Al atardecer de un jueves de principios de junio, Honey anunció que estaba embarazada. Tom le pasó un brazo por el hombro, se inclinó luego sobre la mesa del comedor y me preguntó si quería ser el padrino.
– Tú eres nuestro único candidato -aseveró-. Por servicios prestados, Nathan, mucho más allá de las exigencias del deber. Por tu valor inigualable en lo más reñido de la batalla. Por arriesgar la vida y la integridad física para rescatar al camarada herido bajo un intenso fuego enemigo. Por animar a ese mismo camarada a ponerse de nuevo en pie y establecer esta unión conyugal. En reconocimiento por esos actos heroicos, y por el bien de nuestra futura descendencia, mereces ser portador de un título más ajustado a tu papel que el de tío abuelo. Por tanto, te nombro padrino: si es que te dignas aceptar nuestra humilde súplica de que asumas la responsabilidad de esa carga. ¿Qué decides, buen señor? Esperamos tu respuesta con el corazón en un puño.
La respuesta fue sí. Un sí seguido de una sarta de palabras ininteligibles, ninguna de las cuales alcanzo a recordar ahora. Luego alcé mi copa hacia ellos, e inexplicablemente los ojos se me llenaron de lágrimas.
Tres días después, un domingo, Rachel y Terrence salieron de Nueva Jersey y vinieron a casa a media mañana para tomar un desayuno tardío. Joyce me ayudó a preparar el festín, y cuando nos sentamos los cuatro a la mesa del jardín y atacamos las rosquillas y el salmón ahumado, observé que hacía bastantes meses que no veía a mi hija tan guapa y tan contenta. En otoño había sufrido una brutal decepción con el aborto, y desde entonces se había sentido muy insegura: trataba de disimular la tristeza volcándose en el trabajo, preparando complejas y exquisitas comidas para Terrence, demostrando lo buena esposa que era pese al fracaso en darle un hijo, trajinando hasta el agotamiento. Pero aquel día en el jardín, la antigua luz brillaba de nuevo en sus ojos, y aunque normalmente se mostraba reservada en sociedad, más de una vez llevó la voz cantante en nuestra conversación a cuatro bandas, hablando tanto o más que el resto de nosotros. En un momento dado, Terrence se levantó para ir al baño y entró en la casa, y un instante después Joyce se fue corriendo a la cocina a traer otra cafetera. Rachel y yo nos quedamos solos. La besé en la mejilla y le dije lo guapa que estaba, y ella respondió al cumplido devolviéndome el beso y apoyando la cabeza en mi hombro.
– Estoy embarazada otra vez -anunció-. Me he hecho la prueba esta mañana y el resultado ha sido positivo. Hay Una criatura creciendo dentro de mí, papá, y esta vez va a vivir. Lo prometo. Voy a hacerte abuelo, aunque tenga que guardar cama durante los próximos siete meses.
Por segunda vez en menos de setenta y dos horas, los ojos se me llenaron inesperadamente de lágrimas.
Las mujeres embarazadas brotaban como hongos a mi alrededor, y yo mismo me estaba convirtiendo en algo parecido a una mujer: alguien que se ponía a lloriquear en cuanto le hablaban de niños, un infeliz de lágrima fácil que tenía que ir por ahí con un paquete de pañuelos de emergencia para no sentirse avergonzado en público. Quizá tuviera la casa de la calle Carroll su parte de culpa en aquella falta de varonil decoro. Pasaba mucho tiempo allí, y ahora que Aurora y Lucy sustituían al marido de Nancy, la familia se había convenido en un universo enteramente femenino. El único varón era Sam, el hijo de Nancy, pero como tenía tres años y apenas sabía hablar, su influencia sobre las actividades de la familia estaba gravemente limitada. Por lo demás, eran todo chicas, tres generaciones de chicas, con Joyce en lo alto de la pirámide, Nancy y Aurora en el medio, y Lucy y Devon, de diez y cinco años respectivamente, en la base. El interior del edificio de piedra rojiza era un museo viviente de artefactos femeninos, con galerías dedicadas a la exposición de sostenes y bragas, tampones y secadores de pelo, tarros de maquillaje y barras de labios, muñecas y cuerdas de saltar a la comba, camisones y horquillas, tenacillas de rizar el pelo, cremas para la cara e innumerables pares de zapatos.
Andar por allí era como viajar a un país extranjero, pero teniendo en cuenta que yo adoraba a todas las personas que vivían en aquella casa, era el sitio donde más a gusto me encontraba en el mundo.
En los meses siguientes a la fuga de Aurora de Carolina del Norte, empezó a suceder una serie de cosas raras chez Joyce. Como a mí nunca me cerraban la puerta, me encontraba en condiciones de observar esos dramas de cerca, cosa que hacía en estado de perpetuo asombro y sorpresa. Lo de Lucy, por ejemplo, rompió todas las previsiones. En la época que pasó con Tom y Honey, yo había vivido con cierta aprensión, esperando que surgieran problemas en cualquier momento. No sólo había amenazado con ser «la niña más malvada, mezquina y antipática de toda la creación», sino que me parecía inevitable que la continuada ausencia de su madre acabara estropeándola, convirtiéndola en una niña descontenta, enfurruñada, irritable. Pero no. Se había portado de maravilla en aquel apartamento de encima de la librería de Harry, y su adaptación al nuevo entorno continuó a buen ritmo. Cuando traje a Rory a Brooklyn, Lucy se había librado de su acento sureño, había crecido entre diez y doce centímetros, y era una de las mejores alumnas de su clase. Sí, a veces se pasaba la noche llorando, pensando en su madre, pero ahora que estaba otra vez con ella, se suponía que nuestra niña creería que todas sus plegarias habían sido escuchadas. Otro error. A raíz de su reencuentro, se produjo una avalancha de inmediata felicidad, pero al cabo de un tiempo empezaron a salir a la superficie resentimientos y hostilidades, y al final del primer mes de estar juntas, nuestra inteligente, vivaracha e ingeniosa niña se había convertido en un verdadero incordio. Resonaban portazos; se respondía con amargo desdén a educadas peticiones; se oían voces agresivas en el tercer piso; el mal humor se convertía en enfado, el enfado en ira, la ira en lágrimas; las palabras no, estúpida, cierra el pico y ocúpate de tus asuntos pasaron a formar parte integrante de la conversación cotidiana. A los demás, Lucy seguía tratándonos igual que siempre. Sólo su madre era víctima de tales ataques, que con el paso de los días fueron haciéndose cada vez más enconados.
Por desmoralizador que tal comportamiento fuese para la frágil Aurora, yo lo consideraba como una purga necesaria, una señal de que Lucy peleaba enérgicamente por su vida. No era cuestión de cariño. Lucy sentía verdadero amor por su madre, pero una tarde tumultuosa y frenética su querida madre la había metido en un autobús con destino a Nueva York, y la niña pasó los seis meses siguientes sintiéndose abandonada. ¿Cómo puede asimilar una criatura tan confuso giro de los acontecimientos sin considerarse culpable al menos en parte? ¿Por qué se libraría una madre de su hija a menos que la niña fuese mala, indigna del afecto de su progenitora? Aunque no era culpa suya, la madre la había herido en el alma, ¿y cómo podía curarse esa herida si no gritaba a pleno pulmón y anunciaba al mundo: me duele, no lo soporto más, ayudadme? En la casa habría reinado más tranquilidad si Lucy hubiera permanecido en silencio, pero reprimir aquel grito le habría causado más problemas a la larga. Tenía que soltarlo. No había otro modo de detener la hemorragia.
Procuraba ver a Aurora lo más posible, sobre todo en aquellos primeros y difíciles meses en que seguía luchando por encontrar su camino. El horror de Carolina del Norte la había marcado para siempre, y ambos sabíamos que nunca se recuperaría plenamente, que por bien que le fuera en el futuro, el pasado siempre estaría con ella. Ofrecí pagarle unas sesiones con un psicólogo si pensaba que eso podía ayudarla, pero dijo que no, que prefería hablar conmigo. Conmigo. Con aquel hombre amargo y solitario que un año antes había llegado arrastrándose a Brooklyn, al sitio donde nació, el individuo acabado que se había convencido a sí mismo de que ya no había nada por lo que vivir…; Nathan el Estúpido, el cabeza de chorlito que no tenía nada mejor que hacer que esperar tranquilamente el momento de caerse muerto, convertido ahora en confidente y consejero, amante de viudas cachondas, caballero andante que rescataba damiselas en peligro. Aurora me prefería como interlocutor porque yo era quien había ido a Carolina del Norte a salvarla, y aun cuando antes de esa tarde habíamos estado muchos años sin tratamos, seguía siendo su tío a pesar de todo, el único hermano de su madre, y ella sabía que podía confiar en mí. Así que íbamos a comer juntos varias veces a la semana y charlábamos, los dos solos, sentados a una mesa del fondo en el restaurante Nueva Pureza de la Séptima Avenida, y poco a poco nos fuimos haciendo amigos, de la misma manera que su hermano y yo habíamos llegado a serlo, y ahora que los dos hijos de June estaban otra vez cerca de mí, era como si mi hermana pequeña hubiera revivido en mi interior, y como ella se había convertido en un fantasma que habitaba en mi interior, sus hijos habían pasado ya a ser mis hijos.