– Todo es muy bonito en… -Oz miró a Lou.
– Virginia. -Lou completó la frase sin volverse.
– Virginia. -repitió Oz, y a continuación sacó el collar.
Louisa observaba lo que sucedía desde la entrada.
Lou se volvió y vio lo que hacía su hermano.
– Oz, ese estúpido collar no sirve para nada.
– ¿Por qué me lo devolviste entonces? -preguntó él con aspereza.
Aquella réplica pilló por sorpresa a Lou, que no tenía una respuesta preparada. Oz le dio la espalda y comenzó el ritual. Sin embargo, Lou sabía que cada vez que el cuarzo oscilaba, cada vez que Oz pronunciaba las palabras en voz baja, era como si intentara derretir un iceberg con una cerilla; Lou no quería formar parte de aquello. Pasó corriendo junto a su bisabuela y salió al pasillo.
Louisa entró en la habitación y se sentó junto a Oz. ¿Para qué haces eso, Oz? -preguntó al tiempo que señalaba la alhaja.
Oz sostuvo el collar en la mano ahuecada y lo miró de cerca como si fuera un reloj y quisiese saber de qué marca era.
– Me lo dijo un amigo. Se supone que es para ayudar a mamá. Lou no cree que funcione. -Hizo una pausa-. Yo tampoco estoy seguro.
Louisa le acarició la cabeza.
– Dicen que con creer que la persona mejorará se tiene media batalla ganada. Estoy de acuerdo con esa idea.
Por suerte, en el caso de Oz la esperanza solía seguir a los instantes de angustia. Metió el collar debajo del colchón y dijo:
– Así seguirá irradiando su poder. Se pondrá bien, ¿verdad?
Louisa miró al niño fijamente y luego a la madre de éste. Tocó la mejilla de Oz con la mano; piel vieja contra piel nueva, una mezcla que pareció gustar a ambos.
– Sigue creyéndolo, Oz. No dejes de creerlo jamás.
10
Las repisas de la cocina eran de pino, al igual que el suelo, cuyas tablas crujían con cada paso. De la pared colgaban varios hervidores negros de hierro. Oz barría con una escoba de mango corto, mientras que Lou introducía grandes cantidades de leña en las entrañas de la cocina Sears, que ocupaba una pared completa de la pequeña estancia. La luz del sol poniente se filtraba por la ventana y las múltiples grietas de las paredes. De un gancho colgaba una vieja lámpara de queroseno. En un rincón había una despensa con puertas metálicas; sobre la misma había una ristra de cebollas secas y, al lado, una jarra de cristal con queroseno.
Mientras Lou examinaba cada trozo de nogal o roble parecía revivir todas las facetas de su vida anterior antes de arrojarla al fuego y despedirse a medida que las llamas la consumían. La estancia estaba casi a oscuras y el olor a humedad y madera quemada resultaba bastante acre. Lou contempló la chimenea. La abertura era grande y Lou supuso que habrían cocinado ahí antes de que llegara la cocina Sears. Los ladrillos ascendían hasta el techo y en el mortero había clavos de hierro de los que colgaban herramientas y cacerolas, así como otros objetos extraños que Lou no supo identificar pero que parecían muy usados. En el centro de la pared de ladrillos había un enorme rifle apoyado sobre dos abrazaderas sujetas al mortero.
Llamaron a la puerta y los dos se sobresaltaron. ¿Es que alguien esperaba visitas a semejantes altitudes? Lou abrió la puerta y vio a Diamond Skinner, quien la miraba sonriendo. Sostenía varias lubinas como si estuviera ofreciéndole las coronas de flores de unos reyes muertos. A su lado estaba el fiel Jeb, que arrugaba la nariz cada vez que le llegaba el olor a pescado.
Louisa entró con aire resuelto en la estancia, sudando y con las manos enguantadas cubiertas de tierra, al igual que los zapatos. Se quitó los guantes y extrajo un paño del bolsillo para enjugarse el sudor de la cara. Llevaba el pelo recogido con un pañuelo, pero algunos mechones plateados asomaban aquí y allá.
– Vaya, Diamond, creo que son las mejores lubinas que he visto nunca, hijo. -Le dio una palmadita a Jeb-. ¿Qué tal, señor Jeb? ¿Has ayudado a Diamond a pescar todos esos peces?
Tan amplia era la sonrisa del muchacho que Lou podía contar casi todos los dientes.
– Sí, señora. ¿Ni Hablar…?
Louisa sostuvo un dedo en alto y le corrigió con cortesía y firmeza:
– Eugene.
Diamond bajó la vista y recobró la calma tras la metedura de pata.
– Sí, señora, lo siento. ¿Le dijo Eugene…?
– ¿Que traerías la cena? Sí. Y te quedarás a probarla. Conocerás a Lou y Oz. Seguro que seréis buenos amigos.
– Ya nos conocemos -dijo Lou con frialdad.
Louisa miró entre ella y Diamond.
– Vaya, eso está bien. Diamond y tú sois de edades parecidas. Y a Oz le vendrá bien que haya otro chico por aquí.
– Me tiene a mí -dijo Lou sin rodeos.
– Sí, sí -convino Louisa-. Bien, Diamond, ¿te quedarás a cenar?
El muchacho caviló al respecto.
– Hoy no tengo más citas, de modo que sí, me quedo.
– Miró a Lou, luego se limpió la cara sucia e intentó alisarse uno de los numerosos remolinos. Sin embargo, Lou se había vuelto y no se había percatado de tal esfuerzo.
Habían dispuesto la mesa con platos y tazas de cristal de la época de la Depresión que, según les explicó Louisa, había reunido con el paso de los años gracias a las cajas de avena Crystal Winter. Los platos eran verdes, rosados, azules y ámbar. Sin embargo, por muy bonitos que fuesen nadie les prestaba atención. Cuando Louisa hubo acabado de bendecir la mesa, Lou y Oz se persignaron, mientras que Diamond y Eugene miraron con curiosidad, sin decir nada. Jeb estaba tumbado en un rincón, esperando pacientemente su ración. Eugene se sentaba a uno de los extremos de la mesa y masticaba metódicamente. Oz se acabó tan rápido el plato que Lou pensó en comprobar que no se hubiera tragado el tenedor. Louisa sirvió a Oz el último trozo de pescado frito con manteca, el resto de las verduras cocidas y otro pedazo de pan de maíz, que a Lou le supo mejor que un helado.
Louisa no se había servido nada.
– No has tomado pescado -observó Oz mientras miraba con aire de culpabilidad el segundo plato-. ¿No tienes hambre?
– Me alimento viendo a un chico que come para hacerse hombre. He comido mientras cocinaba. Siempre hago lo mismo.
Eugene observó inquisitivamente a Louisa mientras hablaba, y luego continuó comiendo.
Diamond miraba a Lou y a Oz una y otra vez. Parecía dispuesto a intentar entablar amistad de nuevo, aunque no sabía muy bien cómo hacerlo.
– ¿Me enseñarás los lugares por los que solía ir mi padre? -le preguntó Lou a Louisa-. ¿Lo que le gustaba hacer? A mí también me gusta escribir.
– Lo sé -repuso Louisa, y Lou la miró sorprendida. La anciana dejó el vaso de agua en la mesa y observó el rostro de la niña-. A tu padre le gustaba hablar de la tierra. Pero antes de eso hizo algo acertado. -Guardó silencio mientras Lou cavilaba al respecto.
– ¿El qué? -preguntó finalmente Lou.
– Llegó a entender la tierra.
– ¿Entender… la tierra?
– Tiene muchos secretos, y no todos buenos. Si no te andas con ojo aquí las cosas pueden llegar a hacerte daño. El clima es tan caprichoso que te rompe el corazón justo cuando te destroza la espalda. La tierra no ayuda a quienes no se molestan en entenderla. -Miró a Eugene-. Bien sabe el Señor que Eugene ayuda. Sin su fornida espalda esta granja dejaría de funcionar.
Eugene engulló un trozo de pescado y bebió un sorbo de agua que se había servido directamente en el vaso desde un cubo. Lou miró a Eugene y se percató de que le temblaban los labios. Lo interpretó como una gran sonrisa.
– Lo cierto es que ha sido una bendición el que vinierais -prosiguió Louisa-. Algunos dicen que os echo una mano, pero no es verdad. Me ayudáis más que yo a vosotros. Por eso os doy las gracias.