Hacia las diez y media, la cama vacía fue ocupada por Rodney Grant, de treinta y nueve años, maestro albañil especialista en tejados que se había desmayado mientras subía una escalera aquella misma mañana. Sus compañeros habían llamado a una ambulancia y allí estaba, con su brevísimo camisón de hospital, un negro corpulento y musculoso, con cara de niño y aspecto de estar verdaderamente muerto de miedo. Tras su entrevista con el médico, se volvió hacia mí y me dijo que se moría de ganas de fumar un cigarrillo. ¿Creía yo que le pasaría algo si iba al servicio y se fumaba un pitillo? No lo sabrá hasta que lo intente, le dije, y para allá se fue, desconectándose del monitor y empujando por el pasillo su gota a gota. Cuando volvió unos minutos después, me sonrió y dijo:
– Misión cumplida.
A las dos de la tarde, una enfermera abrió la cortina y le informó de que lo iban a trasladar a la unidad cardiovascular. Como nunca se había desmayado ni le habían diagnosticado nada más preocupante que una varicela y una leve alergia al polen, el joven estaba confuso.
– Parece bastante grave, señor Grant -le anunció la enfermera-. Sé que ya se encuentra mejor, pero el doctor necesita hacerle algunas pruebas.
Le deseé suerte cuando se fue, y entonces volví a quedarme solo en el cubículo. Pensé en Omar Hassim-Alí, tratando de recordar los nombres de sus hijos, y me pregunté si a él también lo habrían trasladado a la planta de arriba. Era una suposición lógica, pero mientras miraba el colchón vacío a mi derecha, no podía dejar de pensar que se había muerto. No tenía la más mínima prueba que confirmara aquella hipótesis, pero ahora que habían conducido a Rodney Grant a su incierto futuro, la cama vacía parecía habitada por una misteriosa fuerza destructiva que borraba del mapa a los hombres que depositaban en ella, conduciéndolos a un reino de oscuridad y olvido. La cama vacía significaba muerte, ya fuera real o figurada, y mientras sopesaba las implicaciones de ese pensamiento, empezó a apoderarse de mí otra idea que poco a poco fue prevaleciendo sobre todo lo demás. En cuanto vi adónde me conducía, comprendí que se me acababa de ocurrir la idea más importante que había tenido jamás, una idea lo bastante grande como para tenerme ocupado todas las horas de todos los días que me quedaran de vida.
Yo no era nadie. Rodney Grant no era nadie. Omar Hassim-Alí, nadie. Javier Rodríguez -el carpintero jubilado de setenta años que ocupó la cama hacia las cuatro- no era nadie. Tarde o temprano moriríamos todos, y cuando se llevaran nuestros cadáveres y los enterraran, sólo nuestros amigos y familiares sabrían que habíamos muerto. Nuestro fallecimiento no se anunciaría por radio y televisión. No habría esquelas en el New York Times. No escribirían libros sobre nosotros. Ése es un honor reservado a los poderosos, a los que han ganado la fama, a quienes poseen alguna cualidad excepcional, pero ¿quién se molesta en publicar biografías de gente corriente, de esos olvidados que van a trabajar todos los días, con quienes nos encontramos por la calle y que apenas nos molestamos en observar?
En general, las vidas se esfuman. Una persona muere y poco a poco todo rastro de su vida desaparece. Un inventor sobrevive en sus invenciones, un arquitecto está presente en sus edificios, pero la mayoría de la gente no deja tras de sí monumento alguno ni logros duraderos: una estantería con álbumes de fotos, la cartilla de notas del colegio, el trofeo de una bolera, un cenicero birlado en un hotel de Florida en la última mañana de unas vacaciones vagamente recordadas. Unos cuantos objetos, algunos documentos, y unas cuantas impresiones causadas a otras personas. Estas últimas siempre tienen historias que contar sobre el muerto, pero las más de las veces se mezclan fechas, se suprimen hechos, se distorsiona cada vez más la verdad, y cuando a esas personas les llega su turno de morir, la mayoría de las historias desaparece con ellas.
Mi idea era la siguiente: crear una empresa que publicara libros sobre los olvidados, rescatar historias, hechos y documentos antes de que desaparecieran para luego darles forma y construir una narración continua, el relato de una vida.
Las biografías se publicarían por encargo de los amigos y parientes del sujeto, en ediciones particulares de pequeña tirada: entre cincuenta y trescientos o cuatrocientos ejemplares. Me imaginaba escribiéndolas yo mismo, pero si la demanda crecía demasiado, siempre podría contratar a otros para que me echaran una mano: poetas y novelistas en apuros, ex periodistas, universitarios sin trabajo, incluso Tom, quizá. Los costes de elaboración y publicación de los libros serían elevados, pero no quería que mis biografías fueran un lujo que sólo pudieran permitirse los ricos. Para familias de escasos recursos, contemplaba un nuevo tipo de póliza de seguros a tenor de la cual se entregaría mensual o trimestralmente una insignificante suma de dinero para sufragar los gastos del libro. En vez de seguro de vida o de hogar, seguro de biografía.
¿Me había vuelto loco al pensar que podría sacar adelante aquel proyecto tan inverosímil? No lo creía. ¿Qué hija no querría leer una biografía fidedigna de su padre, tanto si había sido obrero de una fábrica como subdirector de un banco rural? ¿Qué madre no querría leer la vida de su hijo, un policía muerto en acto de servicio a los treinta y cuatro años? En todos los casos debería ser una cuestión de amor. Cónyuges, hijos, parientes, hermanos: sólo los lazos más fuertes. Vendrían a verme seis meses o un año después de la muerte del sujeto. Para entonces ya habrían asimilado su fallecimiento, pero seguirían sin superarlo, y ahora que habían reanudado su vida cotidiana, comprenderían que jamás podrían sobreponerse. Querrían devolver a la vida al ser querido, y yo haría todo lo humanamente posible para satisfacer su deseo. Resucitaría a esa persona con palabras, y una vez impresas las páginas y encuadernada la historia entre las cubiertas, tendrían algo a lo que aferrarse durante el resto de su vida. Y además ese algo viviría después de su muerte, nos sobreviviría a todos.
Nunca debe subestimarse el poder de los libros.
LA CRUZ MARCA EL LUGAR
Los resultados del último análisis de sangre vinieron poco después de medianoche. Era demasiado tarde para que me dieran el alta del hospital, así que me quedé hasta la mañana siguiente, planificando febrilmente la estructura de mi nueva empresa mientras veía cómo el exhausto Javier Rodríguez dormitaba en la cama de al lado. Pensé en algún nombre que pudiera captar el espíritu de la tarea que tenía frente a mí, y al final se me ocurrió Biografías a todo riesgo, neutro pero descriptivo. Más o menos una hora después decidí dar el primer paso poniéndome en contacto con Bette Dombrowski en Chicago para preguntarle si le interesaría encargarme la biografía de su ex marido. Parecía apropiado que el primer libro de la colección fuera sobre Harry.
Luego me dejaron marchar. Salí a la calle, y al sentir el aire fresco de la mañana me alegré tanto de estar vivo que me dieron ganas de gritar. En lo alto, el cielo era del más puro e intenso azul. Si caminaba deprisa, podría llegar a la calle Carroll antes de que Joyce se fuera a trabajar. Nos sentaríamos en la cocina a tomar una taza de café, viendo a los niños corretear como ardillas a nuestro alrededor mientras sus madres los preparaban para ir al colegio. Luego acompañaría a Joyce al metro, y me despediría de ella con un beso y un abrazo.
Eran las ocho de la mañana cuando puse el pie en la calle, las ocho de la mañana del 11 de septiembre de 2001; justo cuarenta y seis minutos antes de que el primer avión se estrellara contra la torre norte del World Trade Center. Sólo dos horas después, la humareda de tres mil cuerpos carbonizados se desplazaría hacia Brooklyn, precipitándose sobre nosotros en una nube blanca de cenizas y muerte.
Pero de momento todavía eran las ocho de la mañana, y mientras caminaba por la avenida bajo aquel radiante cielo azul era feliz, amigos míos, el hombre más feliz que jamás haya existido sobre la tierra.
(2003-2004)