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– Sólo es para los platos y cosas parecidas. Hace falta agua para muchas otras cosas. Para los animales, para limpiar, para bañarse. El agua de la bomba no tiene presión. Tarda un día en llenar un cubo grande. -Sonrió-. A veces parece que nos pasamos el día buscando madera y agua. Durante los diez primeros años de mi vida llegué a pensar que me llamaba «ve a buscar».

Estaban a punto de salir por la puerta cuando Lou, que llevaba el farol, se detuvo.

– Eh, ¿cuál es el establo de las vacas?

– ¿Qué tal si te lo enseño?

El aire estaba tan helado que calaba los huesos, y Lou agradeció llevar una camiseta gruesa, si bien se metió las manos bajo las axilas. Louisa los guiaba con la linterna; pasaron junto al gallinero y los corrales antes de llegar al establo,' un edificio en forma de «A» con unas grandes puertas de dos hojas. Estaban abiertas y en el interior se veía una luz solitaria. Lou oyó los bufidos y los gritos de los animales, el incansable ir y venir de las pezuñas por la tierra y, en el gallinero, el batir de alas inquietas. El cielo, curiosamente, estaba más oscuro en unas partes que en otras, pero entonces Lou se percató de que las manchas negras eran los Apalaches.

Lou nunca había visto una noche parecida. Nada de farolas, ni luces de edificios, ni coches, ni ninguna iluminación que procediera de baterías o electricidad. Las únicas luces eran las estrellas, la lámpara de queroseno que llevaba Louisa y la que Eugene tenía en el establo. Sin embargo, a Lou la oscuridad no le asustaba para nada. De hecho, se sentía segura mientras iba detrás de la alta silueta de su bisabuela. Oz las seguía de cerca, y Lou era consciente de que no se sentía tan cómodo. Sabía de sobra que, con el tiempo suficiente, su hermano acababa encontrando elementos terroríficos en cualquier cosa.

El establo olía a heno, tierra húmeda, animales grandes y estiércol. El suelo de tierra estaba cubierto con paja. De las paredes colgaban bridas y arneses, algunos resquebrajados y muy gastados y otros en perfecto estado. Había balancines individuales y dobles, apilados los unos sobre los otros y una escalera de madera con un escalón roto que conducía a un pajar, que ocupaba la mayor parte del nivel superior y estaba repleto de paja suelta o en pacas. Había postes centrales de álamo que Lou supuso que servían para sostener el establo, el cual tenía pequeñas alas en los laterales y en la parte posterior. Habían construido distintos compartimientos y la yegua, las muías, los cerdos y las ovejas pasaban el tiempo en sus respectivas áreas. Lou veía que de los ollares de los animales surgían chorros de vapor.

Eugene estaba sentado en un pequeño taburete de tres patas que apenas se veía bajo su enorme silueta, en uno de los compartimientos. Junto a él había una vaca blanca con manchas negras que agitaba e introducía la cabeza en el pesebre.

Louisa los dejó con Eugene y volvió a la casa. Oz se arrimó a Lou después de que la vaca del compartimiento contiguo diese una sacudida y mugiera.

– La vieja Bran padece de fiebre láctea -dijo-. Hemos de ayudarla. -Señaló una oxidada bomba de bicicleta que estaba en uno de los rincones del compartimiento-. Páseme esa bomba, señorita Lou.

Lou se la entregó y Eugene apretó la manguera con fuerza contra uno de los pezones de Bran.

– Ahora, bombee.

Oz bombeaba mientras Eugene apretaba la manguera contra cada uno de los cuatro pezones y daba masaje a la ubre de la vaca, que se estaba inflando como una pelota.

– Buena chica, nunca hemos dejado de ordeñarte. Nos ocuparemos de ti -dijo Eugene con voz tranquilizadora, dirigiéndose a Bran-. Bien, así está bien -añadió volviéndose hacia Oz, quien dejó de bombear y retrocedió, esperando.

Eugene apartó la bomba e hizo señas a Lou para que se sentara en el taburete. Le guió las manos hasta las tetillas de Bran y le enseñó a sujetarlas correctamente y a friccionarlas para que la leche fluyera mejor.

– Ya la hemos inflado, ahora tenemos que sacarla. Tire fuerte, señorita Lou, a la vieja Bran no le molesta. Tiene que sacar la leche. Eso es lo que le duele.

Lou tiró con vacilación al principio pero luego comenzó a coger el ritmo. Sus manos se movían de manera eficiente y todos oyeron el aire que, al salir de la ubre, formaba nubes pequeñas y cálidas en el aire frío.

Oz se adelantó.

– ¿Puedo probar?

Lou se incorporó y Eugene instaló a Oz en el taburete.

Al poco tiraba tan bien como Lou y, finalmente, aparecieron gotas de leche en el extremo de los pezones.

– Lo hace bien, señorito Oz. ¿Ya había tirado de los pezones de una vaca en la ciudad?

Todos se rieron de la ocurrencia.

Tres horas después Lou y Oz ya no reían; habían ordeñado las otras dos vacas, una de las cuales Louisa les había dicho que estaba preñada, y habían tardado media hora con cada una. Luego habían llevado cuatro cubos de agua a la casa y después habían arrastrado otros cuatro desde el cobertizo del arroyo para los animales. A continuación habían cargado madera y carbón para llenar la leñera y la carbonera de la casa. En ese momento estaban dando de comer a los cerdos y parecía que la lista de tareas era cada vez más grande.

Oz se debatió con su cubo y Eugene le ayudó a pasarlo por encima de la cerca. Lou vertió el contenido del suyo y se hizo a un lado.

– Me parece increíble que tengamos que dar de comer a los cerdos -dijo.

– Comen muchísimo -señaló Oz mientras los observaba dar cuenta de lo que parecía basura líquida.

– Son desagradables -afirmó Lou al tiempo que se limpiaba las manos en el peto.

– Y nos dan de comer cuando lo necesitamos.

Los dos se volvieron y vieron a Louisa con un cubo lleno de maíz para las gallinas, sudando a pesar del frío. Louisa recogió el cubo vacío de Lou y se lo dio.

– Cuando llegan las nieves no se puede ir montaña abajo. Tenemos que almacenar víveres. Y son puercos, Lou, no cerdos.

Lou y Louisa se miraron fijamente en silencio por un instante, hasta que el ruido de un coche que llegaba les hizo desviar la mirada hacia la casa.

Era un Oldsmobile descapotable, cuarenta y siete caballos de potencia y asiento trasero descubierto. La pintura negra se había desprendido y aparecía oxidado en varios lugares, los guardabarros estaban abollados y los neumáticos lisos; llevaba la capota baja a pesar del frío. Era un hermoso desecho.

El hombre aparcó el coche y se apeó. Era alto y desgarbado, lo que denotaba cierta fragilidad y una fuerza inusitada a la vez. Cuando se quitó el sombrero vieron que tenía el pelo negro y lacio que le enmarcaba de forma agradable la cabeza. Una nariz y una mandíbula bien formadas, unos ojos azules atractivos y una boca rodeada de abundantes líneas de expresión conformaban un rostro que provocaría una sonrisa hasta en el peor de los días. Parecía más próximo a los cuarenta que a los treinta. Llevaba un traje gris de dos piezas con un chaleco negro y un reloj de caballero del tamaño de un dólar de plata que colgaba de una pesada cadena y se balanceaba por fuera del chaleco. Los pantalones se ensanchaban a la altura de la rodilla y los zapatos hacía tiempo que habían dejado de brillar. Comenzó a caminar hacia ellos, se detuvo, volvió al coche y sacó un maletín estropeado.

Mientras el hombre se dirigía hacia ellos Lou se preguntó cuál sería el apodo de aquel desconocido.

– ¿Quién es? -preguntó Oz.

– Lou, Oz, os presento a Cotton Longfellow, el mejor abogado de por aquí -anunció Louisa en voz alta.

El hombre sonrió y le estrechó la mano a Louisa.

– Bueno, dado que soy uno de los pocos abogados que hay por aquí se trata de un mérito más bien discutible, Louisa.

Lou nunca había oído una voz como aquélla, mezcla de acento sureño con la entonación propia de Nueva Inglaterra. No supo decidir de dónde era, algo que por lo general se le daba bien. ¡Cotton Longfellow! Dios Santo, el nombre no le había decepcionado en absoluto.1