Amanda se volvió hacia su esposo.
– ¿Otra historia? -preguntó al tiempo que recorría el antebrazo de Jack con los dedos.
Jack, lentamente, se liberó de su última invención y miró a su esposa con una sonrisa radiante que, junto con el inolvidable destello de sus ojos grises, eran, a juicio de Amanda, sus rasgos físicos más atractivos.
– Tranquila, trabajo en una historia -dijo Jack.
– Prisionero de tus propios recursos -replicó Amanda suavemente, tras lo cual dejó de acariciarle el brazo.
Mientras su esposo se sumía de nuevo en su actividad, Amanda observó a Lou, inmersa en su propia historia. La madre veía en ella un gran potencial para la felicidad, pero también para el dolor. No podía vivir su vida y sabía que, en ocasiones, tendría que verla caer. No obstante, Amanda nunca le tendería la mano para ayudarla, porque Lou, por ser Lou, no lo aceptaría. Pero si los dedos de la hija buscasen los de la madre, se los ofrecería. Se trataba de una situación repleta de obstáculos, pero al parecer sería el sino de ambas.
– ¿Qué tal la historia, Lou?
Con la cabeza gacha y sacudiendo la mano con el ímpetu propio de un joven aprendiz, Lou respondió:
– Bien.
Amanda comprendió de inmediato el mensaje subyacente: la escritura era algo sobre lo que no debía hablarse con quienes no escribían. Amanda se lo tomó tan bien como solía hacer con todo cuanto tenía que ver con su hija. Sin embargo, incluso una madre necesita en ocasiones una almohada bien cómoda en la que apoyar la cabeza, por lo que Amanda alargó la mano y acarició los cabellos rubios y alborotados de su hijo, quien la rejuvenecía en la misma medida en que Lou la agotaba.
– ¿Qué tal, Oz?-preguntó Amanda.
El pequeño respondió con una especie de cacareo que incluso sobresaltó al distraído Jack.
– La señorita de inglés dijo que soy el mejor gallo que ha oído nunca -explicó el niño, y volvió a cacarear al tiempo que agitaba los brazos. Amanda se rió e incluso Jack se volvió y sonrió.
Lou hizo una mueca de suficiencia, pero luego le dio unas palmaditas en la mano.
– Y lo eres, Oz. Mucho mejor que cuando yo tenía tu edad -dijo Lou.
Amanda sonrió al escuchar el comentario de Lou y luego preguntó:
– Jack, vendrás a ver la obra de la escuela de Oz, ¿no?
– Mamá -intervino Lou-, ya sabes que está trabajando en una historia. No tiene tiempo para ver a Oz haciendo el gallo.
– Lo intentaré, Amanda. Esta vez lo intentaré de veras -respondió Jack, pero por el tono incierto de la voz Amanda supo que aquello presagiaba otra desilusión para Oz; y para ella.
Amanda se volvió y miró por el parabrisas. Su semblante reflejaba claramente lo que pensaba: «Casada de por vida con Jack Cardinal; lo intentaré.»
Sin embargo, Oz no parecía haber perdido el entusiasmo.
– Y la próxima vez seré el conejo de Pascua. Vendrás a verme, ¿verdad, mami?
Amanda le miró con una sonrisa radiante y una expresión que emanaba cariño.
– Sabes que mamá no se lo perdería por nada del mundo -repuso mientras volvía a acariciarle la cabeza.
Sin embargo, mamá se lo perdió. Todos se lo perdieron.
2
Amanda miró por la ventanilla del coche. Su ruego se había visto recompensado y la tormenta se había alejado dejando tras de sí poco más que algunas lloviznas molestas y ráfagas de aire que apenas mecían las ramas de los árboles. Todos estaban agotados tras haber corrido, de punta a punta, por las largas y curvilíneas franjas de césped del parque. Para mérito de Jack, había jugado con la misma entrega y entusiasmo que los demás. Como si fuera un niño, había correteado por los senderos adoquinados con Lou u Oz a la espalda riendo a más no poder. Mientras corría se le salieron los mocasines, dejó que los niños lo persiguieran y luego se los puso tras una lucha enconada. Después, para deleite de todos, se colgó boca abajo en los columpios. Aquello era lo que la familia Cardinal necesitaba.
Al final de la jornada, los niños habían caído rendidos en los brazos de sus padres y todos habían echado una cabezadita allí mismo, formando una enorme e irregular maraña de extremidades, respirando pesadamente y suspirando tal y como hacen las personas cansadas y felices. Una parte de Amanda se habría quedado allí durante el resto de su vida; tenía la sensación de que ya había satisfecho todo cuanto el mundo pudiera pedirle.
Mientras regresaban a la ciudad, a una pequeña pero querida casa que pronto dejaría de ser suya, Amanda comenzó a sentirse inquieta. No le gustaban los enfrentamientos, pero sabía que eran necesarios si el motivo lo merecía. Lanzó una mirada hacia el asiento trasero. Oz dormía. Lou estaba recostada contra la ventanilla y también parecía dormir. Dado que casi nunca estaba a solas con su esposo, Amanda decidió que aquél era el mejor momento.
– Deberíamos hablar seriamente sobre lo de California -dijo en voz baja.
Jack entornó los ojos aunque apenas había sol; de hecho, la oscuridad les había envuelto casi por completo.
– El estudio de cine ya tiene listo el contrato para el guión -dijo.
Amanda se percató de que no había el menor entusiasmo en sus palabras. Alentada, insistió.
– Eres un novelista que ha ganado premios. Tu obra se enseña en las escuelas. Han dicho que eres el escritor con más talento de tu generación.
Jack parecía cansado de los elogios.
– ¿Y?
– Entonces, ¿por qué ir a California y dejar que te digan lo que debes escribir?
– No me queda otra elección -repuso Jack, el brillo de cuyos ojos se desvaneció.
Amanda lo agarró por el hombro.
– Jack, sí que tienes otra elección. ¡Y no creas que escribir guiones de películas lo solucionará todo porque no será así!
Lou, alertada por el tono de voz de Amanda, se había vuelto y estaba observando a sus padres.
– Gracias por el voto de confianza -dijo Jack-. Lo aprecio de veras, cariño, sobre todo ahora; sabes que no me resulta fácil.
– No quise decirlo así. Si sólo pensaras…
De repente, Lou se inclinó hacia delante y rozó el hombro de su padre en el instante mismo es que su madre apartaba la mano. Sonreía de oreja a oreja, pero forzadamente.
– Creo que en California nos lo pasaremos bien, papá.
Jack sonrió y le dio unas palmaditas en la mano a Lou. Amanda se dio cuenta de que Lou se aferraba con toda su alma a esa pequeña muestra de reconocimiento. Sabía que Jack no se percataba de la enorme influencia que ejercía sobre la niña ni de que ésta intentaba, en la medida de lo posible, que todo cuanto hiciera satisficiera a su padre; a Amanda aquello le asustaba.
– California no es la solución, Jack. Tienes que entenderlo -aseveró Amanda-. No serás feliz.
La expresión de Jack traslucía pena.
– Estoy cansado de las críticas maravillosas y de los galardones que van a parar a la estantería y de no contar con el dinero suficiente para mantener a mi familia. A toda mi familia. -Miró a Lou, y Amanda vio que su semblante reflejaba un sentimiento de vergüenza. Quiso inclinarse y abrazarlo, decirle que era el hombre más maravilloso que había conocido jamás, pero ya se lo había dicho en otras ocasiones y, aun así, irían a California.
– Puedo volver a enseñar, y así tendrás la libertad que necesitas para escribir. Mucho después de que hayamos dejado de existir, la gente seguirá leyendo a Jack Cardinal.
– Me gustaría ir a algún lugar en el que me apreciaran mientras aún estoy con vida.
– Te aprecian. ¿O es que nosotros no contamos?
Jack parecía sorprendido: las palabras habían traicionado al escritor.
– Amanda, no quise decir eso. Lo siento.
Lou alargó la libreta.
– Papá, he terminado la historia sobre la que te hablé.
Jack no apartó la mirada de Amanda.
– Lou, tu madre y yo estamos hablando.
Amanda llevaba varias semanas pensando en todo aquello, desde que Jack le anunciara los nuevos planes para escribir guiones bajo el sol y las palmeras de California a cambio de sumas considerables. Amanda creía que Jack empeñaría su talento al verbalizar las visiones de otras personas, sustituyendo sus historias personales por otras que le reportarían mucho dinero.