– Vamos a verlo.
El capitán Diamond y su compañía de infantería dejaron atrás los árboles y entraron en un prado cubierto de una hierba alta y tan uniforme que parecía una cabellera peinada. Soplaba un viento frío, pero el entusiasmo de Lou y Oz era tal que no se amilanaron ante tan insignificante obstáculo.
– ¿Dónde está? -preguntó Lou mientras corría junto a Diamond.
– ¡Chist! Estamos acercándonos, así que no tenemos que hacer ruido. Hay fantasmas.
Continuaron corriendo. De repente, Diamond gritó:
– ¡Al suelo!
Todos se arrojaron al suelo al mismo tiempo, como si estuvieran unidos por una cuerda.
– ¿Qué pasa? -preguntó Oz con voz temblorosa.
Diamond ocultó una sonrisa.
– Me ha parecido oír algo, eso es todo. Con los fantasmas todas las precauciones son pocas.
Se incorporaron.
– ¿Qué estáis haciendo?
El hombre había surgido de detrás de un grupo de nogales y tenía una escopeta en la mano derecha. A la luz de la luna Lou apreció el destello de un par de ojos maliciosos que les miraban de hito en hito. Los tres se quedaron paralizados mientras el hombre se aproximaba. Lou advirtió que se trataba del hombre que conducía el tractor de forma temeraria montaña abajo. Se detuvo frente a ellos y lanzó un escupitajo que cayó cerca de sus pies.
– Aquí no tenéis nada que hacer -masculló el hombre al tiempo que alzaba la escopeta y colocaba el cañón en el antebrazo de modo que la boca del arma les apuntaba, con el índice cerca del gatillo.
Diamond se adelantó.
– No estamos haciendo nada, George Davis, sólo corremos y no hay ninguna ley que lo impida.
– Cállate, Diamond Skinner, si no quieres que te cierre la boca de un puñetazo. -El hombre miró a Oz, quien retrocedió y se agarró con fuerza al brazo de su hermana-. Sois quienes Louisa ha acogido, los de la madre lisiada, ¿no? -Volvió a escupir.
– No tienes nada que ver con ellos, así que déjalos en paz -le espetó Diamond.
Davis se acercó a Oz.
– El gato de la montaña está por aquí cerca, chico:-dijo con voz grave. Acto seguido, gritó-: ¡Quieres que te agarre! -Mientras gritaba, Davis fingió atacar a Oz, que se lanzó al suelo y se acurrucó entre la maleza. Davis soltó una risa socarrona y maliciosa, burlándose del niño.
Lou se interpuso entre el hombre y su hermano.
– ¡Aléjese de nosotros!
– Maldita sea, niña -masculló Davis-. ¿Es que vas a decirle a un hombre lo que debe hacer? -Miró a Diamond-. Estás en mi tierra, muchacho.
– ¡De eso nada! -replicó Diamond al tiempo que apretaba los puños y miraba inquieto la escopeta-. Esta tierra no es de nadie.
– ¿Me estás llamando mentiroso? -espetó Davis con voz aterradora.
Entonces oyeron el grito. Fue tan fuerte que Lou creyó que los árboles se inclinarían por la fuerza o que las rocas se desprenderían, caerían desde lo alto de la montaña y, con un poco de suerte, aplastarían a su antagonista. Jeb comenzó a gruñir, con el pelo erizado. Davis, inquieto, escudriñó los árboles.
– Tienes la escopeta -dijo Diamond-, así que vete a cazar el viejo gato de la montaña. A menos que tengas miedo.
Davis fulminó al muchacho con la mirada, pero de pronto volvió a oírse el grito, con la misma intensidad, y Davis echó a correr hacia los árboles.
– ¡Vámonos! -gritó Diamond, y comenzaron a correr entre los árboles y a campo traviesa. Los búhos ululaban y los colines silbaban. Varios animales, que los chicos no atinaban a ver, subían y bajaban por los árboles y revoloteaban frente a ellos, pero ninguno llegó a asustarles tanto como lo había hecho George Davis y su escopeta. Lou era rápida como un relámpago y corría incluso más deprisa que Diamond. Sin embargo, cuando Oz tropezó y se cayó, se volvió y le ayudó.
Finalmente, se detuvieron y se agacharon en la hierba, respirando con pesadez y esperando escuchar a un hombre loco o a un gato montés tras ellos.
– ¿Quién es ese hombre tan desagradable? -preguntó Lou.
Diamond comprobó que no hubiera nadie antes de responder.
– George Davis. Tiene una granja cerca de la de la señora Louisa. Es un hombre duro. ¡Y malo! Se golpeó en la cabeza cuando era bebé, o puede que una mula le diera una coz, no lo sé. Tiene una destilería de licor de maíz en una de las hondonadas y no le gusta que la gente pase por aquí. Ojalá le pegaran un tiro.
Al poco llegaron a otro pequeño claro. Diamond alzó la mano para indicarles que se detuvieran y luego, no sin orgullo, señaló hacia delante, como si acabara de descubrir el arca de Noé en una montaña de Virginia.
– Ahí está.
El pozo era de ladrillos cubiertos de musgo, estaba medio derruido y resultaba espeluznante. Los tres se deslizaron hasta él; Jeb cubría la retaguardia mientras cazaba una pequeña presa en la hierba.
Escudriñaron el pozo desde el brocal. Parecía no tener fondo; era como si estuviesen mirando al otro lado del mundo y cualquier cosa, a su vez, pudiera estar observándolos.
– ¿Por qué dices que está encantado? -preguntó Oz sin resuello.
Diamond se tendió sobre la hierba que rodeaba el pozo y Lou y Oz hicieron otro tanto.
– Hace unos mil millones de años -comenzó con una voz sorda y emocionante que hizo que los ojos de Oz se abrieran de par en par, parpadearan y se humedecieran a la vez-, un hombre y una mujer vivían aquí. Bueno, se amaban, eso está claro, de modo que querían casarse. Pero sus familias se odiaban y no lo permitirían. No señor. Así que idearon un plan para escaparse, sólo que algo salió mal y el tipo pensó que la mujer se había matado. Estaba tan destrozado que vino al pozo y saltó. Es muy profundo, ya lo habéis visto. Y se ahogó. Cuando la chica se enteró de lo que había pasado, vino aquí y también saltó. Nunca los encontraron, porque era como si hubiesen caído en el sol. No quedó ni rastro de ellos.
Aquel triste relato no conmovió en absoluto a Lou.
– Se parece mucho a la historia de Romeo y Julieta.
Diamond parecía sorprendido.
– ¿Son parientes tuyos?
– Te lo estás inventando -dijo Lou.
Entonces comenzaron a oír unos sonidos de lo más peculiar a su alrededor, como millones de vocecitas intentado hablar a la vez, como si, de repente, las hormigas tuvieran laringe.
– ¿Qué es eso? -preguntó Oz, agarrándose a Lou.
– No pongas en duda mis palabras, Lou -dijo Diamond entre dientes, pálido-. Irritas a los espíritus.
– Sí, Lou -dijo Oz, mirando a todos lados y esperando que llegaran los demonios del infierno para llevárselos-. No irrites a los espíritus.
Finalmente los ruidos se desvanecieron y Diamond, que había recobrado la confianza, miró a Lou con expresión triunfal.
– Jo, hasta el más tonto sabe que este pozo es mágico. ¿Es que hay alguna casa por aquí cerca? No, y os diré por qué. Porque el pozo salió solo de la tierra, por eso. Y no es sólo un pozo encantado. También es un pozo de los deseos.
– ¿Un pozo de los deseos? ¿Cómo? -preguntó Oz.
– El hombre y la mujer desaparecieron, pero todavía están enamorados. Las personas mueren, pero el amor nunca muere. Ése es el origen del pozo mágico. Si alguien quiere un deseo viene aquí, lo pide y se cumple. Siempre. Llueva o haga sol.
– ¿Cualquier deseo? ¿Estás seguro? -Oz le agarró del brazo.
– Sí, pero tiene truco.
– Me lo imaginaba. ¿Cuál es? -preguntó Lou.
– Puesto que los amantes murieron aquí e hicieron el pozo mágico, si alguien quiere un deseo tiene que dar algo a cambio.
– ¿Dar el qué? -inquirió Oz, que estaba tan agitado que parecía flotar por encima de la hierba como una burbuja atada.
Diamond alzó el brazo y señaló el cielo oscuro.
– La cosa que más aprecie en el maldito mundo.
A Lou le sorprendió que no los mirara con expresión de merecerse un aplauso. Mientras Oz le tiraba de la manga ya sabía lo que vendría a continuación.