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– Venga, los dos a la cama -dijo.

– Primero quiero ver a mamá. Le contaré lo de la vaca. -Oz miró a Lou-. Es la segunda vez. -Se encaminó hacia la habitación de Amanda.

Lou no hizo ademán de alejarse del calor de la chimenea.

– Lou, tú también debes ver a tu madre -señaló Louisa.

Lou fijó la vista en el fuego.

– Oz es demasiado pequeño para entenderlo, pero yo no.

Louisa dejó de coser.

– ¿Entender el qué? -inquirió.

– Los médicos de Nueva York dijeron que con cada día que pasase era menos probable que mamá regresara. Ya ha pasado mucho tiempo.

– No debes perder la esperanza, Lou.

Lou se volvió hacia su bisabuela.

– Tú tampoco lo entiendes, Louisa. Papá se ha ido. Le vi morir. Puede -Lou tragó saliva con dificultad- que, al menos en parte, yo fuera culpable de su muerte. -Se restregó los ojos y luego cerró los puños, enojada-. Y mamá no se está curando. Oí lo que dijeron los médicos. Oí todo lo que dijeron los adultos aunque intentaron que no lo supiera. ¡Como si yo no tuviese nada que ver! Dejaron que nos la llevásemos a casa porque no podían hacer nada más por ella. -Se calló, respiró hondo y, poco a poco, se calmó-. Y no conoces a Oz. Se ilusiona demasiado y empieza a hacer locuras. Y luego… -Su voz se fue apagando, y bajó la vista-. Hasta mañana.

A la luz del farol y del fuego parpadeante Louisa siguió a Lou con la mirada mientras se alejaba en dirección al dormitorio. Cuando los pasos se hubieron desvanecido, la anciana se dispuso a proseguir cosiendo pero la aguja no se movió. Cuando Eugene entró y se fue a dormir, la anciana continuaba allí, junto al fuego casi apagado, inmersa en cavilaciones tan humildes como enormes eran las montañas que la rodeaban.

Finalmente, Louisa se puso de pie y se dirigió a su dormitorio, donde extrajo una pequeña pila de cartas del tocador. Subió las escaleras y entró en la habitación de Lou, que miraba por la ventana.

Lou se volvió y vio las cartas.

– ¿Qué es eso?

– Cartas que tu madre me escribió. Quiero que las leas -respondió Louisa.

– ¿Para qué?

– Porque las palabras dicen mucho de una persona.

– Las palabras no cambian nada. Oz puede creer lo que quiera, pero eso no arregla nada.

Louisa puso las cartas sobre la cama.

– A veces los mayores harían bien en hacer caso a los pequeños. Tal vez aprenderían algo.

Después de que Louisa se hubo marchado, Lou introdujo las cartas en el viejo escritorio de su padre y cerró el cajón con firmeza.

15

Lou se levantó muy temprano y se dirigió a la habitación de su madre, donde observó durante unos minutos el acompasado subir y bajar del pecho de Amanda. Sentada al borde de la cama, Lou apartó las mantas y frotó y movió los brazos de su madre. Luego le dio masaje durante largo rato en las piernas tal y como le habían enseñado los médicos de Nueva York. Lou estaba a punto de terminar cuando advirtió que Louisa la observaba desde el umbral.

– Tenemos que conseguir que se sienta cómoda -explicó Lou.

Cubrió a su madre y se encaminó hacia la cocina. Louisa la siguió.

Lou puso un hervidor a calentar.

– Puedo hacerlo yo, cielo -dijo Louisa.

– Ya está. -Lou añadió copos de avena al agua y mantequilla. Se llevó el tazón al dormitorio de su madre y, con sumo cuidado, le dio de comer. Amanda comió y bebió de buena gana, si bien sólo podía ingerir alimentos blandos. Louisa se sentó a su lado, y Lou señaló los ferrotipos de la pared-. ¿Quiénes son?

– Mis padres. La que está con ellos soy yo de pequeña. También algunos pacientes de mi madre. Fue la primera vez que me sacaron una foto. Me gustaba, pero a mamá le daba

miedo. -Indicó otro ferrotipo-. Ese de ahí es mi hermano Robert. Está muerto. Todos lo están.

– Tus padres y hermano eran altos.

– Lo llevamos en la sangre. Es curioso cómo se heredan esas cosas. Tu padre medía un metro ochenta a los catorce años. Yo sigo siendo alta, pero no tanto como antes. Tú también serás alta.

Lou limpió el tazón y la cuchara y luego ayudó a Louisa a preparar el desayuno para los demás. Eugene estaba en el establo, y las dos oyeron a Oz moviéndose en la habitación.

– Tengo que enseñar a Oz cómo mover los brazos y las piernas de mamá. Y también puede darle de comer.

– Perfecto. -Louisa puso la mano en el hombro de Lou-. Y bien, ¿leíste alguna de las cartas?

– No quería perder a mis padres, pero así ha sido. Ahora tengo que ocuparme de Oz. Y tengo que mirar hacia el futuro, no hacia el pasado -replicó Lou al tiempo que la miraba. Añadió con firmeza-: Tal vez no lo comprendas pero es lo que debo hacer.

Tras las tareas matutinas Eugene llevó a Lou y a Oz a la escuela en el carro tirado por la mula, después de lo cual regresó a la granja para seguir trabajando. Lou y Oz llevaban los libros gastados y varias valiosas hojas de papel entre las páginas de éstos, dentro de unas viejas mochilas de arpillera. Ambos tenían sendos lápices de mina gruesos; Louisa les había dicho que les sacaran punta sólo cuando fuese estrictamente necesario y que lo hicieran con un cuchillo afilado. Los libros eran los mismos que había utilizado su padre, y Lou apretaba los suyos contra el pecho como si fueran un regalo de Jesucristo. También llevaban un cubo abollado con varios trozos de pan de maíz, un pequeño tarro de mermelada de manzana y una jarrita de leche para almorzar.

La escuela Big Spruce era de construcción reciente. Se había construido con fondos del New Deal, cuando la Gran Depresión, para sustituir el edificio de troncos que había ocupado el mismo lugar durante casi ochenta años. La escuela era de madera blanca con ventanas en un lateral y se asentaba sobre bloques de hormigón. Al igual que la granja de Louisa, el tejado no tenía tejas de madera sino varias planchas largas clavadas de tal modo que formaban secciones traslapadas. En la escuela había una puerta con un pequeño saliente. Una chimenea de ladrillos se alzaba sobre el tejado en forma de «A».

A la escuela solía acudir, un día cualquiera, la mitad de los estudiantes que debían hacerlo, si bien esa cantidad podía considerarse más bien elevada si se comparaba con las del pasado. En la montaña el trabajo en el campo siempre se imponía a los estudios.

En el centro del sucio patio crecía un nogal con el tronco agrietado. Había unos cincuenta niños jugando fuera de la escuela, cuyas edades oscilaban entre la de Oz y la de Lou. La mayoría vestía pantalón con peto, aunque varias niñas llevaban vestidos floreados hechos con bolsas Chop, que eran sacos de comida de cuarenta y cinco kilos para perros. Las bolsas eran bonitas y resistentes, y las niñas se sentían especiales cuando llevaban el «conjunto Chop». Algunos niños iban descalzos y otros con lo que habían sido zapatos pero que ahora parecían una especie de sandalias. Los había que llevaban sombrero de paja, mientras que otros iban con la cabeza descubierta; entre los mayores, varios ya se habían pasado al sombrero de fieltro, sin duda heredado de sus padres. Unas cuantas chicas iban con trenzas, otras llevaban el pelo liso y algunas con rizos.

A juicio de Lou, los niños los recibieron con cara de pocos amigos.

Un niño se adelantó. Lou lo reconoció de inmediato: era el que iba colgando del tractor que habían visto el primer día. Debía de ser el hijo de George Davis, el loco que los había amenazado con la escopeta en el bosque. Lou se preguntó si el hijo también estaría loco.

– ¿Qué pasa, es que no sabéis caminar, que Ni Hablar tuvo que traeros? -dijo el muchacho.

– Se llama Eugene -espetó Lou en la cara del chico-. ¿Alguien sabría decirme dónde están las clases de segundo y sexto?

– Claro -respondió el mismo chico al tiempo que indicaba con la mano-. Las dos están por ahí.

Lou y Oz se volvieron y vieron la entrada del excusado exterior de madera que estaba detrás de la escuela.