Se especializó en la obra de jóvenes artistas: cuadros, sobre todo, pero también esculturas e instalaciones, junto con un par de happenings, que aún estaban de moda a finales de los sesenta. La galería patrocinaba lecturas de poesía y soirées musicales, y como a Harry le interesaban todas las formas de lo bello, la galería Dunkel Freres no permanecía anclada en una estrecha posición estética. Pop y op, minimalismo y abstracción, pintura geométrica y fotografía, videoarte y neoexpresionismo: a medida que pasaban los años, Harry y su hermano fantasma expusieron obras que representaban todas las ideas y tendencias de la época. En su mayor parte, las exposiciones fueron un estrepitoso fracaso. Eso era de esperar, pero más peligrosa para el futuro de la galería fue la deserción de una media docena de auténticos artistas que Harry había ido descubriendo. Brindaba a un joven su primera oportunidad, promocionaba su obra con su habitual olfato y estilo, le creaba un mercado, empezaba a sacarle unos buenos dividendos, y luego, al cabo de dos o tres exposiciones, el artista levantaba el campo y se marchaba a una galería de Nueva York. Ése era el problema de vivir en Chicago, y en el caso de los que tenían verdadero talento Harry lo entendía perfectamente, era un paso que debían dar.
Pero Harry era un hombre afortunado. En 1976, un pintor de treinta y dos años llamado Alec Smith entró en la galería con un paquete de diapositivas. Harry estaba ausente aquel día, pero a la tarde siguiente la recepcionista le entregó el sobre, y cuando quitó la funda de una transparencia y la acercó a la ventana para echarle un rápido vistazo -sin esperar gran cosa, preparado para la decepción-, comprendió que estaba ante algo grande. La obra de Smith lo tenía todo. Audacia, color, energía y luz. En una vorágine de pinceladas, las figuras restallaban como latigazos, vibraban con un incandescente rugido de emoción, un grito tan hondo, tan sincero y apasionado, que sugería a la vez júbilo y desesperación. Aquellos lienzos no se parecían a nada de lo que Harry había visto hasta entonces, y le produjeron una impresión tan fuerte que le empezaron a temblar las manos. Se sentó, examinó las cuarenta y siete diapositivas con un visor portátil, y luego cogió inmediatamente el teléfono y llamó a Smith para proponerle una exposición.
A diferencia de otros artistas jóvenes que Harry había patrocinado, Smith no quería nada con Nueva York. Ya había vivido seis años allí, y tras ser rechazado por todas las galerías de la ciudad, volvió a Chicago convertido en un hombre cargado de resentimiento y amargura, lleno de desprecio hacia el mundo del arte y todas las emputecidas y avarientas sanguijuelas que lo movían. Harry se refería a él como su «genio gruñón», pero a pesar del carácter insolente y a veces agresivo de Smith, en el fondo aquel bravucón tenía verdadera clase. Entendía el sentido de la lealtad, y una vez que se puso bajo el patrocinio de Dunkel Freres, jamás se le ocurrió la idea de buscar otro. Harry era quien lo había rescatado del olvido, y por tanto Harry seguiría siendo su marchante durante toda la vida.
Harry había encontrado su primer y único artista importante, y durante ocho años la galería fue solvente gracias a la obra de Smith. Tras el éxito de la exposición de 1976 (al cabo de dos semanas ya se habían vendido los diecisiete cuadros y treinta y un dibujos), Smith se largó a México con su mujer y su hijo pequeño y compró una casa en Oaxaca. A partir de entonces, el artista se negó a moverse de allí, y jamás volvió a poner los pies en Estados Unidos, ni siquiera para asistir a las exposiciones de su obra que todos los años se celebraban en Chicago, y mucho menos a las retrospectivas que montaban los museos de diversas ciudades del país cuando su fama empezó a crecer. Cuando necesitaba verlo, Harry no tenía más remedio que ir a México -cogía el avión unas dos veces al año-, pero en general se mantenían en contacto por carta y esporádicas llamadas telefónicas. Nada de eso planteaba problemas al director de Dunkel Freres. La producción de Smith era prodigiosa, y cada dos meses llegaban a la galería de Chicago nuevas cajas de cuadros y dibujos, que se vendían por sumas cada vez más jugosas y elevadas. Era un sistema ideal, y sin duda habría continuado durante muchos años más si Smith no se hubiera puesto hasta las cejas de tequila tres noches antes de cumplir los cuarenta para saltar luego del tejado de su casa. Su mujer aseguró que era una broma que había salido mal; su amante, que se trataba de un suicidio. Fuera lo que fuese, Alec Smith había muerto, y la nave de Harry Dunkel estaba al borde del naufragio.
Para entonces había aparecido un joven artista llamado Gordon Dryer. Harry le había montado la primera exposición justo seis semanas antes de que se produjera la catástrofe; no porque su obra le pareciese admirable (abstracciones severas, demasiado racionalistas, que no suscitaban ni ventas ni críticas positivas), sino por la presencia física de Dryer, que resultaba irresistible. Con treinta años, pero sin aparentar más de dieciocho, tenía un rostro delicado, femenino, manos pequeñas, blancas como el mármol, y unos labios que Harry sintió deseos de besar desde el primer momento que los vio. Tras dieciséis años de vida conyugal con Bette, el futuro jefe de Tom por fin sucumbió. No sólo a un enamoramiento fugaz e insignificante, sino a una embriaguez en toda la extensión de la palabra, a un amor increíble y apasionado. Y el ambicioso Dryer, desesperado por exponer su obra en Dunkel Freres, se dejó seducir por el rechoncho cincuentón de Harry. O puede que ocurriera a la inversa, y fuera Dryer quien sedujo al galerista. Pasara lo que pasase, el hecho se produjo cuando el dueño de la galería acudió al estudio del artista a ver sus últimos lienzos. El guapo niño-hombre adivinó enseguida las intenciones de Harry, y al cabo de veinte minutos de charla insustancial sobre los méritos del minimalismo geométrico, con toda naturalidad se puso de rodillas y le desabrochó la bragueta.
Tras la reacción no muy entusiasta a la exposición de Dryer, se multiplicaron las bajadas de cremallera, y poco tiempo después Harry acudía varias veces por semana al estudio del pintor. A Dryer le inquietaba que Harry lo borrase de su catálogo de artistas, y aparte de su propio cuerpo no tenía nada que ofrecer a cambio. Harry estaba demasiado loco por él para comprender que lo estaban utilizando, pero aunque hubiera caído en la cuenta, probablemente le habría dado lo mismo. Tal es la insensatez del corazón humano. Ocultó a Bette la relación, y como la quinceañera Flora ya empezaba a manifestar los primeros e insidiosos síntomas de esquizofrenia, pasaba tanto tiempo en casa como sus asuntos le permitían. La tarde era para Gordon, pero por la noche volvía a introducirse en el papel de marido y padre consciente de sus deberes. En esos momentos la noticia de la muerte de Smith le cayó como un mazazo, y Harry fue presa del pánico. Aún quedaba una serie de obras por vender, pero al cabo de seis meses o un año las existencias se agotarían. ¿Y entonces, qué? Tal como estaban las cosas, Dunkel Frères a duras penas se mantenía a flote, y Bette ya había invertido demasiado dinero en la galería para que Harry fuese ahora a pedirle más. Con Smith repentinamente desaparecido, la galería estaba condenada a irse a pique. Si no era hoy, sería mañana, y si no, pasado mañana. Porque lo cierto era que Harry no había logrado aprender lo más mínimo sobre la forma de llevar un negocio. Había confiado en el cascarrabias de Smith para mantener los derroches y extravagancias que se permitía (suntuosas fiestas y cenas para doscientas personas, reactores privados y coches con chófer, absurdas y arriesgadas apuestas por artistas de segunda y tercera clase, estipendios mensuales a pintores que no vendían un cuadro), pero la gallina de los huevos de oro había dado el salto del ángel en México, y en lo sucesivo ya no habría más opulencia.