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– Pero sólo son para los norteños -añadió el chico con una sonrisa maliciosa.

Todos los niños comenzaron a gritar y a reír, y Oz, nervioso, se arrimó a su hermana. Ésta observó el excusado exterior por unos instantes y luego volvió a mirar al chico.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó.

– Billy Davis -respondió él, orgulloso.

– ¿Siempre eres tan perspicaz, Billy Davis?

Billy frunció el entrecejo.

– ¿Qué significa eso? ¿Me estás insultando, o qué?

– ¿Acaso tú no acabas de insultarnos?

– Sólo he dicho la verdad. El norteño es norteño de por vida, y venir aquí no cambiará las cosas.

El grupo de niños expresó en voz alta su conformidad y Lou y Oz se vieron rodeados por el enemigo. Afortunadamente, la campana de la escuela les salvó y los niños corrieron hacia la puerta. Lou y Oz se miraron y luego siguieron al grupo.

– Me parece que no les caemos bien -musitó Oz.

– Me parece que me da lo mismo -repuso su hermana.

Al cabo de un instante se enteraron de que sólo había una clase que servía para todos los cursos, y que los estudiantes se dividían en grupos según las edades. Había tantas maestras como clases: una. Se llamaba Estelle McCoy y cobraba ochocientos dólares anuales. Era el único trabajo que había tenido y llevaba casi cuarenta años desempeñándolo, lo que explicaba que sus cabellos fueran más blancos que castaño desvaído.

En las tres paredes había sendas pizarras de gran tamaño. En un rincón había una estufa panzuda, de la cual surgía una tubería que llegaba al techo. Una elaborada librería de arce, que parecía fuera de lugar en aquel sencillo lugar, ocupaba otro de los rincones. Tenía puertas de cristal, y Lou vio que contenía varios libros. A su lado, un letrero escrito a mano rezaba: «Biblioteca.»

Estelle McCoy estaba frente a ellos, con las mejillas sonrosadas, una sonrisa de oreja a oreja y con físico regordete cubierto con un brillante vestido floreado.

– Hoy tengo el placer de presentaros a dos alumnos nuevos: Louisa Mae Cardinal y su hermano, Oscar. Louisa Mae y Oscar, ¿seríais tan amables de poneros de pie?

Como si fuera alguien acostumbrado a hacer una reverencia ante el mínimo atisbo de autoridad, Oz se incorporó de un salto. Sin embargo, clavó la mirada en el suelo, desplazando el peso del cuerpo de un pie al otro, como si no pudiera aguantarse las ganas de orinar.

A pesar de la petición de la profesora, Lou se quedó sentada.

– Louisa Mae -repitió Estelle McCoy-, levántate para que te vean, cielo.

– Me llamo Lou.

La sonrisa de Estelle McCoy perdió cierta intensidad.

– Sí…, esto…, su padre fue un escritor muy famoso, Jack Cardinal.

Entonces Billy Davis intervino.

– ¿No se murió? Eso es lo que dicen.

Lou fulminó a Billy con la mirada; el niño hizo una mueca.

La profesora parecía nerviosa.

– Billy, por favor. Esto… Como iba diciendo, era famoso y yo fui maestra suya. Espero, con toda la humildad del mundo, haber ejercido alguna influencia en su evolución como escritor. Se dice que los primeros años de formación son los más importantes. Bueno, ¿sabíais que el señor Jack Cardinal dedicó uno de sus libros al presidente de Estados Unidos en Washington?

Lou miró alrededor y se percató de que aquello no significaba nada para los niños de la montaña. De hecho, mencionar la capital de la nación yanqui no era precisamente lo más inteligente. A Lou no le enojó que no mostraran respeto por los logros de su padre sino que, por el contrario, se compadeció de su ignorancia.

Estelle McCoy no estaba preparada para aquel largo silencio.

– Esto…, bueno, bienvenidos, Louisa Mae y Oscar. Estoy segura de que honraréis a vuestro padre aquí, en su… alma mater.

Entonces, en el preciso instante en que Oz se sentaba, con la cabeza gacha y los ojos entornados, Lou se puso de pie. Parecía como si Oz temiese lo que su hermana estaba a punto de hacer. Oz sabía que Lou no se amilanaba ante nada. Para Lou no había término medio: o los dos cañones de la escopeta en la cara o seguir viviendo.

Sin embargo, se limitó a decir:

– Me llamo Lou. -Volvió a sentarse.

Billy se inclinó hacia ella.

– Bienvenida a la montaña, señorita Louisa Mae.

Las clases acababan a la tres, pero los niños no se apresuraban en regresar a casa porque sabían que les esperaban tareas varias. En cambio, daban vueltas por el patio en pequeños grupos, intercambiando navajas, yo-yos tallados a mano y tabaco de mascar casero. Las chicas intercambiaban secretos de cocina y costura, y hablaban sobre los cotilleos locales y sobre los chicos. Billy Davis alzó varias veces un árbol joven que habían colocado en las ramas bajas del nogal como si fuera una pesa ante la mirada de admiración de una chica ancha de caderas y con los dientes torcidos pero de pómulos sonrosados y ojos azules.

Mientras Lou y Oz salían, Billy se apartó del árbol en que estaba apoyado y se acercó a ellos con aire despreocupado.

– Vaya, es la señorita Louisa Mae. ¿Has ido a ver al presidente? -preguntó en tono socarrón.

– Por favor, Lou, sigue caminando -rogó Oz.

– ¿Te pidió que firmaras uno de los libros de tu padre, aunque esté muerto y enterrado? -dijo Billy, en voz más alta.

Lou se detuvo. Oz, consciente de que no serviría de nada seguir suplicando, retrocedió. Lou se volvió hacia Billy.

– ¿Qué te pasa, todavía estás dolido porque los norteños os dimos una patada en el trasero, pedazo de paleto?

Los otros niños, intuyendo que habría gresca, formaron silenciosamente un círculo para evitar que la señora McCoy se diera cuenta de lo que ocurría.

– Será mejor que retires lo que acabas de decir.

Lou dejó caer la mochila.

– Será mejor que me des, si es que puedes.

– No pego a las chicas.

El comentario hizo que Lou se enfadara más de lo que lo hubiera hecho un puñetazo. Agarró a Billy por los tirantes del peto y lo arrojó al suelo, donde quedó boquiabierto, tanto por la fuerza como por la valentía de Lou. El círculo se estrechó aún más.

– Te daré una patada en el trasero si no retiras lo que has dicho -espetó Lou al tiempo que se agachaba y le hundía un dedo en el pecho.

Oz tiró de Lou a medida que el círculo se cerraba todavía más.

– Vamos, Lou, por favor, no pelees. Por favor.

Billy se levantó de un salto y se dispuso a atacar. En lugar de intentar pegar a Lou, sujetó a Oz y lo lanzó al suelo con fuerza.

– Maldito norteño apestoso.

Su mirada de triunfo fue efímera, porque Lou se la borró de un puñetazo. Billy cayó al suelo junto a Oz; la nariz le sangraba profusamente. Lou se sentó encima de Billy antes de que éste tuviese tiempo de reaccionar y lo golpeó con los puños. Billy comenzó a agitar los brazos y dar alaridos como si fuera un perro al que propinaran una paliza. Logró golpear a Lou en el labio, pero ella continuó castigándolo hasta que Billy se quedó quieto y se limitó a protegerse el rostro.

Entonces el círculo se rompió y la señora McCoy se abrió paso. Logró separar a Lou de Billy, si bien el esfuerzo la dejó casi sin aliento.

– ¡Louisa Mae! ¿Qué pensaría tu padre si te viera? -exclamó.

Lou respiraba a duras penas y todavía tenía los puños cerrados como si se dispusiera a emprenderla a puñetazos.

Estelle McCoy ayudó a Billy a ponerse en pie. El chico se tapó la cara con la manga y sollozó de forma imperceptible.

– Vamos, dile a Billy que lo sientes -instó la profesora.

Lou, a modo de respuesta, embistió y golpeó de nuevo a Billy. El niño retrocedió de un salto, como si fuera un conejo arrinconado por una serpiente dispuesta a devorarlo.

La señora McCoy sujetó con fuerza el brazo de Lou.

– Louisa Mae, estáte quieta ahora mismo y dile que lo sientes.

– Por mí como si se va al infierno.