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– Lou, quizá podamos…

– ¡No! -exclamó con aspereza-. Oz, tienes que darte cuenta de que los collares y los pozos de los deseos no servirán de nada. Nada servirá.

– Pero, Lou.

Lou se incorporó y apartó la mano de su hermano.

– No seas tonto, Oz. Lo que pasará es que acabarás llorando otra vez.

Lou se marchó corriendo. Tras unos segundos de indecisión, Oz la siguió.

Seguramente Diamond sintió que acababa de conseguir algo, pero a juzgar por su expresión desilusionada, no la victoria. Miró alrededor y silbó, y Jeb apareció de inmediato.

– Vámonos a casa, Jeb -dijo en voz baja.

Los dos se marcharon corriendo en la dirección opuesta a la que habían seguido Lou y Oz en el instante en que las montañas se disponían a descansar.

12

Cuando Lou oyó el crujido en la escalera todavía no había salido el sol. La puerta de la habitación se abrió y Lou se sentó en la cama. El resplandor de la luz del farol se abrió paso en el espacio, seguido de Louisa, que ya estaba completamente vestida. Los cabellos color plata junto con la tenue iluminación que la envolvía hacían que, a los ojos de una soñolienta Lou, pareciese una mensajera divina. El aire de la habitación estaba helado; Lou creyó ver su propio aliento.

– Había pensado en dejaros dormir hasta tarde -dijo Louisa en voz baja mientras se aproximaba y se sentaba junto a Lou.

Lou contuvo un bostezo y volvió la vista hacia la oscuridad que se extendía al otro lado de la ventana.

– ¿Qué hora es?

– Casi las cinco.

– ¡Las cinco! -Lou se recostó de nuevo sobre la almohada y se tapó con las mantas.

Louisa sonrió.

– Eugene está ordeñando las vacas. Estaría bien que aprendieses a hacerlo.

– ¿No puedo hacerlo más tarde? -replicó Lou bajo las mantas.

– Las vacas no se molestan en esperarnos -explicó Louisa-. Mugen hasta que se les secan las ubres -añadió-. Oz ya está vestido.

Lou volvió a incorporarse.

– Mamá nunca lograba sacarlo de la cama antes de las ocho y, aun así, le costaba.

– Está tomándose un tazón de leche fresca y una rebanada de pan de maíz con melaza. Estaría bien que vinieses con nosotros.

Lou apartó las mantas y tocó el suelo frío, lo que le produjo un escalofrío que le recorrió el cuerpo entero. Ahora estaba convencida de que veía su propio aliento.

– Estaré lista en cinco minutos -dijo con valentía.

Louisa se percató de las molestias físicas de Lou.

– Anoche heló -informó Louisa-. Aquí el frío tarda más en irse. Se te mete en los huesos. Cuando llegue el invierno tú y Oz os trasladaréis al salón para estar junto a la chimenea. La llenaremos de carbón y no pasaréis frío en toda la noche. Os haremos sentir a gusto. -Se calló y miró alrededor-. No estamos en condiciones de daros lo que teníais en la ciudad, pero haremos lo posible. -Se encaminó hacia la puerta-. He puesto agua caliente en la palangana para que te laves.

– ¿Louisa?

Louisa se volvió y la luz de la linterna aumentó su sombra en la pared.

– ¿Sí, cielo?

– Ésta era la habitación de papá, ¿no?

Louisa volvió a mirar el dormitorio antes de dirigirse a Lou.

– Desde los cuatro años hasta que se marchó. Nadie ha vuelto a usarla.

Lou señaló las paredes revestidas.

– ¿Lo hizo mi padre?

Louisa asintió.

– Solía caminar unos quince kilómetros para conseguir periódicos o libros. Se los leía cientos de veces y luego colocaba los periódicos ahí y volvía a leerlos. Nunca he conocido a un muchacho tan curioso. -Miró a Lou-. Apuesto lo que sea a que eres como él.

– Quisiera darte las gracias por acogernos.

Louisa miró hacia la puerta.

– Este lugar también será bueno para tu madre. Si todos nos esforzamos, se pondrá bien.

Lou apartó la mirada y comenzó a quitarse el camisón.

– Enseguida estoy -dijo en tono vacilante.

Louisa aceptó el cambio de actitud de Lou sin decir nada y cerró suavemente la puerta tras ella.

Cuando Lou llegó, vestida con un descolorido pantalón con peto, una camiseta de manga larga y botas con cordones, Oz se estaba acabando el desayuno. La única luz de la habitación provenía de un farol que colgaba de un gancho de la pared, y del fuego de carbón. Lou miró el reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea, hecha con una viga de roble cepillado. Ya eran más de las cinco. ¿Quién habría dicho que las vacas se despertaban tan temprano?

– Oye, Lou -dijo Oz-. Tienes que probar la leche. Está muy buena.

Louisa miró a Lou y sonrió.

– La ropa te queda bien. Recé para que así fuera. Si las botas te van grandes podemos rellenarlas con trapos.

– Me van bien -dijo Lou, aunque en realidad le apretaban un poco.

Louisa trajo un cubo y un vaso. Colocó el vaso en la mesa, lo cubrió con una tela, vertió la leche desde el cubo, y la espuma borboteó sobre la tela.

– ¿Quieres melaza con el pan de maíz? -preguntó-. Es muy buena y te llena la tripa.

– Está buena -dijo Oz mientras engullía el último bocado y lo bajaba con el resto de la leche.

Lou miró su vaso.

– ¿Para qué sirve la tela?

– Separa cosas de la leche que no necesitas -respondió Louisa.

– ¿Es que la leche no está pasteurizada? -inquirió Lou en un tono tal de preocupación que Oz miró boquiabierto el vaso vacío, como si fuera a caerse muerto en ese mismo instante.

– ¿Qué es pasteurizar? ¿Me puede afectar? -preguntó inquieto.

– La leche es buena -dijo Louisa con calma-. La he bebido toda la vida. Y tu padre también.

Oz se tranquilizó, se echó hacia atrás en el asiento y volvió a respirar con normalidad. Lou olió la leche, la probó con cautela un par de veces y luego bebió un trago.

– Te he dicho que es buena -dijo Oz-. Seguro que si la pasteurizan sabe mal.

– «Pasteurización» proviene de Louis Pasteur, el científico que descubrió un proceso que mata las bacterias y hace que se pueda beber la leche con seguridad.

– Estoy segura de que era un hombre listo -dijo Louisa al tiempo que colocaba un tazón de pan de maíz y melaza frente a Lou-. Pero nosotros hervimos la tela cada vez y nos va de maravilla. -Lo explicó en un tono que hizo que Lou prefiriera no seguir hablando del tema.

Lou probó el pan de maíz y la melaza y abrió los ojos de par en par.

– ¿Dónde la compras? -le preguntó a Louisa.

– ¿El qué?

– La comida. Está buenísima.

– Te lo había dicho -repitió Oz con aires de suficiencia.

– No la compro, cielo. La hago.

– ¿Cómo?

– Enseñar, ¿lo recuerdas?, es mucho mejor que decir. Y lo mejor de todo es hacer. Venga, daos prisa e id a conocer a una vaca que se llama Bran. Si la vieja Bran da problemas, ayudad a Eugene.

Aquel incentivo hizo que Lou acabara rápidamente de desayunar y que ella y su hermano corrieran hacia la puerta.

– Un momento, niños -dijo Louisa-. Los platos en la cuba, y después necesitaréis esto. -Cogió otro farol y lo encendió. El olor a queroseno invadió la habitación.

– ¿Es verdad que en la casa no hay electricidad? -preguntó Lou.

– Hay gente en Tremont que tiene esa maldita cosa. A veces se va y entonces no saben qué hacer. Ya no recuerdan cómo se enciende el queroseno. Dadme un buen farol y sabré apañármelas.

Oz y Lou llevaron los platos hasta la cuba que hacía las veces de fregadero.

– Cuando hayáis acabado en el establo os enseñaré el cobertizo del arroyo -prosiguió Louisa-. Donde cogemos el agua. Vamos dos veces al día. Será una de vuestras tareas.

Lou parecía confusa.

– Pero tienes la bomba.