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El austero dormitorio asignado a Lou era la única habitación de la primera planta, a la que se accedía por una escalera posterior. Tenía una ventana con vistas al corral. El techo bajo y las paredes estaban cubiertas con páginas de revistas y periódicos viejos pegadas como si fueran papel pintado. La mayoría estaban amarillentas y algunas medio despegadas. Había un sencillo catre de tijera de nogal, un armario de pino que se veía muy viejo y, junto a la ventana, un pequeño escritorio de madera toscamente labrada que la luz matinal iluminaba de lleno. El escritorio no era especialmente llamativo, sin embargo Lou quedó prendada de él de inmediato, como si estuviera repleto de oro y diamantes.

Las iniciales de su padre todavía se veían con claridad: «JJC», John Jacob Cardinal. Debía de ser el escritorio en que había comenzado a escribir. Se imaginaba a su padre, apenas un muchachito, grabando aquellas iniciales con los labios apretados, y dando comienzo a su carrera como narrador. Resiguió con el dedo las letras grabadas y tuvo la sensación de haber tocado la mano de su padre. Lou intuyó que su bisabuela le había asignado esa habitación adrede.

Su padre siempre se había mostrado reservado acerca de su vida en las montañas. Sin embargo, cuando Lou le preguntaba por su bisabuela su padre siempre le respondía con efusividad: «La mujer más maravillosa de la tierra.» Luego le hablaba de su vida en las montañas, pero sin extenderse al respecto. Al parecer, se guardaba los detalles íntimos para los libros, los cuales, a excepción de uno, debería esperar a ser adulta para leerlos, según le había dicho. Así pues, Lou aún desconocía muchas respuestas.

Lou extrajo de la maleta una pequeña fotografía con un marco de madera. Su madre sonreía, y aunque la foto era en blanco y negro Lou sabía que la intensa mirada de sus ojos color ámbar resultaba hipnótica. A Lou siempre le había gustado ese color y en más de una ocasión había deseado que el azul de los suyos desapareciese una mañana y fuera reemplazado por aquella mezcla de marrón y dorado. Habían tomado la foto el día del cumpleaños de su madre. La pequeña Lou estaba delante de Amanda, quien rodeaba a su hija con ambos brazos. La fotografía había inmortalizado sus sonrisas. Lou solía pensar que le gustaría recordar algo de aquel día.

Oz entró en la habitación y Lou guardó el retrato en la maleta. Como siempre, su hermano parecía preocupado.

– ¿Puedo quedarme contigo? -preguntó.

– ¿Qué tiene de malo tu habitación?

– Está junto a la suya.

– ¿Quieres decir junto a la de Louisa?

Oz asintió con expresión grave, como si estuviera prestando declaración en un tribunal.

– Bueno, ¿y qué pasa? -quiso saber ella.

– Me da miedo -repuso Oz-. De verdad, Lou.

– Nos ha permitido venir a vivir con ella.

– Y me alegro de veras de que vinierais -manifestó Louisa entrando en la habitación-. Siento haber sido brusca contigo. Estaba pensando en tu madre. -Miró a Oz fijamente-. Y en sus necesidades.

– No pasa nada -dijo él al tiempo que se acercaba a su hermana-. Creo que asustaste un poco a Lou, pero ya está bien.

Lou observó los rasgos de Louisa para ver si reconocía a su padre en ellos; llegó a la conclusión de que no se parecían.

– No tenemos a nadie más.

– Siempre me tendréis a mí -replicó Louisa Mae. Se acercó un poco más y, de repente, Lou vio fragmentos de su padre en aquel rostro. También entonces comprendió por qué le colgaba la boca. Apenas le quedaban dientes y los tenía todos amarillentos o negruzcos-. Lamento muchísimo no haber ido al funeral. Las noticias tardan en llegar aquí, si llegan. -Bajó la vista por unos instantes, como atenazada por algo que la muchacha no podía ver-. Tú eres Oz y tú Lou. -Les señaló mientras decía los nombres.

– Supongo que te informaron de ello quienes lo arreglaron todo para que llegáramos aquí -dijo Lou.

– Lo sabía mucho antes. Llamadme Louisa. Todos los días hay mucho que hacer. Hacemos o plantamos todo lo que necesitamos. Desayuno a las cinco. Cena cuando cae el sol.

– ¡A las cinco de la mañana! -exclamó Oz.

– ¿Qué pasa con la escuela? -quiso saber Lou.

– Se llama Big Spruce. Está a pocos kilómetros de aquí. Eugene os llevará el primer día en el carro y luego iréis a pie. O en yegua. No hay muías libres porque están ocupadas trabajando aquí, pero el jamelgo servirá.

– No sabemos montar a caballo -dijo Oz, palideciendo.

– Aprenderéis. El caballo y la mula es el mejor medio de transporte por aquí, aparte de los pies.

– ¿Y el coche? -inquirió Lou.

Louisa negó con la cabeza.

– No es práctico. Gasta dinero que no tenemos. Eugene sabe cómo funciona y le construyó un pequeño cobertizo. De vez en cuando pone el motor en marcha porque dice que hay que hacerlo para poder usarlo cuando lo necesitemos. Por mí no tendría ese cacharro, pero William y Jane Giles nos lo dieron cuando se marcharon. No sé conducir ni pienso aprender.

– ¿Big Spruce es la escuela donde estudió mi padre? -preguntó Lou.

– Sí, sólo que el edificio donde estudió ya no existe. Era tan viejo como yo y se derrumbó. Pero está la misma profesora. Los cambios, al igual que las noticias, llegan despacio aquí. ¿Tenéis hambre?

– Comimos en el tren -respondió Lou, incapaz de apartar la mirada del rostro de Louisa.

– Bien. Vuestra madre ya está instalada. Id a verla.

– Me gustaría quedarme aquí y echar un vistazo -repuso Lou.

Louisa les abrió la puerta y dijo con voz suave pero firme.

– Primero id a ver a vuestra madre.

La habitación era cómoda e iluminada, y tenía la ventana abierta. Unas cortinas artesanales, que la humedad había ondulado y el sol desteñido, se agitaban en la brisa. Lou miró alrededor y supo que habría costado un esfuerzo considerable convertirla en una enfermería. Parte del mobiliario parecía recientemente restaurado, el suelo estaba recién fregado y todavía olía a pintura; en un rincón había una vieja mecedora con una manta gruesa encima.

En las paredes había ferrotipos en los que aparecían hombres, mujeres y niños, todos ellos vestidos con sus mejores galas: camisas de cuello blanco almidonado y bombines para los hombres; faldas largas y sombreros para las mujeres; volantes de encaje para las jóvenes y trajes con pajaritas para los chicos. Lou los observó. Las expresiones iban de adustas a complacidas; los niños parecían los más animados y las mujeres las más desconfiadas, como si pensaran que en lugar de tomarles una fotografía les quitarían la vida.

Amanda estaba recostada sobre varias almohadas de plumas en una cama de álamo amarillo, y tenía los ojos cerrados. El colchón también era de plumas, repleto de bultos pero mullido, enfundado en un cutí a rayas. Estaba tapada con una colcha de patchwork. Junto a la cama había una descolorida alfombra para que por la mañana los pies descalzos no tocaran el frío suelo de madera. Lou sabía que su madre no la necesitaría. En las paredes había percheros de los que colgaban prendas de ropa. En una esquina había un viejo tocador con una jarra de porcelana pintada y una jofaina. Lou paseó por la habitación, mirando y tocando. Se percató de que el marco de la ventana estaba un tanto torcido y los cristales empañados, como si la niebla hubiera penetrado en ellos.

Oz se sentó junto a su madre, se inclinó y le dio un beso.

– Hola, mamá.

– No te oye -murmuró Lou para sí al tiempo que se detenía, miraba por la ventana y aspiraba el aire más puro que jamás había respirado; percibió un perfume que era una mezcla de árboles y flores, humo de madera, forraje y animales de todos los tamaños.