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Estelle McCoy estuvo a punto de desplomarse al oír semejante expresión en boca de la hija de un hombre famoso.

– ¡Louisa Mae! ¡Eso no se dice!

Lou se soltó y echó a correr carretera abajo.

Billy salió disparado en la dirección contraria. Estelle

McCoy se quedó con las manos vacías en medio del campo de batalla.

Oz, de quien se habían olvidado por completo durante la reyerta, se incorporó con calma, recogió del suelo la mochila de arpillera de su hermana, la sacudió para limpiarla y le dio un tirón al vestido de la profesora. Ésta le miró.

– Perdóneme, señorita -dijo Oz-, pero se llama Lou.

16

Louisa limpió el corte de la cara de Lou con agua y jabón y le aplicó una tintura casera que escocía como si fuera fuego, aunque Lou aguantó el dolor sin rechistar.

– Me alegro de que hayas empezado con tan buen pie, Lou.

– ¡Nos llamaron norteños!

– Vaya, santo Dios -dijo Louisa en un tono de fingida humillación.

– Y le hizo daño a Oz.

Louisa suavizó la expresión del rostro.

– Tenéis que ir a la escuela, cielo. Tenéis que esforzaros por llevaros bien con los demás.

Lou frunció el entrecejo.

– ¿Y por qué no se esfuerzan ellos?

– Porque están en casa. Se comportan así porque nunca han visto a nadie como tú.

Lou se levantó.

– No sabes lo que es sentirse como un intruso. -Salió corriendo por la puerta y Louisa la siguió con la mirada al tiempo que sacudía la cabeza.

Oz esperaba a su hermana en el porche delantero.

– Te he dejado la mochila en la habitación -le dijo.

Lou se sentó en los escalones y apoyó el mentón en las rodillas.

– Estoy bien, Lou. -Oz se incorporó, dio una vuelta sobre sí mismo y estuvo a punto de caer al suelo-. ¿Lo ves? No me hizo daño.

– Me alegro, porque si no le habría pegado de verdad.

Oz observó de cerca el corte del labio.

– ¿Te duele mucho?

– No siento nada. Tal vez sepan ordeñar vacas y arar los campos, pero los chicos de la montaña no saben pegar.

Alzaron la vista y vieron el coche de Cotton aparcando en el patio delantero. El abogado se apeó, con un libro bajo el brazo.

– Me he enterado de la aventura que habéis protagonizado hoy en la escuela -dijo mientras se acercaba a ellos.

Lou parecía sorprendida.

– Vaya, las noticias vuelan.

Cotton se sentó al lado de los niños.

– Aquí, cuando hay una buena pelea, los habitantes harán lo que sea con tal de que todo el mundo se entere.

– En realidad no fue una pelea -dijo Lou no sin orgullo-. Billy Davis se acurrucó y chilló como un bebé.

– Le hizo un corte en el labio a Lou, pero no le duele -apuntó Oz.

– Nos llamaron norteños, como si fuera una especie de enfermedad -manifestó Lou.

– Bueno, por si te sirve de algo, yo también soy norteño. De Boston. Y me han aceptado. Bueno, al menos la mayoría de ellos.

Lou abrió los ojos como platos al caer en la cuenta de la relación y se preguntó cómo era posible que no se hubiera percatado antes.

– ¿Boston? Longfellow. ¿Eres…?

– Henry Wadsworth Longfellow fue el bisabuelo de mi abuelo. Creo que es la forma más sencilla de explicarlo.

– Henry Wadsworth Longfellow. ¡Caramba!

– Sí, ¡caramba! -dijo Oz, si bien no tenía ni idea de quién estaban hablando.

– Sí, sí, caramba. Siempre he querido ser escritor, desde niño.

– Vaya, ¿y por qué no lo eres? -preguntó Lou.

Cotton sonrió.

– Aunque reconozco mejor que muchos las obras inspiradas y bien escritas, cuando intento crearlas me quedo en blanco. Tal vez por eso vine aquí después de sacarme el título en Derecho. Lo más lejos posible del Boston de Longfellow. No soy un abogado excelente pero me defiendo bien. Y tengo tiempo para leer a quienes saben escribir. -Se aclaró la garganta y recitó con voz agradable-: Suelo pensar en la hermosa ciudad, que descansa junto al mar; en pensamientos suelo subir y bajar…

Lou retomó la estrofa:

– Por las agradables calles de esa querida y vieja ciudad. Y vuelvo a sentirme joven.

Cotton parecía impresionado.

– ¿Conoces citas de Longfellow?

– Era uno de los preferidos de mi padre.

Cotton sostuvo en alto el libro que llevaba.

– Y éste es uno de mis escritores favoritos.

Lou miró el libro.

– Ésa es la primera novela que escribió mi padre.

– ¿La has leído?

– Papá me leyó algunos fragmentos. Una madre pierde a su único hijo y cree que está sola en el mundo. Es muy triste.

– Pero también es una historia sobre cómo curarse, sobre personas que se ayudan. -Hizo una pausa y agregó-: Voy a leérsela a tu madre.

– Papá ya le leyó todos sus libros -apuntó Lou con frialdad.

Cotton se percató de lo que acababa de hacer.

– Lou, no intento reemplazar a tu padre.

Lou se incorporó.

– Era un gran escritor. No necesitaba ir por ahí citando a los demás.

Cotton también se puso de pie.

– Estoy seguro de que si tu padre estuviera aquí te diría que citar a los demás no tiene nada de malo. De hecho, es una muestra de respeto. Y yo respeto el talento de tu padre.

– ¿Crees que leerle la ayudará? -inquirió Oz.

– Por mí puedes perder todo el tiempo que quieras. -Lou se alejó.

Cotton estrechó la mano de Oz.

– Gracias por tu permiso, Oz. Haré lo que pueda.

– Vamos, Oz, tenemos cosas que hacer -gritó Lou.

Mientras Oz se marchaba corriendo Cotton miró el libro y luego entró en la casa. Louisa estaba en la cocina.

– ¿Has venido a leer? -preguntó.

– Ésa era mi intención, pero Lou me ha dejado bien claro que no quiere que le lea los libros de su padre. Tal vez esté en lo cierto.

Louisa miró por la ventana y vio a Lou y a Oz entrando en el establo.

– Te diré algo; Jack me escribió un montón de cartas durante todos esos años. Me gustaron algunas que me envió desde la universidad. Usa algunas palabras raras, que no entiendo, pero las cartas valen la pena. ¿Por qué no se las lees? Mira, Cotton, creo que lo más importante no es lo que se le lea. Creo que lo mejor que podemos hacer es estar con ella, hacerle saber que no hemos perdido la esperanza.

Cotton sonrió.

– Eres una mujer sensata, Louisa. Creo que es una idea excelente.

Lou entró el cubo lleno de carbón y lo vació en la carbonera que estaba junto a la chimenea. Luego se dirigió sigilosamente hacia el pasillo y aguzó el oído. Percibió un murmullo. Volvió a salir a toda prisa y observó, consumida por la curiosidad, el coche de Cotton. Rodeó corriendo la casa y llegó hasta la ventana del dormitorio de su madre. Estaba abierta, pero no era lo bastante baja para que pudiera ver. Aunque se puso de puntillas, tampoco logró vislumbrar nada.

– ¡Hola!

Lou giró sobre los talones y vio a Diamond. Lo cogió del brazo y lo apartó de la ventana.

– No deberías acercarte a la gente de ese modo -dijo Lou.

– Lo siento -replicó él, sonriendo.

Lou se percató de que escondía algo tras la espalda.

– ¿Qué tienes ahí?

– ¿Dónde?

– Detrás de la espalda, Diamond.

– Oh, eso. Bueno, verás, estaba caminando por el prado y, bueno, los vi allí, tan bonitos. Y juro por Dios que decían tu nombre.

– ¿Qué eran?

Diamond le mostró un ramo de azafranes de primavera amarillos y se lo tendió.

El gesto conmovió a Lou pero, por supuesto, no quiso demostrarlo. Le dio las gracias y una palmada en la espalda que lo hizo toser.

– Hoy no te he visto en la escuela, Diamond.

– Oh, bueno. -Parecía incómodo. Jugueteó en el suelo con un pie descalzo, se tiró del peto y miró a todas partes menos a Lou-. Oye, ¿qué estabas haciendo en la ventana cuando llegué? -preguntó finalmente.