Todo empezó con la inesperada visita de la hija de Harry. Dio la casualidad de que Tom estaba abajo cuando ella entró en la librería: toda empapada, con el pelo y la ropa chorreando agua, una extraña y desmelenada criatura de mirada penetrante que despedía un olor acre y nauseabundo. Tom lo catalogó como el olor de los que no se lavan nunca, el olor de los chiflados.
– Quiero ver a mi padre -declaró, cruzándose de brazos y apretándose los codos con unos dedos temblorosos, manchados de nicotina.
Como Tom no sabía nada de la vida anterior de Harry, no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo.
– Debe estar usted equivocada -repuso.
– No -replicó ella, súbitamente agitada, en un tono erizado de cólera-. ¡Soy Flora!
– Bueno, Flora -dijo Tom-, pues me parece que se ha equivocado de sitio.
– Puedo hacer que lo detengan, ¿sabe usted? ¿Cómo se llama?
– Tom.
– Claro. Tom Wood. Lo sé todo de usted. En medio del camino de la vida, me perdí en un bosque oscuro [1]. Pero usted es un ignorante y no conoce esas cosas. Un pobre hombre de esos a quienes los árboles no dejan ver el bosque.
– Oiga -repuso Tom, hablándole con una voz suave y conciliatoria-. Quizá sepa quién soy, pero yo no puedo hacer nada por complacerla.
– No sea descarado conmigo, señor mío. Sólo porque sea un bosque no significa que tenga buena madera. ¿Comprendo? [2] He venido a ver a mi padre, ¡y quiero verlo ahora mismo!
– Creo que no está -dijo Tom, cambiando bruscamente de táctica.
– ¿Cómo que no está? Ese delincuente vive en un apartamento del segundo piso. ¿Cree que soy idiota?
Flora se pasó los dedos por el pelo mojado, salpicando de agua una torre de libros recién adquiridos que habían colocado en una mesa cercana al mostrador. Luego, en medio de una tos profunda, se sacó un paquete de Marlboro de un bolsillo del amplio y desgarrado vestido. Tras encender un cigarrillo, tiró la cerilla encendida al suelo. Tom disimuló su sorpresa y, con calma, la apagó con el pie. No se molestó en decirle que en la librería estaba prohibido fumar.
– ¿A quién se refiere? -inquirió.
– A Harry Dunkel. ¿A quién, si no?
– ¿Dunkel?
– Significa oscuro, por si no lo sabe. Mi padre es un hombre oscuro, que vive en un bosque oscuro. Ahora dice que se llama Brightman, haciéndose pasar por un hombre claro, pero eso no es más que una broma. Sigue siendo oscuro. Y siempre lo será, hasta el día en que se muera.
REVELACIONES INQUIETANTES
A Harry le costó setenta y dos horas convencer a Flora de que volviera a tomar su medicación, y una semana entera persuadirla de que volviera con su madre a Chicago. Al día siguiente de su marcha, Harry invitó a Tom a cenar con él en la Mike amp; Toni Steak House, en la Quinta Avenida, y por primera vez desde su salida de la cárcel nueve años antes descubrió el pastel sobre su pasado: toda la cruda y necia historia de su disipada vida, pasando de la risa al llanto mientras se desahogaba frente a su incrédulo empleado.
Empezó en Chicago como dependiente en la sección de perfumería de Marshail Field's. Al cabo de dos años, ascendió a la posición algo más prestigiosa de ayudante de escaparatista, y sin duda ahí se habría quedado de no haber sido por su inverosímil matrimonio con Bette (pronúnciese bet) Dombrowski, hija menor del millonario Kad Dombrowski, popularmente conocido como el Rey de los Pañales del Midwest. La galería de arte que Harry abrió al año siguiente se montó enteramente con la fortuna de Bette, pero el hecho de que ese dinero le procurara unas comodidades y una posición social impensables hasta entonces no significaba que se casó con ella únicamente por su riqueza o que inició su nueva vida simulando lo que no era. Nunca dejó de ser absolutamente sincero con ella sobre la cuestión de sus tendencias sexuales, pero ni siquiera eso impidió que Bette viese en Harry al hombre más deseable que había conocido en la vida. Entonces ella ya andaba por los treinta y tantos años, era una mujer escasamente atractiva y sin experiencia que llevaba camino de convertirse en una eterna solterona, y sabía que si no se hacía valer y se casaba con Harry, estaba destinada a pasarse el resto de la vida en casa de su padre, donde se convertiría en objeto de menosprecio, la desmañada tía de los hijos de sus hermanos, una exiliada en el seno de su propia familia. Afortunadamente, las relaciones sexuales tenían para ella menos importancia que el cariño, y soñaba con compartir su vida con un hombre que le ofreciese algo de la animación y la confianza que a ella le faltaban. Si Harry quería permitirse algún escarceo o irse clandestinamente de jarana, ella no pondría objeciones. A condición, le dijo, de que siguieran casados y entendiera lo mucho que le quería.
Había habido mujeres en la vida de Harry. Desde los primeros años de la adolescencia, su historia sexual había sido un variado catálogo de deseos y apetitos que recaían a ambos lados de la barrera. Harry estaba contento de ser así, se alegraba de su inmunidad al prejuicio que lo hubiera obligado a pasarse la vida desdeñando los encantos de la mitad del género humano, pero hasta que Bette le propuso matrimonio en 1967, nunca se le había ocurrido que podría comprometerse con alguien, y mucho menos convertirse en marido. Harry se había enamorado muchas veces en el pasado, pero rara vez lo habían amado a él, y el ardor de Bette lo asombraba. No sólo se le entregaba sin reservas, sino que además le otorgaba total libertad.
También había, por supuesto, ciertos inconvenientes que superar. La familia de Bette, en primer lugar, y la despótica interferencia del fanfarrón de su padre, que periódicamente amenazaba con excluir del testamento a la hija a menos que se divorciara de aquel «repelente mariquita». Y luego, quizá aún más perturbadora, estaba la cuestión de la propia Bette. No la personalidad ni el carácter de Bette, sino su cuerpo, su apariencia física, con sus pequeños y bizqueantes ojos, los desagradables pelos negros que adornaban sus carnosos antebrazos. Harry poseía un gusto instintivo y altamente desarrollado para lo bello, y nunca se había enamorado de alguien que no fuera mínimamente atractivo. Si algo le hizo dudar si casarse con ella, fue la cuestión de su aspecto. Pero Bette era tan buena, y estaba siempre tan pendiente de él, que Harry dio el paso, consciente de que su primera misión como hombre casado sería la de convertir a su esposa en el facsímil de una mujer que fuera capaz -con la luz adecuada y en las circunstancias propicias- de suscitar en él una chispa de deseo. Algunas de aquellas mejoras fueron bastante fáciles de lograr. Sustituir sus gafas por lentes de contacto; poner al día su guardarropa; someter sus brazos y piernas a penosos tratamientos de depilación a intervalos regulares. Pero había otros factores, ajenos a la intervención de Harry, que dependían exclusivamente de los esfuerzos de su flamante esposa. Y Bette los realizó. Con toda la disciplina y abnegación de una hermana de la caridad, se puso a dieta y logró perder casi una quinta parte de su peso durante el primer año de matrimonio, pasando de sus antiestéticos setenta kilos a unos estilizados cincuenta y siete. Harry se conmovió ante la constancia de su voluntariosa Galatea, y a medida que Bette se transformaba bajo los cuidados y la atenta mirada de su marido, la creciente admiración que sentían el uno por el otro se convirtió en amistad firme y duradera. El nacimiento de Flora en 1969 no fue el resultado de una sola sesión preparada con esmero. Durante los primeros años de matrimonio Harry y Bette mantuvieron relaciones con la frecuencia suficiente para hacer que el embarazo fuese casi inevitable, un hecho consumado a priori. ¿Quién entre los amigos de Harry habría sido capaz de predecir tal cambio? Se había casado con Bette porque le había prometido libertad, pero una vez que empezaron a vivir juntos, descubrió que no tenía interés alguno en ejercerla.
La galería abrió sus puertas en febrero de 1968. Significaba, a sus treinta y cuatro años, el cumplimiento de un antiguo sueño, y Harry puso todo su empeño en que el negocio fuera un éxito. Chicago no constituía el centro del mundo artístico, pero tampoco era un páramo cultural, y en la ciudad había suficiente dinero en circulación para que una persona inteligente pudiera acabar con algo en el bolsillo. Tras un periodo de profunda reflexión, decidió poner a su galería el nombre de Dunkel Frères. Harry no tenía hermanos, pero consideró que aquel nombre daba cierto aroma de viejo mundo a la empresa, sugiriendo una larga tradición familiar en la compraventa de obras de arte. Tal como lo veía él, la conjunción entre el nombre alemán y el adjetivo francés crearía en la imaginación de sus clientes una llamativa y agradable confusión. Unos pensarían que la mezcla de lenguas se debía a ciertos antecedentes alsacianos. Otros atribuirían su procedencia a una familia judeoalemana que había emigrado a Francia. Y también habría quienes no tendrían la menor idea de qué pensar. Nadie estaría nunca seguro de los orígenes de Harry; y cuando alguien logra rodearse de un aura de misterio, siempre le resulta fácil manejar al público.