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– ¿Te gusta hacer joyas? ¿Estás satisfecha con eso?

– Más que satisfecha. Me paso con Nancy el día entero, ¿qué más se puede pedir? No hay otra como ella en el mundo. La quiero a rabiar.

– Todos la queremos.

– No, no lo entiendes. Quiero decir que la quiero de verdad. Y ella también me quiere.

– Pues claro que sí. Nancy es una de las personas más cariñosas que he conocido.

– Sigues sin entenderlo. Lo que intento decirte es que estamos enamoradas. Nancy y yo somos amantes.

– …

– Tendrías que verte la cara, tío Nat. Ni que te hubieras tragado la máquina de escribir.

– Lo siento. Es que no lo sabía. Vi que habíais congeniado enseguida. Que os caías muy bien, pero… pero no me había dado cuenta de que las cosas habían llegado tan lejos. ¿Y desde cuándo dura eso?

– Desde marzo. Todo empezó unos tres meses después de que me fuera a vivir a su casa.

– ¿Por qué no me lo has dicho antes?

– Tenía miedo de que se lo dijeras a Joyce. Y Nancy no quiere que lo sepa. Cree que su madre se volvería majareta.

– Entonces, ¿por qué me lo dices ahora?

– Porque pienso que sabes guardar un secreto. No me vas a fallar, ¿verdad?

– No, no te voy a fallar. Si no quieres que Joyce se entere, no se lo diré.

– ¿Y yo no te he defraudado?

– Por supuesto que no. Si Nancy y tú sois felices, mejor para vosotras.

– Es que tenemos tantas cosas en común, ¿sabes? Es como si fuéramos hermanas y estuviéramos siempre en la misma onda. En todo momento sabemos lo que está pensando o sintiendo la otra. Con todos los hombres con los que he estado, siempre era cuestión de hablar…, palabras, explicaciones, charla y nada más. Y con ella, no tengo más que mirada y es como si estuviera dentro de mi piel. Nunca he sentido eso con nadie. Nancy lo llama el vínculo mágico, pero yo sólo lo llamo amor, pura y simplemente. La unión verdadera.

«IGUAL QUE TONY»

Cumplí mi promesa y no dije nada a Joyce, pero si guardaba el secreto era tanto para ayudar a las chicas como para protegerme a mí mismo. En caso de que Joyce descubriera la verdad, no estaba muy seguro de cómo iba a reaccionar. Sospechaba que no con calma, y entonces una posible consecuencia de su cólera sería buscar a alguien a quien echar la culpa. ¿Y quién mejor para representar el papel de chivo expiatorio que el tío de Aurora, el gorrón chapucero que la había convencido para introducir en el núcleo mismo de la familia Mazzucchelli a su corrompida sobrina, la cual se las había arreglado para convertir a la inocente Nancy en una ferviente y apasionada lesbiana? Me imaginé que Joyce acabaría echándolas a las dos de la casa, y en el consiguiente tumulto familiar yo me vería obligado a defender a la hija de mi hermana, lo que me enfrentaría a Joyce hasta el punto de que yo también terminaría de patitas en la calle. Para entonces llevábamos un año juntos, y sabe Dios que aquello era lo último que deseaba.

Un domingo tranquilo y caluroso, justo después de las vacaciones de verano, quedamos por la noche en mi casa para cenar y ver películas. Después de llamar a un restaurante tailandés para pedir la cena, se volvió hacia mí y me dijo:

– No te vas a creer lo que se traen entre manos.

– ¿A quiénes te refieres? -pregunté.

– A Nancy y Aurora.

– No sé. Hacen joyas y luego las venden. Cuidan de sus hijos. Lo normal.

– Se acuestan juntas, Nathan. Están enrolladas.

– ¿Cómo lo sabes?

– Las he pillado. El jueves por la noche me quedé aquí, ¿te acuerdas? A la mañana siguiente me levanté pronto, y en vez de irme derecha a trabajar, volví a casa a cambiarme de ropa. Por la tarde iba a venir el fontanero, y subí a la habitación de Nancy para recordárselo. Abrí la puerta, y allí estaban las dos, desnudas encima de las sábanas, dormidas y abrazadas la una a la otra.

– ¿Se despertaron?

– No. Cerré la puerta sin hacer ruido, y luego bajé la escalera de puntillas. ¿Qué iba a hacer? Estoy deshecha, me dan ganas de cortarme las venas. Pobre Tony. Por primera vez desde que dejó este mundo, me alegro de que esté muerto. Me alegro de que no viva para ver esta… esta monstruosidad. Se le habría partido el alma. Su propia hija acostándose con otra mujer. Cada vez que lo pienso me dan ganas de vomitar.

– No hay mucho que puedas hacer, Joyce. Nancy es una mujer hecha y derecha, y puede acostarse con quien le dé la gana. Y lo mismo puede decirse de Aurora. Las dos lo han pasado muy mal. Ambas llevan a la espalda la carga de una ruptura matrimonial, y es probable que estén un poco hartas de los hombres. Eso no significa que sean lesbianas, ni tampoco que su relación sea para toda la vida. Si encuentran consuelo la una en la otra durante una temporada, ¿qué tiene eso de malo?

– Lo malo es que es repugnante y antinatural. No entiendo cómo puedes tomártelo con tanta tranquilidad, Nathan, de verdad que no. Es como si no te importara.

– La gente siente lo que siente. ¿Quién soy yo para decir si aciertan o se equivocan?

– Pareces un activista de los derechos de los homosexuales. Dentro de nada me dirás que has estado liado con hombres.

– Me cortaría el brazo derecho antes de irme a la cama con un hombre.

– Entonces, ¿por qué defiendes a Nancy y Aurora?

– Primero porque ellas no son yo. Y porque son mujeres.

– ¿Y qué significa eso?

– No estoy seguro. Pero como a mí me gustan tanto las mujeres, puedo entender por qué una mujer puede sentirse atraída por otra.

– Eres un cerdo, Nathan. Eso te excita, ¿verdad?

– Yo no he dicho eso.

– ¿Es eso lo que haces por la noche cuando estás aquí solo? ¿Sentarte ahí a ver películas porno de lesbianas?

– Hmmm. Nunca se me ha ocurrido. Debe ser más divertido que sentarme a escribir mi estúpido libro.

– No me tomes el pelo. Estoy al borde de un ataque de nervios, y tú gastando bromas.

– Porque no es asunto nuestro, por eso.

– Nancy es mi hija…

– Y Rory mi sobrina. ¿Y qué? No nos pertenecen. Sólo las tenemos en préstamo.

– ¿Qué voy a hacer, Nathan?

– Puedes hacer como si no supieras nada y dejadas en paz. O si no puedes darles tu consentimiento. No tiene por qué gustarte, pero ésas son las dos únicas cosas que puedes hacer.

– También las podría echar de casa, ¿no crees?

– Sí, supongo que sí. Y acabarías lamentándolo durante todos los días de tu vida. No vayas por ese camino, Joyce. Intenta encajar los golpes. Lleva la cabeza alta. Que no te tomen el pelo. Vota a los demócratas en todas las elecciones. Pasea en bici por el parque. Sueña con mi cuerpo inigualable y perfecto. Toma vitaminas. Bebe ocho vasos de agua al día. Apoya a los Mets. Ve mucho al cine. No te mates a trabajar. Haz un viaje conmigo a París. Ven al hospital cuando Rachel tenga el niño y coge en brazos a mi nieto. Cepíllate los dientes después de cada comida. No cruces la calle con el semáforo en rojo. Defiende al débil. Hazte valer. Recuerda lo hermosa que eres. Acuérdate de lo mucho que te quiero. Bebe un whisky con hielo todos los días. Respira profundamente. Mantén los ojos abiertos. No comas grasas. Sueña el sueño de los justos. Recuerda cuánto te quiero.

Su reacción ante la noticia correspondía más o menos a mis previsiones, aunque al menos Joyce no me hacía responsable de los actos de Rory, que era lo único que me interesaba en aquellos momentos. Lamentaba que hubiera abierto aquella puerta, sentía que se hubiese enterado de aquella manera tan horrorosa e imborrable, pero antes o después, le gustara o no, tendría que asimilar la situación. Llegó la cena, y dejamos de hablar de Nancy y Aurora durante un rato para concentrarnos en lo que comíamos. Recuerdo que aquella noche yo tenía más hambre que de costumbre, y en unos minutos me zampé los aperitivos y las gambas picantes con albahaca. Luego pusimos la tele y empezamos a ver una película titulada Los escoltas, una del Oeste de 1950 con Joel McCrea de protagonista. En un momento dado los vaqueros están de palique, sentados alrededor de una fogata, y el vejete de la cuadrilla (interpretado por James Whitmore, me parece) suelta una frase que me arrancó una sonora carcajada. «Me está gustando esto de envejecer», dice. «Quita las preocupaciones de la vida.» Besé a Joyce en la mejilla y musité: