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Cotton dejó el maletín en el suelo y les estrechó la mano con solemnidad, aunque le brillaron los ojos al hacerlo.

– Encantado de conoceros, aunque Louisa me ha contado tantas cosas de vosotros que es como si os conociera de toda la vida. Siempre había deseado veros algún día, y lamento muchísimo que sea en estas circunstancias. -Pronunció las últimas palabras con suma delicadeza.

– Cotton y yo tenemos que hablar de varios asuntos. Cuando hayáis acabado de dar de comer a los puercos ayudad a Eugene con el resto del ganado y dadles heno. Luego terminad de recoger los huevos.

Mientras Cotton y Louisa se encaminaban hacia la casa Oz recogió el cubo y fue a buscar más sobras. Sin embargo, Lou siguió a su bisabuela y al abogado con la mirada, y resultaba obvio que no estaba pensando en los puercos. Se estaba haciendo preguntas sobre aquel hombre con un nombre tan raro, Cotton Longfellow, que hablaba de manera extraña y parecía saber mucho sobre ellos. Finalmente, vio un puerco de más de ciento cincuenta kilos que evitaría que pasaran hambre durante el invierno y siguió a su hermano. Las paredes montañosas parecieron cerrarse en torno a Lou.

1. Literalmente «Algodón Tipolargo», aunque las traducciones podrían ser múltiples: «Hombrelargo de Algodón», «Algodón Extralargo», «Gran Algodón», etc. (N. de los T.)

13

Cotton y Louisa entraron en la casa por la puerta trasera. Mientras iban por el pasillo de camino al salón, Cotton se detuvo y miró por la puerta entreabierta de la habitación en que Amanda yacía en la cama.

– ¿Qué dicen los médicos? -preguntó Cotton.

– Trau… ma men… tal -Louisa pronunció lentamente aquellas extrañas palabras-. Así lo llamó la enfermera.

Entraron en la cocina y se sentaron en unas sillas de patas de roble cepillado a mano tan suave que la madera parecía cristal. Cotton extrajo varios documentos del maletín y unas gafas de montura metálica del bolsillo. Se las puso, observó los documentos por unos instantes y luego se echó hacia atrás para hablar sobre los mismos. Louisa le sirvió una taza de café de achicoria. Cotton tomó un sorbo y sonrió.

– Si esto no te despierta, entonces es que estás muerto.

Louisa se sirvió una taza.

– Bueno, ¿qué has averiguado? -inquirió.

– Tu nieto no dejó testamento, Louisa. No es que importase mucho, porque la verdad es que no tenía dinero.

Louisa parecía perpleja.

– ¿Y todo lo que escribió, todos esos maravillosos libros?

Cotton asintió con aire pensativo.

– Por muy buenos que fueran lo cierto es que no se vendían mucho. Tenía que aceptar encargos para llegar a fin de mes. Cuando Oz nació tuvo problemas de salud. Muchos gastos. Y Nueva York no es lo que se dice barata.

Louisa bajó la mirada.

– Y eso no es todo -dijo. Cotton la observó con curiosidad-. Jack me envió dinero durante todos esos años. Le escribí una vez y le dije que no era justo, que tenía su propia familia y todo eso. Pero me dijo que era rico. ¿Puedes creerlo? Explicó que quería darme el dinero por todo lo que había hecho por él. Pero yo no había hecho nada.

– Bueno, parece que justo antes del accidente Jack planeaba trabajar para unos estudios de cine en California.

– ¿California? -Louisa pronunció la palabra como si fuera una enfermedad, y a continuación dejó escapar un suspiro-. Ese muchacho nunca se olvidó de mí, pero que me diera dinero sin que lo tuviera es el colmo. Maldita la hora en que lo acepté. -Puso los ojos en blanco por unos instantes antes de proseguir-. Tengo un problema, Cotton. Tres años de sequía y ninguna cosecha. Me quedan cinco puercos y tendré que matar uno dentro de poco. Sólo tres puercas y un verraco. En la última carnada hubo más crías que nunca. Tres vacas aceptables. Hice preñar a una, pero todavía no ha parido y estoy preocupada. Y Bran tiene la fiebre. Las ovejas me dan más lata que otra cosa. La vieja jamelga ya no hace nada de nada y se me come la casa entera. Pero durante todos estos años se ha dejado la piel trabajando aquí. -Se calló y tomó aire-. Y McKenzie, el de la tienda, ya no me fía.

– Tiempos duros, Louisa, no voy a negártelo.

– Sé que no puedo quejarme; esta vieja montaña me ha dado todo lo que tenía.

Cotton se inclinó hacia delante.

– Bueno, lo que no puede negarse es que tienes tierras, Louisa. Esa es una gran baza.

– No puedo venderlas, Cotton. Cuando llegue el momento pasarán a manos de Lou y Oz. Su padre amaba este lugar tanto como yo. Y Eugene también. Él es como de la familia. Trabaja duro. Se quedará con una parte de las tierras para criar a los suyos. Sólo lo justo.

– Me parece bien -dijo Cotton.

– Cuando me escribieron preguntándome si acogería a los niños, ¿cómo iba a negarme? A Amanda ya no le queda nadie, soy cuanto tienen. Vaya salvadora estoy hecha, ya no valgo para nada. -Unió los dedos, nerviosa, y miró inquieta por la ventana-. He pensado en ellos todos estos años, preguntándome cómo serían. Leyendo las cartas de Amanda y mirando las fotografías que me mandaba. Me enorgullecía de lo que Jack había hecho. Y de sus bonitos hijos. -Sacudió la cabeza con cara de preocupación; las profundas arrugas de la frente parecían surcos en un campo.

– Saldrás adelante, Louisa. Si me necesitas para algo, ayudarte a plantar o cuidar de los niños, dímelo. Vendré más que gustoso.

– Vamos, Cotton, eres un abogado ocupado.

– A los de aquí no les hace falta alguien como yo. Puede que así sea mejor. Si tengo un problema voy a ver al juez Atkins, al juzgado, y lo resuelvo con él. Los abogados sólo saben complicar las cosas. -Sonrió y le dio una palmada en la mano a Louisa-. Todo saldrá bien, Louisa. Lo mejor para todos es que los niños se queden contigo.

Louisa sonrió y luego, lentamente, frunció el ceño.

– Cotton, Diamond me ha dicho que hay varios hombres rondando por las minas de carbón. No me gusta nada.

– He oído decir que son topógrafos, expertos en minerales.

– ¿Es que no están cavando en las montañas lo bastante rápido? Cada vez que veo otro agujero me entran náuseas. Nunca vendo nada a los del carbón. Destrozan todo lo que es bonito.

– He oído decir que no buscan carbón sino petróleo.

– ¡Petróleo! -exclamó ella, incrédula-. No estamos en Tejas.

– Eso es lo que he oído.

– No pienso preocuparme por esas tonterías. -Louisa se incorporó-. Tienes razón, Cotton, todo saldrá bien. El Señor nos traerá lluvias este año. Y si no es así, ya se me ocurrirá algo.

Mientras Cotton se ponía de pie para marcharse, miró hacia el pasillo.

– Louisa, ¿te importa si le doy el pésame a la señora Amanda?

Louisa caviló al respecto.

– Oír otra voz le vendrá bien. Y eres buena persona, Cotton. ¿Cómo es que no te has casado?

– Todavía no he encontrado a la mujer que sepa soportar mis penas.

Ya en la habitación de Amanda, Cotton dejó el maletín y el sombrero en el suelo y se acercó silenciosamente a la cama.

– Señora Cardinal, soy Cotton Longfellow. Encantado de conocerla. Louisa me ha leído algunas de sus cartas y tengo la sensación de que ya la conozco. -Amanda, por supuesto, no movió músculo alguno y Cotton miró a Louisa.

– He hablado con ella. Oz también. Pero nunca abre la boca, ni mueve un dedo siquiera.

– ¿Y Lou?-preguntó Cotton.

Louisa sacudió la cabeza.

– Un día de éstos estallará; se guarda demasiadas cosas dentro.

– Louisa, tal vez sería buena idea que viniera Travis Barnes, de Dickens, y le echase un vistazo.

– Los médicos cuestan dinero, Cotton.

– Travis me debe un favor. Vendrá.

– Gracias -dijo Louisa en voz baja.

Cotton miró alrededor y vio una Biblia en el tocador.