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Lo único que Aurora no había dicho a su madre, ni a su hermano ni a nadie de la familia era el nombre del padre de Lucy. Llevaba guardando aquel secreto durante tantos años, que mencionar otra vez la cuestión no habría servido de nada, pero en uno de nuestros almuerzos de principios de abril, sin incitación alguna por mi parte, desveló casualmente el misterio.

Todo empezó cuando le pregunté si seguía teniendo el tatuaje. Rory dejó el tenedor sobre la mesa, esbozó una amplia sonrisa y dijo:

– ¿Y cómo sabes tú eso?

– Me lo dijo Tom. Un águila enorme en el hombro, ¿no? Nos preguntamos si te lo habrías quitado, pero Lucy no nos lo quiso decir.

– Ahí sigue. Tan grande y precioso como siempre.

– ¿Ya David le parecía bien?

– Pues no. Lo consideraba un símbolo de mi turbio pasado y quería que me lo quitara. Yo estaba dispuesta a seguirle la corriente, pero salía muy caro. Y cuando vio que no nos lo podíamos permitir, cambió radicalmente de opinión. Eso te da una idea de su manera de pensar, de por qué yo nunca podía sacar nada discutiendo con él. Quizá sea mejor así, me dijo. Dejaremos el tatuaje donde está, y cada vez que lo veamos nos acordaremos de hasta dónde llegaste en la oscura época de tu juventud. Ahí tienes un clásico de David: la oscura época de mi Juventud. Dijo que sería un amuleto que llevaría en mi propia piel, y que me protegería de nuevos perjuicios y sufrimientos. Un amuleto. Yo no tenía ni idea de qué era eso, así que lo miré en el diccionario. Un poder mágico para alejar la desgracia. Vale, eso me lo creo. No me sirvió de mucho cuando estuve con David, pero ahora a lo mejor sí.

– Me alegro de que lo sigas teniendo. No sé por qué, pero me alegro.

– Yo también. He cogido bastante cariño a esa tontería. Me lo hice en el East Village, hace once años. Para celebrar que estaba embarazada de Lucy. La misma mañana que la enfermera me dijo en la clínica que la prueba había dado positivo, salí corriendo y me hice el tatuaje.

– Extraña manera de celebrarlo, ¿no te parece?

– Soy una chica rara, tío Nat. Y aquélla quizá fue la época más extraña de mi vida. Vivía con dos tíos, Billy y Greg, en un cuchitril cerca de la Avenida C. Billy tocaba la guitarra; Greg, el violín; y yo cantaba. Considerando lo jóvenes que éramos, en realidad no se nos daba tan mal. La mayoría de las veces tocábamos en el parque de Washington Square. Y si no, en la estación de metro de Times Square. Me gustaba el eco de aquellas galerías subterráneas, cuando cantaba a grito pelado mis canciones y la gente echaba monedas y dólares en la funda del violín de Greg. Unas veces cantaba colocada, y Billy decía que era su fulanita grogui y borrachita. Otras, cantaba serena, y Grez me llamaba la Reina del Planeta Equis. Joder, tío Nat, qué buenos tiempos. Cuando no ganábamos lo suficiente tocando, robaba en las tiendas. Entonces me llamaban Fosdick la Intrépida, como en el tebeo del detective Fearless Fosdick. Recorría a toda prisa los pasillos del supermercado, metiéndome filetes y pollos bajo el abrigo, sin disimular. En aquella época no me tomaba nada en serio. Una semana estaba enamorada de Greg. Y a la siguiente, de Billy. Me acostaba con los dos, y de pronto me quedé embarazada. Nunca supe quién era el padre, y como ninguno quiso serlo, les di la patada a los dos.

– Así que por eso no se lo dijiste a June. Porque no lo sabías.

– Me cago en la leche. Es increíble lo estúpida que soy. Joder, joder, joder. Juré que nunca se lo diría a nadie, y ahora voy y lo digo.

– No importa, Rory. Greg y Billy sólo son nombres para mí. No digas una palabra más si no quieres.

– Greg murió de una sobredosis dos años después de que Lucy viniera al mundo. Y Billy, simplemente, desapareció. No sé qué fue de él. Una vez me dijeron que volvió a casa de sus padres, acabó la universidad y ahora es profesor de música en un instituto del Medio Oeste. Pero ¿quién sabe si es el mismo Billy Finch? A lo mejor es otro.

Ni siquiera en Brooklyn podía Aurora estar segura de haberse librado completamente de David Minor. Mi nombre y dirección venían en la guía de teléfonos, y a su marido no le habría sido difícil encontrarla a través de mí. Me estremecía ante la idea de otra confrontación con aquel cerdo farisaico, pero me reservé mis temores y no dije nada a Rory. Minor era un asunto tan penoso para ella que apenas se atrevía a hablar de él, y yo no quería remover inquietudes pasadas que se sumaran a los problemas que ahora tenía que afrontar. A medida que pasaban los meses, empecé a sentirme más esperanzado, pero no fue hasta finales de junio cuando finalmente pude dejar de preocuparme y olvidar el asunto. Una mañana apareció en mi buzón un abultado sobre blanco, y como no me di cuenta de que no iba dirigido a mí sino a Aurora Wood c/o Nathan Glass, lo abrí antes de que pudiera percatarme del error. Contenía una breve nota escrita a mano que decía lo siguiente:

Querida mía:

Es mejor así.

Buena suerte, y que Dios tenga siempre piedad de ti.

David

Adjunto a la nota venía un documento de siete páginas que resultó ser una sentencia de divorcio del condado de Saint Clair, en el estado de Alabama, por la cual se disolvía el matrimonio entre David Wilcox Minor y Aurora Wood Minor por motivos de abandono de hogar.

Aquel día, mientras almorzábamos, pedí disculpas a Rory por haber abierto su correo, y luego le entregué la carta.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

– Una nota de tu ex -contesté-. Junto con un montón de papeleo oficial.

– ¿Mi ex? ¿Qué es todo esto?

– Ábrelo y te enterarás.

Mientras observaba cómo leía la nota y recorría el documento con la vista, me sorprendió lo poco que cambiaba su expresión. Había pensado que sonreiría, que quizá llegaría a soltar unas carcajadas, pero su rostro no acusó emoción alguna. Sólo un indicio de algún sentimiento oculto, enigmático, pero resultaba imposible adivinar de qué clase.

– Bueno -dijo al fin-. Supongo que ya está.

– Eres libre, Rory. Si quisieras, mañana mismo podrías casarte con otro.

– No voy a dejar que me vuelva a tocar un hombre en lo que me queda de vida.

– Eso es lo que dices ahora. Algún día aparecerá alguien, y pensarás en casarte otra vez.

– No, lo digo en serio, Nathan. Esa parte de mi vida se ha acabado. Cuando David me encerró en aquella habitación, me dije: Ya está bien, jamás volveré a enamorarme de un hombre. Eso nunca me ha traído nada bueno. Y nunca me lo traerá.

– Te olvidas de Lucy.

– Vale, una cosa buena. Pero ya tengo una niña, no necesito otra.

– ¿Estás bien? Te encuentro muy decaída.

– Estoy perfectamente. Nunca me he sentido mejor.

– Ya llevas seis meses aquí. Vives en casa de Joyce, trabajas con Nancy, te ocupas de tu hija, pero quizá sea hora de que des el siguiente paso. Ya sabes, que hagas planes.

– ¿Qué clase de planes?

– No soy yo quien tiene que decirlo. Lo que tú quieras.

– Pero a mí me gustan las cosas tal como están.

– ¿Qué te parecería cantar? ¿No te tienta volver a empezar?

– A veces. Pero ya no quiero hacerlo como una profesión. No me importaría hacer algo los fines de semana por el barrio, pero nada de viajar, se acabaron las grandes ambiciones. No vale la pena.