tantas razones diferentes, expuso tal cantidad de argumentos para que Harry buscara a otro, que los dos acabaron tomando a broma su reticencia. Al principio, Tom se empeñaba en defender las virtudes de su trabajo, improvisando complejas teorías sobre el valor ontológico de la vida de taxista.